Una joven se instala en una casa abandonada al final del camino…

En un caserío abandonado al final del pueblo se instaló una joven llamada Lucía.

En el pueblo no gustaban los forasteros. La gente se inquietó y avisó al guardia civil. Este llegó, revisó sus documentos y calmó a todos diciendo que era una prima lejana de la abuela Carmen, que había fallecido años atrás a los noventa y seis. “Nunca tuvo familia la abuela Carmen, ni siquiera hijos”, murmuraban entre sí.

Pero Lucía empezó a asentarse. Aró unos surcos en el descuidado huerto y plantó algo. La gente se reía. ¿Quién siembra a mediados del verano? Sin embargo, pronto brotó un verde fresco y frondoso. “Esto no es sin ayuda del diablo”, decían. Y así, le quedó el mote de «la bruja».

Ella evitaba a la gente, nunca hablaba de sí misma. Pero los secretos avivan la curiosidad, y pronto corrían rumores: que había huido de Barcelona por un amor desgraciado, llevándose joyas de un amante adinerado. Por eso se escondió en aquel pueblo perdido.

Una tarde, el hijo de una vecina se puso morado, ahogándose. El hospital quedaba lejos y no había coche a mano. Desesperada, la mujer corrió hacia Lucía. Esta tomó al niño, lo volteó, le dio unas palmadas en la espalda y de su boca salió una pieza de juguete.

Desde entonces, la respetaron, pero también le temieron. Salvo Javier, que se enamoró de ella. Su madre lloraba: “Hay chicas jóvenes, ¿y él se fija en una mujer mayor?”. A veces, se plantaba ante la casa de Lucía gritando que había hechizado a su hijo. Javier la llevaba a casa llorando, pero siempre volvía.

Vivieron felices, ignorando los chismes. Al año, Lucía dio a luz a una niña, Ana. Tres años después, nació otra, Marta. La gente los terminó dejando en paz, demasiado ocupada con sus propios problemas.

Un día, tras una tormenta, Javier subió a arreglar el tejado. Al bajar, resbaló y cayó, quedando gravemente herido. Lucía trajo al médico del pueblo, quien dijo que había que llevarlo urgente a Barcelona. Consiguió un coche, lo trasladó y volvió con sus hijas.

Un mes después, un vehículo aparcó frente a su casa. Bajaron una silla de ruedas con Javier dentro. La columna fracturada lo había dejado inmóvil. Algunos murmuraban que era el castigo de Lucía por usar magia.

Ella lo sacaba al porche, cuidándolo con ternura. Ante tal amor, los murmullos callaban. Hasta se decía que lo estaba curando y que pronto caminaría.

Javier tallaba figuras de madera para las niñas y tejía cestas. Los hombres lo envidiaban. ¿Por qué? Porque una mujer lo amaba así.

El amor obra milagros. Poco a poco, Javier intentó ponerse de pie. Una tarde, mientras trabajaba, se le cayó la navaja por las escaleras. Lucía estaba en el huerto. Decidió bajarse a buscarla. Se levantó, pero perdió el equilibrio y cayó. Había una guadaña junto al porche—Lucía la había dejado ahí tras cortar hierba—y al caer, Javier se clavó la hoja en el cuello.

Lucía lloró desconsolada. Sus hijas apenas lograron apartarla del ataúd.

Quedó sola. Sin la pensión de Javier ni sus modestos ingresos, pero nunca mendigó. Susurraban que vendía joyas robadas.

Ana estudió peluquería en Barcelona. Los fines de semana volvía, y el pueblo le pagaba en especie por arreglarles el pelo.

Sin marido, la vida era dura. La casa, antigua, necesitaba constantes reparaciones. Los hombres ayudaban, esperando algo a cambio, pero Lucía solo les daba de comer y aguardiente.

Un día, mujeres celosas exigieron que compartiera sus “secretos de juventud”. Tras tantos años, Lucía no había envejecido. Que repartiera sus diamantes, o quemarían la casa.

