Rencores de la infancia

**Resentimientos infantiles**

Lucía colocó la avena en los platos y dibujó una cara sonriente con mermelada en el de su hijo.

—¡Hombres! ¡A desayunar! —llamó mientras servía el té recién hecho en las tazas.

Javi se sentó a la mesa y miró su plato con desdén.

—No me gusta la avena —murmuró, frunciendo el ceño.

—¿Qué dices? La avena es muy sana. Si quieres ir a la pista de patinaje, primero hay que desayunar bien —dijo Carlos, sentándose frente a su hijo, tomando una cucharada y comiéndosela con gusto—. Mmm… Qué rica. Nuestra mamá es una maga. Créeme, nadie hace la avena tan rica como ella.

Javi miró a su padre con escepticismo, pero también agarró la cuchara. Cuando terminó, Lucía recogió el plato vacío y acercó la taza de té al niño.

—¿Ocurre algo? —preguntó a su marido—. Últimamente estás muy pensativo. ¿Problemas en el trabajo?

—Me lo he comido todo. ¿Cuándo vamos a patinar? —preguntó Javi, animado.

—Ve a jugar un rato. Mamá y yo necesitamos hablar —dijo Carlos, captando la mirada molesta de su hijo—. Un poco más tarde. Anda, vete.

A Lucía le pareció por un instante que leía la mente del niño: dudaba entre llorar, temiendo que los planes se arruinasen, o irse a su cuarto a rumiar. Le sonrió y asintió, confirmando que sí, que irían, pero más tarde.

Javi se bajó del taburete y salió de la cocina con cara de ofendido.

—¿Qué te atormenta? —preguntó Lucía, ocupando el sitio de su hijo.

—No sé por dónde empezar. Ni siquiera lo entiendo yo —dijo Carlos, girando su taza sobre la mesa.

—¿Tienes una amante? ¿Quieres dejarme por ella? —preguntó Lucía, directa.

—Lucía, ¿qué dices? ¿Cómo se te ocurre? —replicó él, indignado.

—¿Qué otra cosa podía pensar? Si en el trabajo va bien, ¿qué más te quita el sueño? —Lucía perdía la paciencia—. Ayer te pedí sacar la basura. Asentiste, pero no lo hiciste. Estás distraído. Habla, pero no mientas —advirtió.

Carlos la miró fijamente.

—Vino mi madre —confesó al fin, con dificultad.

Lucía notó que le costaba hablar.

—¿En sueños? ¿Y qué te dijo desde el más allá que te tiene así? —bromeó, intentando aliviar la tensión.

—No, no en sueños. Viva —dijo Carlos, apartando bruscamente la taza.

El té se derramó. Lucía saltó, cogió un trapo y lo limpió.

—Pero si murió. ¿O me has mentido todos estos años? —preguntó, tirando el trapo al fregadero.

—No he mentido. No lo entiendes. Para mí, ella sí murió —respondió él, irritado.

—Vale, vamos por partes. Muerta, viva… Explícame. Te escucho.

—¿Qué explicar? Tenía unos diez años. Mi padre bebía. Discutían mucho. Ella era guapa, y él muy celoso. Hasta le pegaba. Ella se tapaba los moratones, pero yo los veía.

Aquel día, mi padre llegó borracho. Le echó la culpa a ella de su alcoholismo. Ella callaba, y eso lo enfurecía. Me fui a mi cuarto, pero oí los gritos. De pronto, algo pesado cayó al suelo y todo quedó en silencio. Salí. Mi padre estaba en el suelo, con sangre en la cabeza. Y mi madre… allí, tapándose la boca.

Me echó del pasillo. Dijo que mi padre se había caído, que llamaría a una ambulancia. Pero llegó la policía. Se la llevaron, diciendo que volvería pronto, que esperase a tía Maruja, la hermana de mi padre. Me quedé allí hasta que llegó.

Lloraba por mi padre, llamaba asesina a mi madre, decía que merecía la cárcel. Luego me dijo que hiciera la maleta, que viviría con ellos. ¿Qué podía hacer?

Me habló mal de ella durante años. Yo gritaba que mi madre era buena, que no tenía amantes, pero nadie me escuchaba. Mi tío Paco me dijo que no contase nada. Que era mejor que la gente creyese que habían muerto en un accidente. Que en el colegio me harían bullying si sabían.

Mi madre nunca volvió. Ni cartas, ni llamadas. Dejé de esperarla. Me dieron de comer, me vistieron, pero no me quisieron.

Un día cogí diez euros del monedero de mi tía. No sé para qué. No me daban dinero. Me pilló y me pegó. Dijo que si robaba otra vez, me llevaría al orfanato.

Soñaba con irme. No sé cómo no acabé en malos pasos. Al terminar el instituto, vine a Madrid, estudié ingeniería, te conocí…

Me acostumbré a mentir. Hasta a ti te dije que mis padres murieron. Temía que me dejaras si sabías que era hijo de un asesino.

—Dios mío, cuánto has pasado —susurró Lucía, cubriendo su mano—. ¿Nunca la viste? ¿A tu madre?

—No. Cuando apareció hace tres días en mi trabajo, no la reconocí, pero supe que era ella. Lo sentí. Al principio no quería hablarle. La rabia seguía ahí: que me abandonase, que matase a mi padre…

Pero me miró de tal manera que accedí. Fuimos a una cafetería… Lucía, me da miedo admitirlo, pero estoy contento de que haya vuelto.

—¿Y qué te contó? ¿Mató a tu padre? —preguntó ella, tensa.

Carlos asintió.

—Fue un accidente. Cuando él iba a pegarle, ella lo empujó. Él tropezó y se golpeó la sien con la mesa…

—¿La condenaron?

—Sí. Él tenía moretones recientes. Decidieron que ella lo había golpeado durante la pelea. En ella no había señales. Dictaminaron que no fue defensa propia, sino premeditado. Los vecinos y mi tía declararon en su contra.

Dijo que me escribió cartas, pero ninguna llegó. Mi tía las rompía. En una, pedía verme. Me enseñó la respuesta de mi tía: que la había olvidado, que no quería una madre asesina. Yo no sabía nada. Pero al crecer, tampoco la busqué. Tantos años…

Lucía vio su dolor.

—¿Y por qué solo ahora te encontró? ¿Por qué no vino cuando salió de prisión?

—Se lo pregunté. Tenía miedo. Dijo que llevaba años siguiéndome, que lo sabía todo de mí. Que me había visto… y yo ni la notaba —se llevó las manos a la cabeza—. Vendió su piso y se mudó aquí para estar cerca. Trabajó limpiando escaleras, en un supermercado… Aunque era historiadora, ya no la contrataban en colegios. Pensó que me daría vergüenza. Y tenía razón.

—¿Y ahora? ¿Dónde trabaja?

—De guía en el museo local. A veces hace tours por la ciudad.

Lucía reflexionó un momento.

—Creo que la he visto. ¿Cómo es?

—Normal. Alta, delgada. Con unos ojos muy tristes…

—Ajá. Una mujer así nos vio a Javi y a mí volviendo del supermercado. Le abrí la puerta, pero no entró. Llevaba un abrigo negro y una boina rosa.

—Sí, es ella. Dijo que venía a vernos a menudo.

——Pues mañana iré a verla —dijo Carlos, levantándose con decisión—, y esta vez le diré que la quiero.

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