Si hubiera sabido cómo terminaría…

**Diario de un alma en pena**

El autobús saltaba sobre los baches mientras el conductor maldecía, esquivando los charcos y a veces invadiendo el carril contrario. Dentro, apenas iba gente, era día laboral, después de todo.

Diego miraba por la ventana la nieve ennegrecida y derretida. Falta poco para que desaparezca del todo, y después, el verano estará a la vuelta de la esquina. En otro bache, el autobús dio un bandazo y el conductor soltó otro improperio.

—Así nos quedamos sin ruedas.

Por fin, apareció la verja del cementerio, con sus hileras de lápidas oscuras al fondo.

Cada vez que venía, Diego sentía ese peso de inevitabilidad, esa fugacidad de la vida. Pensar que algún día también descansaría allí le resultaba insoportable. No venía por voluntad, sino por obligación, por cumplir con el ritual. Lo dicta la costumbre: visitar a los seres queridos en ciertas fechas. Le remordió la conciencia por sus pensamientos y suspiró hondo.

El autobús se detuvo frente a la entrada. Los pasajeros bajaron, estirando las piernas, y se dirigieron hacia los puestos de flores artificiales alineados junto a la valla. Diego caminó despacio, buscando flores frescas. Los colores chillones, empapados en cera, le mareaban. Al final, encontró a una mujer con un cubo de claveles rojos.

Compró cuatro y entró al cementerio. Los caminos estaban anegados. Intentó esquivar los charcos, pero bajo la nieve blanda también había agua. Demasiado tarde para lamentar haber elegido sus viejas botas de invierno.

Casi al borde del bosque, giró a la izquierda. Encontró la tumba de su mujer por la cruz. “Debería poner una lápida. ¿O esperar? Quizá nuestro hijo pueda encargarse de las dos a la vez.” A su alrededor ya no quedaban cruces temporales. Miró hacia ese pueblo de los muertos que se extendía ante él. Tantísimas tumbas nuevas desde su última visita en otoño.

Saltó la pequeña verja y se hundió en la nieve, intentando pisarla para compactarla. Notó que los pies ya estaban mojados.

—Hola, Lidia.

Desde la foto descolorida enmarcada junto a la cruz, su esposa le sonreía. Amaba esa imagen. Así la recordaba, aunque en la foto solo tenía treinta y seis años.

Recordó aquel cumpleaños. Había salido temprano a comprar flores, y al volver, Lidia ya estaba despierta, vestida con un traje nuevo. Le regaló unos pendientes de oro. Ella se los puso al instante, radiante. Él captó ese momento con la cámara. Como si fuera ayer…

—Feliz cumpleaños. Hoy cumplirías cincuenta y seis. —Diego buscó un lugar para colocar los claveles.

La tumba estaba cubierta de flores de plástico, clavadas en la tierra. Esas no se marchitaban ni perdían color, como si las hubieran dejado ayer.

Se agachó, sacó una ramita de flores amarillas frente a la cruz y la enterró en la nieve al pie de la tumba. En su lugar, dejó los claveles. La tierra estaba helada, los tallos frágiles no penetraban, y la nieve pronto se derretiría, dejándolos caer. Lucían humildes ante lo estridente de las flores artificiales. Pero al menos eran reales.

—Te echo de menos. Pero no puedo venir mucho. Perdóname y no te enfades. Yo merezco estar aquí, no tú. Así lo quiso la vida…

Habló largo rato, contando novedades, mirando su retrato, hasta que el frío le caló los pies. De vez en cuando, el graznido de los cuervos rompía el silencio, añadiendo más desasosiego.

—Me voy, Lidia. Me puse las botas viejas y se me han mojado los pies. Y ya no hay nadie para regañarme. Volveré después de Pascua, cuando esté seco. Entonces limpiaré tu tumba y traeré una foto nueva, igual que esta. Estás preciosa aquí. Perdóname por todo. —Suspiró, saltó la verja y caminó hacia la salida sin mirar atrás.

En la parada ya esperaban varias personas. Cuando por fin subió al autobús, apenas sentía los dedos de los pies.

Llegó a casa renqueando. Se quitó las botas y los calcetines empapados, puso la tetera al fuego y, cuando hirvió, se tomó dos tazas de té con miel. Se puso calcetines de lana secos, encendió la tele y se tumbó en el sofá. Echaban una película. El calor del té le adormeció…

***

Lucía llegó a la obra después del instituto. Joven, de ojos grandes, pecas en la nariz y una sonrisa que iluminaba como el sol de primavera. Diego no podía evitar mirarla. Tenía mujer, un hijo en tercero de primaria, pero no apartaba la vista de la chica. ¿Qué hacer si siempre estaba ahí? No podía fingir que no la veía.

Poco antes de Navidad, se encontraron en la parada. Lucía se arrebujaba en el cuello del abrigo. Las luces de la calle brillaban en sus ojos. Él la miraba de reojo. Cuando llegó el autobús, se abrió paso y se sentó a su lado.

—Hola, Lucía. ¿A casa? —preguntó, solo por romper el hielo.

—Sí. ¿Y tú?

—Igual. —Calló un momento—. ¿Ya has decorado el árbol?

—No. Mi padre siempre compraba uno natural. Lo dejábamos en el balcón hasta Nochebuena, y luego lo decorábamos juntos. ¡Y el olor que llenaba la casa! Era pura magia.

—Pero hoy es Nochebuena. ¿Tienes un pino en el balcón? —preguntó él, divertido.

Lucía se rió, y Diego se perdió en su risa.

—Mis padres están lejos, y yo tengo un árbol de plástico. Cuando llegue a casa, lo montaré, lo decoraré y colgaré caramelos, como hacía mi madre. Después me tomaré un té y lo admiraré. —Volvió a reír.

Diego se imaginó la escena: el salón, el árbol, Lucía sonrojada, estirándose para colgar una bola… y el sonido acogedor del agua hirviendo en la cocina…

—¿Puedo ir contigo? —soltó, sorprendiéndose a sí mismo.

—¿Para qué? —preguntó ella, desconcertada.

—Para ayudarte con el árbol. Luego tomamos té juntos. —Se ruborizó por su atrevimiento.

¿Qué pensaría de él? Rápidamente intentó justificarse:

—Es que… al hablar del árbol, del té… En mi casa, mi mujer y mi hijo lo decoraron hace dos semanas. Llegué del trabajo y ya estaba todo hecho. Mi hijo no pudo esperar. Como si ya no fuera especial. Y yo solo quería sentir esa emoción, esa alegría…

—Bueno, vamos —dijo Lucía simplemente, mirándolo con sus grandes ojos.

Montó el árbol rápidamente, lo decoraron juntos entre risas y empujones. Era como si se conocieran de toda la vida. Él sentía que ella también disfrutaba de su compañía. Bebieron té… Y se marchó, aunque no quería.

En Nochevieja, volvió a su casa. Ya no recordaba qué excusa había inventado paraY al amanecer, con el primer rayo de sol filtrándose por la ventana, Diego comprendió que el peso de su soledad no era un castigo, sino el recordatorio silencioso de todo lo que había perdido y jamás podría recuperar.

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MagistrUm
Si hubiera sabido cómo terminaría…