Cuentan que salió ante ellas, repentinamente encanecida y marchita. Retrocedieron asustadas. ¿Cómo envejeció así de pronto? Brujería, dijeron. Se alejaron asustadas.

La pérdida de Javier quebrantó su salud. Rara vez salía del huerto. Marta iba por ella a la tienda.

Marta creció bonita y vivaz. Aunque tenía exámenes, solo pensaba en bailar. Una noche, quiso ir a la verbena, pero Lucía se lo prohibió. Se oyeron gritos.

La vecina Antonia vio a Marta salir corriendo. Esa madrugada, llamaron a su ventana. Era Marta, temblando: “Mamá…”. Antonia corrió a la casa. Lucía yacía fría junto al hogar, sangre seca en la sien.

Llegó el guardia civil. Marta juró que al irse, su madre aún estaba viva. Antonia no estaba segura de haber oído gritos antes o después. El guardia no quiso arruinarle la vida a la chica y cerró el caso como accidente.

Ana llegó para el funeral, pero las hermanas no se hablaron. Esa noche, Marta desapareció.

Antonia contó que aquella noche, los pendientes de Marta brillaban “como nunca antes vistos”.

Los rumores resurgieron: Lucía sí tenía joyas, y Marta las robó. Quizá por eso murió.

Ana intentó callar los chismes, pero ¿quién puede contra un pueblo aburrido? Con el tiempo, ella también dejó de aparecer.

El caserón, ya ruinoso, se inclinó más. Alguien rompió una ventana, buscando el tesoro.

Pasaron siete años.

Antonia, encorvada, volvía de la tienda cuando vio a una mujer joven en el porche de Lucía, con un niño de unos cinco años. Reconoció a Marta, ahora pelirroja y maquillada como una actriz.

“¡Marta, regresaste! ¿Y este es tu hijo?”.

Marta la abrazó. “No puedo entrar. ¿Podría el tío Emilio forzar la cerradura?”.

Emilio lo hizo, pero la casa estaba destrozada: almohadas rasgadas, ventanas rotas. “Limpia esto y ven a comer”, dijo él antes de irse.

En la mesa, Marta confesó su vida en Barcelona: un novio que la abandonó, un hombre que acabó en prisión… Sin dinero, volvió al pueblo.

“Quedarte está bien. Tu madre también vino huyendo. La tierra no te dejará pasar hambre”, dijo Antonia, dándole patatas, pan y conservas.

Esa noche, Marta golpeó su ventana, aterrada. “Alguien caminaba en la casa, hablando. ¡Fue mamá! No me ha perdonado…”.

Antonia frunció el ceño. “Son remordimientos, Marta. Sabes que la lastimaste al irte esa noche”.

“¡No volveré ahí!”, juró.

Antonia le ofreció quedarse, pero Marta prefirió vivir con Emilio—un viudo que tenía vacas—y vender leche cara a los veraneantes.

Dos meses después, la casa de Lucía ardió. Nadie intentó apagarla. Solo quedaron escombros y la chimenea.

Al día siguiente, niños jugaban entre las ruinas. Marta les advirtió: “No toquen nada, está caliente”. Pero uno, su hijo, mostró un trozo negro. Emilio lo limpió: entre el hollín brillaban diamantes.

Marta los arrebató. “¡Son míos!”.

“Entonces era verdad”, dijo Emilio. “Por estos mataste a tu madre, robaste a tu hermana… Y ahora el fuego los devuelve”.

Esa noche, Marta huyó con el niño y el dinero de Emilio.

Pasaron años.

Ana volvió con su marido. Solo encontró ruinas. Antonia, ya muy vieja, les contó del incendio, las joyas y la huida de Marta.

“Dicen que hasta mató a Lucía por unos**Adapted and Rephrased Story in Spanish (Castilian):**

En un caserío abandonado al final del pueblo se instaló una joven llamada Lucía.

