El cachorro
Pepe vivía solo con su madre. Claro que tenía padre, pero a él no le importaban lo más mínimo. Por ahora, Pepe no hacía preguntas sobre él. En el colegio, los niños presumían de quién tenía los padres más guays, pero en el parvulario lo que importaban eran los juguetes, no si faltaba un padre en casa.
Lucía había decidido que era mejor que Pepe no supiera que se había enamorado locamente del hombre que sería su padre. Cuando le anunció su embarazo, él le confesó que estaba casado. “Tengo problemas con mi mujer, pero no puedo dejarla. Su padre es mi jefe. Si lo hago, me quedaré en la calle, y dudo que a ti te interese un hombre sin un duro.” Le sugirió que “se deshiciera” del niño a tiempo, porque no vería ni un euro de manutención. Y si se empeñaba en seguir adelante… peor para ella.
Lucía no insistió. Desapareció de su vida y crió a Pepe sola. Y Pepe resultó ser un niño encantador. Con eso le bastaba.
Lucía era maestra de primaria, y Pepe, con cinco años, iba al parvulario. No necesitaban a nadie más.
Después de Reyes, llegó un nuevo profesor de gimnasia al colegio. Alto, atlético, con una sonrisa que iluminaba la sala. Todas las profesoras solteras —que eran la mayoría— no tardaron en coquetear con él. Solo Lucía ni lo miraba ni se reía con sus bromas. Quizá por eso él fijó sus ojos en ella.
Un día, al salir del colegio, un todoterreno frenó delante de Lucía. Bajó el profesor de gimnasia y abrió la puerta del copiloto con una sonrisa.
—Sube —dijo, señalando el asiento.
—No hace falta, vivo muy cerca —contestó Lucía, desconcertada.
—Vamos, es mejor ir en coche que caminar, aunque sea poco —razonó él.
Lucía vaciló, pero al final subió. Él cerró la puerta, arrancó y preguntó:
—¿A qué dirección vamos?
—No sé la dirección… Solo sé el número del parvulario —respondió ella, ruborizándose.
—¿Qué parvulario? —preguntó él, confundido.
—Al que va mi hijo —aclaró Lucía.
—¿Tienes un hijo? ¿Qué edad tiene? —De pronto, había pasado al “tú”.
—Pepe. Tiene cinco años —contestó, agarrando la manilla—. Mejor me voy andando.
—Espera. Vamos —dijo, girando la llave de contacto.
Lucía cerró la puerta. No pasaba nada porque la llevase a recoger a Pepe. Total, entre ellos no iba a ocurrir nada. ¿Qué hombre querría a una mujer “con equipaje” cuando había tantas solteras y sin hijos?
—Bueno, si no tienes prisa… —suspiró Lucía.
—Ninguna. No me espera nadie. No tengo ni mujer ni hijos —soltó él, ahorrándole preguntas incómodas.
—¿Y eso? ¿Malo carácter? ¿Las mujeres no aguantan? ¿O alguna te rompió el corazón y ahora le tienes miedo al compromiso? —preguntó Lucía con picardía.
—Vaya, qué borde. No me lo esperaba. Pareces tan tranquila… He tenido de todo: amor, desengaños. Pero nunca llegué al altar, y no solo por mi culpa. No cuajó. Y en cuanto al carácter… Nadie es perfecto, ¿verdad, Lucía? Tú tampoco eres lo que pareces.
—¿Te arrepientes de ofrecerte a llevarme? Ah, gira por este patio —pidió de repente.
El coche se detuvo frente al parvulario.
—Te espero —dijo él cuando Lucía bajó.
Ella vaciló un momento.
—No hace falta. Vivimos muy cerca. No quiero que mi hijo haga preguntas. ¿Entiendes, Javier? —Lucía lo miró con severidad, como si fuera un alumno despistado—. No nos esperes. —Cerró la puerta y entró al parvulario.
