La ratona silenciosa

El Ratón Gris

Albina asomó la mirada por la ventana. En el parque infantil, los niños jugaban bajo la atenta vigilancia de sus madres, que charlaban animadamente en un rincón. El banco junto al portal estaba cubierto por una fina capa de nieve.

Se calzó sus botas negras, se abrigó con el abrigo marrón y un gorro del mismo tono, tomó su bolso de piel y salió del piso. Se detuvo un instante, escuchando si alguien subía o bajaba por la escalera, cerró la puerta con llave y descendió.

De lejos, cualquiera podría haberla confundido con una anciana. Solo de cerca se notaba que rondaba los cincuenta, quizá menos. Su rostro resultaba anodino, con ojos pequeños y labios delgados. Uno la miraba y, al instante, ya la olvidaba.

Había llegado a aquel edificio veinticinco años atrás. Jamás había buscado compañía, siempre evitando a los vecinos. Al principio, como era costumbre, algunos llamaron a su puerta pidiendo una cebolla, un poco de harina para un recado urgente. Albina abría apenas unos centímetros, afirmaba que no tenía nada y cerraba de inmediato. Con el tiempo, dejaron de molestarla.

Nadie recordaba haber visto visitas en su casa. Parecía completamente sola en el mundo, como un alma en pena, tímida y recluida.

Claro que tenía familia. En un pueblo perdido de Castilla vivía su hermana menor, casada y con hijos. Pero Albina nunca mantuvo contacto con ella. Quizá porque toda la hermosura se la había llevado su hermana. ¿Quién sabía?

Extraños rara vez entraban en su piso. Solo el fontanero o el técnico del gas, y siempre tras mostrar sus credenciales. A veces, incluso llamaba a la compañía para confirmar su identidad.

No hacía daño a nadie. Jamás levantó la voz, ni chismorreó, ni buscó conversación. Un saludo fugaz, la cabeza gacha, y seguía su camino.

A sus espaldas, en el barrio y en el trabajo, la llamaban “la solterona”, “el ratón gris” o “la contable seria”. Había pasado toda su vida entre papeles, en una oficina, cumpliendo con precisión su labor. Vestía siempre de oscuro, el pelo recogido en un moño tirante.

A los treinta, le entró el antojo de un hijo. Solo para ella. Fue entonces cuando apareció en su vida el único hombre: un conductor llamado Vicente. Iba a verla de vez en cuando. Ella le compraba camisas que él dejaba olvidadas en su casa. Estaba casado.

Quizá su mujer descubrió el affaire, o algún compañero “bondadoso” se lo contó. El caso es que Vicente dejó el trabajo y desapareció. Albina nunca quedó embarazada. Fue su único amor.

Pronto se convenció de que era mejor así. Criar sola a un hijo era difícil, y ni siquiera sabía cómo saldría. Una niña, menos. ¿Para qué traer al mundo otra alma fea y solitaria como ella?

Una tarde, cargada con la compra, un hombre se ofreció a ayudarla.

“Yo solita”, respondió, clavándole una mirada que lo ahuyentó al instante.

«Seguro que me ayuda, sí. Luego me da un coscorrón y me roba. A mí no me engaña nadie», masculló camino a casa.

Era imposible estafarla. Calculaba mentalmente como una máquina. Si la cajera se equivocaba, Albina lo notaba al momento. No gritaba, solo la fulminaba con sus ojos fríos. La empleada, avergonzada, rectificaba.

Una mañana de sábado, cerca de Navidad, sonó el timbre. Esperó unos segundos. Volvió a sonar. Miró a través del ojo de la puerta. Por un instante, creyó ver a su hermana.

“¿Quién es?”, preguntó, con el corazón agitado.

“Tía Alba, soy yo, Lucía, su sobrina”.

“¿Sobrina? ¿Qué quieres?”, desconfió.

«¿Cómo me encontró? ¿Para qué viene?», pensó. Recordó entonces que, años atrás, había visitado a su hermana para presumir de su nuevo piso en la ciudad. Debía de haberles dado la dirección. En todo ese tiempo, nadie de su familia la había buscado. Ni siquiera sabía que tenía una sobrina. Su hermana se había casado y tenido una hija. El labio de Albina se torció en un gesto de desprecio.

Nunca más volvió al pueblo. ¿De qué iba a presumir ahora?

“Tía Alba, necesito hablar con usted…”, insistió la joven.

Algo en su voz quebrada, o quizá la curiosidad, hizo que Albina rompiera su regla y abriera.

“¿A qué has venido?”, espetó desde el umbral.

Estudió a la muchacha, idéntica a su hermana. Más alta, con el mismo rostro agradable y ojos grises, pero cálidos, no como los suyos. Rizos oscuros asomaban bajo el gorro.

La joven esperó, preguntándose si la invitaría a pasar. Ante el silencio, temerosa de que la puerta se cerrara, se apresuró a hablar.

“Tía, no tengo a quién más recurrir. Mi hijo está muy enfermo. Lo llevamos a Madrid, al médico. Necesita una operación urgente”. Hizo una pausa, esperando una reacción que no llegó. Albina la observaba fijamente.

“El dinero no nos alcanza. Mamá dijo que solo usted podría ayudarnos… Perdóneme…”. La voz de Lucía se quebró. Se cubrió el rostro con las manos y lloró.

Un algo en el pecho de Albina respondió a esas lágrimas. Imaginó que era ella quien suplicaba por su hijo. La compasión la invadió: por sí misma, por la muchacha, por ese niño al que nunca conocería.

“Pasa”, dijo, cerrando la puerta tras Lucía. Notó las botas mojadas de nieve y frunció el ceño.

“Espera aquí”.

No la invitó a quitarse el abrigo. Lucía permaneció en el recibidor, mirando hacia el interior. Nunca había visto un piso tan lujoso: amplio, impecable, como de película. Se sentó al borde de un taburete, temerosa de manchar algo.

“Mamá dijo que usted era… distinta. Que seguramente no ayudaría”.

“Toma”. Albina le tendió un paquete. “Ahí está el dinero. Para la operación”.

Lucía lo cogió con cuidado, como si fuera vidrio.

“¡Gracias!”. Lo apretó contra el pecho.

“¿Cuántos años tiene?”, preguntó Albina, seca.

“Dos años y tres meses. Es tan listo, tan dulce…”.

Albina torció el gesto. A ella la felicidad le había dado la espalda. No quería oír sobre la ajena. Solo deseaba que Lucía callara y se marchara.

“¿Tienes marido?”.

Lucía parpadeó. “Sí, pero…”.

“¿Bebe?”.

“¡No! Está en el frente. Se alistó para ganar dinero… pero no es suficiente”.

“¿Cómo llevarás el dinero? ¿No tienes miedo?”.

Lucía abrió el abrigo, mostrando una bolsa de tajo atada al cuello. Metió el fajo dentro, anudó bien los cordones. Bajo el abrigo holgado, parecía embarazada.

“Ve directa a casa. No te entretengas”.

Lucía, de pronto, le tomó la mano y la besó, húmeda de lágrimas. Albina la apartó brusca.

“Escríbeme después. Sobre la operación”.

“¡Lo haré!”, gritó Lucía desde la escalera.

Albina miró los charcos que las botas habían dejado en el suelo. Iba a limpiarlos, pero desistió. No era buen augurio fregAlbina cerró los ojos, respiró hondo y, por primera vez en años, sintió que algo dentro de ella, pequeño pero cálido, empezaba a latir.

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