En el pueblo no gustaban los forasteros. La gente se inquietó y avisó al guardia civil. Este llegó, revisó sus documentos y calmó a todos diciendo que era una prima lejana de la abuela Carmen, que había fallecido años atrás a los noventa y seis. “Nunca tuvo familia la abuela Carmen, ni siquiera hijos”, murmuraban entre sí.

Pero Lucía empezó a asentarse. Aró unos surcos en el descuidado huerto y plantó algo. La gente se reía. ¿Quién siembra a mediados del verano? Sin embargo, pronto brotó un verde fresco y frondoso. “Esto no es sin ayuda del diablo”, decían. Y así, le quedó el mote de *la bruja*.

Ella evitaba a la gente, nunca hablaba de sí misma. Pero los secretos avivan la curiosidad, y pronto corrían rumores: que había huido de Barcelona por un amor desgraciado, llevándose joyas de un amante adinerado. Por eso se escondió en aquel pueblo perdido.

Una tarde, el hijo de una vecina se puso morado, ahogándose. El hospital quedaba lejos y no había coche a mano. Desesperada, la mujer corrió hacia Lucía. Esta tomó al niño, lo volteó, le dio unas palmadas en la espalda y de su boca salió una pieza de juguete.

Desde entonces, la respetaron, pero también le temieron. Salvo Javier, que se enamoró de ella. Su madre lloraba: “Hay chicas jóvenes, ¿y él se fija en una mujer mayor?”. A veces, se plantaba ante la casa de Lucía gritando que había hechizado a su hijo. Javier la llevaba a casa llorando, pero siempre volvía.

Vivieron felices, ignorando los chismes. Al año, Lucía dio a luz a una niña, Ana. Tres años después, nació otra, Marta. La gente los terminó dejando en paz, demasiado ocupada con sus propios problemas.

Un día, tras una tormenta, Javier subió a arreglar el tejado. Al bajar, resbaló y cayó, quedando gravemente herido. Lucía trajo al médico del pueblo, quien dijo que había que llevarlo urgente a Barcelona. Consiguió un coche, lo trasladó y volvió con sus hijas.

Un mes después, un vehículo aparcó frente a su casa. Bajaron una silla de ruedas con Javier dentro. La columna fracturada lo había dejado inmóvil. Algunos murmuraban que era el castigo de Lucía por usar magia.

Ella lo sacaba al porche, cuidándolo con ternura. Ante tal amor, los murmullos callaban. Hasta se decía que lo estaba curando y que pronto caminaría.

Javier tallaba figuras de madera para las niñas y tejía cestas. Los hombres lo envidiaban. ¿Por qué? Porque una mujer lo amaba así.

El amor obra milagros. Poco a poco, Javier intentó ponerse de pie. Una tarde, mientras trabajaba, se le cayó la navaja por las escaleras. Lucía estaba en el huerto. Decidió bajarse a buscarla. Se levantó, pero perdió el equilibrio y cayó. Había una guadaña junto al porche—Lucía la había dejado ahí tras cortar hierba—y al caer, Javier se clavó la hoja en el cuello.

Lucía lloró desconsolada. Sus hijas apenas lograron apartarla del ataúd.

Quedó sola. Sin la pensión de Javier ni sus modestos ingresos, pero nunca mendigó. Susurraban que vendía joyas robadas.

Ana estudió peluquería en Barcelona. Los fines de semana volvía, y el pueblo le pagaba en especie por arreglarles el pelo.

Sin marido, la vida era dura. La casa, antigua, necesitaba constantes reparaciones. Los hombres ayudaban, esperando algo a cambio, pero Lucía solo les daba de comer y aguardiente.

Un día, mujeres celosas exigieron que compartiera sus “secretos de juventud”. Tras tantos años, Lucía no había envejecido. Que repartiera sus diamantes, o quemarían la casa.