Javier Sánchez estuvo unos minutos en el coche, reflexionando, antes de arrancar y marcharse. Diez minutos después, cuando Lucía salió del parvulario agarrando la mano de Pepe, suspiró, sintiendo alivio… y una punzada de decepción. Todo claro. Una mujer con un niño no le interesaba. Pues mejor. “Tampoco lo necesitamos”, pensó.
Pero al día siguiente, Javier volvió a esperarla a la salida del colegio.
—Sé que pensaste que huí cuando supe lo de tu hijo. Pues no. Vamos, ¿al parvulario? —preguntó, como si nada.
Lucía sonrió y asintió. Cuando acercó a Pepe al coche, el niño miró a Javier con la misma seriedad que ella el día anterior. Luego alzó la vista hacia su madre.
—Es mi compañero, Javier. Trabaja en el colegio. Vamos, sube —dijo Lucía, fingiendo alegría para ocultar su incomodidad.
Pepe no saltó de emoción. Subió al asiento trasero con gesto adusto y se quedó mirando por la ventana.
—¿Adónde vamos? —preguntó Javier, volviéndose hacia él.
—A algún sitio cercano. Sin sillita infantil, nos pueden multar —respondió Lucía por su hijo.
—Pues al centro comercial. Hace mucho frío para pasear. ¿Te parece, Pepe? —preguntó Javier con entusiasmo.
Pepe no respondió, absorto en el paisaje urbano. Javier sonrió y arrancó.
En el colegio, los murmullos crecían cuando Lucía entraba en la sala de profesores. Y cuando aparecía Javier, algunas salían rápidamente, intercambiando miradas cómplices.
Javier no se apresuraba. Paciencia. Tras cenar un par de veces en casa de Lucía, se iba. Pero la tercera vez se quedó hasta la mañana. Lucía durmió mal, despertándose para mirar el reloj digital, temiendo que Pepe los pillase en la cama.
—Venga, es un chico listo. Que se vaya acostumbrando —murmuró Javier al amanecer, abrazándola.
Pero ella se soltó y se levantó. Entre semana, Pepe no se despertaba temprano, pero justo ese día lo hizo. Cuando entró en la cocina después de lavarse, Lucía freía tortitas y Javier estaba sentado a la mesa.
—Buenos días… —dijo Pepe, sorprendido, mirando a su madre.
—¿Te has lavado? Pues siéntate a desayunar —dijo Lucía, sonriendo.
Sirvió primero a Javier y luego a Pepe, detalle que el niño notó al instante.
—Buen provecho. ¿Cuántos terrones de azúcar? —preguntó a Javier.
—Dos —respondió él, sin quitar los ojos de Pepe—. A ver, ¿quién termina antes las tortitas?
—¿Por qué? —preguntó Pepe, serio.
—Por nada —Javier se turbó—. Un hombre acepta un reto y lucha por ganar. ¿Empezamos? —Y, con ruidoso entusiasmo, comenzó a comer.
Pepe masticaba lento, sin prisa. Lucía se alegraba de que su hijo no se dejase manipular, pero le entristecía que Javier no le cayese bien.
—Tu madre me dijo que pronto es tu cumple. ¿Qué quieres de regalo? ¿Un Transformers? ¿Un coche a control remoto? —Javier dejó de comer, probando otra táctica.
—Quiero un cachorro —contestó Pepe.
—¿Uno de esos electrónicos? Eso es para niños pequeños —dijo Javier, decepcionado.
—Uno de verdad —respondió Pepe, mirándolo con desdén.
—Ya hablamos de esto. Un cachorro necesita atención. No es un gato. No lo podemos dejar solo. RomperAquel invierno, mientras el pequeño Pepe acariciaba a su nuevo amigo, Lucía comprendió que, a veces, la felicidad llega en formas inesperadas, y que el amor de un hijo valía más que cualquier hombre que no supiera apreciarlos a ambos.