Cuentan que salió ante ellas, repentinamente encanecida y marchita. Retrocedieron asustadas. ¿Cómo envejeció así de pronto? Brujería, dijeron. Se alejaron asustadas.

La pérdida de Javier quebrantó su salud. Rara vez salía del huerto. Marta iba por ella a la tienda.

Marta creció bonita y vivaz. Aunque tenía exámenes, solo pensaba en bailar. Una noche, quiso ir a la verbena, pero Lucía se lo prohibió. Se oyeron gritos.

La vecina Antonia vio a Marta salir corriendo. Esa madrugada, llamaron a su ventana. Era Marta, temblando: “¡Mamá!”. Antonia corrió a la casa. Lucía yacía fría junto al hogar, sangre seca en la sien.

Llegó el guardia civil. Marta juró que al irse, su madre aún estaba viva. Antonia no estaba segura de haber oído gritos antes o después. El guardia no quiso arruinarle la vida a la chica y cerró el caso como accidente.

Ana llegó para el funeral, pero las hermanas no se hablaron. Esa noche, Marta desapareció.

Antonia contó que aquella noche, los pendientes de Marta brillaban “como nunca antes vistos”.

Los rumores resurgieron: Lucía sí tenía joyas, y Marta las robó. Quizá por eso murió.

Ana intentó callar los chismes, pero ¿quién puede contra un pueblo aburrido? Con el tiempo, ella también dejó de aparecer.

El caserón, ya ruinoso, se inclinó más. Alguien rompió una ventana, buscando el tesoro.

Pasaron siete años.

Antonia, encorvada, volvía de la tienda cuando vio a una mujer joven en el porche de Lucía, con un niño de unos cinco años. Reconoció a Marta, ahora pelirroja y maquillada como una actriz.

“¡Marta, regresaste! ¿Y este es tu hijo?”.

Marta la abrazó. “No puedo entrar. ¿Podría el tío Emilio forzar la cerradura?”.

Emilio lo hizo, pero la casa estaba destrozada: almohadas rasgadas, ventanas rotas. “Limpia esto y ven a comer”, dijo él antes de irse.

En la mesa, Marta confesó su vida en Barcelona: un novio que la abandonó, un hombre que acabó en prisión… Sin dinero, volvió al pueblo.

“Quedarte está bien. Tu madre también vino huyendo. La tierra no te dejará pasar hambre”, dijo Antonia, dándole patatas, pan y conservas.

Esa noche, Marta golpeó su ventana, aterrada. “Alguien caminaba en la casa, hablando. ¡Fue mamá! No me ha perdonado…”.

Antonia frunció el ceño. “Son remordimientos, Marta. Sabes que la lastimaste al irse esa noche”.

“¡No volveré ahí!”, juró.

Antonia le ofreció quedarse, pero Marta prefirió vivir con Emilio—un viudo que tenía vacas—y vender leche cara a los veraneantes.

Dos meses después, la casa de Lucía ardió. Nadie intentó apagarla. Solo quedaron escombros y la chimenea.

Al día siguiente, niños jugaban entre las ruinas. Marta les advirtió: “No toquen nada, está caliente”. Pero uno, su hijo, mostró un trozo negro. Emilio lo limpió: entre el hollín brillaban diamantes.

Marta los arrebató. “¡Son míos!”.

“Entonces era verdad”, dijo Emilio. “Por estos mataste a tu madre, robaste a tu hermana… Y ahora el fuego los devuelve”.

Esa noche, Marta huyó con el niño y el dinero de Emilio.

Pasaron años.

Ana volvió con su marido. Solo encontró ruinas. Antonia, ya muy vieja, les contó del incendio, las joyas y la huAl final, las joyas malditas se perdieron en el tiempo, pero el pueblo nunca olvidó que la avaricia y los secretos de aquella casa dejaron más ruinas que oro.

Rate article
MagistrUm
Una joven se instala en una casa abandonada al final del camino…