ÉL ESPERÓ HASTA SU DÍA DE BODA PARA DECIR ADIÓS
Durante más de diez años, Canelo había sido la sombra de Lucía—su protector, su confidente, su mejor amigo. Había estado allí cuando se graduó del instituto, cuando lloró por su primer desamor, cuando se mudó a su primer piso. En cada capítulo de su vida, Canelo había sido más que una mascota—era familia.
Por eso, cuando se interpuso frente a ella el día de su boda, la tomó por sorpresa.
Al principio, pensó que estaba abrumado. Docenas de invitados, la música de fondo y el revoloteo de tul a su alrededor lo habrían puesto nervioso. Pero entonces presionó su cuerpo contra sus piernas y se negó a moverse.
El vestido de novia de Lucía ondeaba suavemente con la brisa, pero ella se quedó paralizada. Canelo la miró con ojos que transmitían algo más profundo—una urgencia, una súplica silenciosa.
—Canelo, vamos, campeón—dijo suavemente, apoyando su mano en su cabeza.
Su padre, a su lado, intentó tomar la correa. —Lucía, hay que seguir—insistió.
Pero Canelo emitió un gruñido bajo, casi inaudible. No era agresivo—solo… una advertencia. Protector. Hizo que su padre se detuviera en seco. Y entonces Lucía lo sintió: algo no iba bien.
Canelo nunca gruñía.
Se arrodilló despacio, su vestido desplegado como un halo, y tomó el rostro de Canelo entre sus manos. Su suave pelaje ahora tenía un tono grisáceo, sus ojos antes brillantes estaban algo opacos. Pero lo que más la impactó fue su respiración—superficial, entrecortada, irregular. Sus patas temblaban.
—¿Canelo?—su voz quebró—. ¿Qué te pasa, mi niño?
Él se inclinó hacia su tacto, su cuerpo pesado, como si hubiera esperado—aguantado—por este momento. Por ella.
El pánico creció en su pecho. —¡Mamá!—gritó—. ¡Algo le pasa a Canelo!
Los invitados murmuraban a sus espaldas, confundidos, pero Lucía no los oía. Solo escuchaba la respiración entrecortada de Canelo. Solo veía sus ojos clavados en los suyos, firmes, suplicantes.
Se inclinó y apoyó su frente en la suya. —Estoy aquí, Canelo. No te dejaré. Nunca.
Las lágrimas brotaron mientras lo ayudaba a recostarse en la hierba. Él se acomodó junto a ella con un suspiro suave, su cabeza en su regazo. Sintió su peso—real, reconfortante, desgarrador.
Era como si él hubiera esperado hasta este día para decir adiós.
Mientras Lucía lo abrazaba, todo lo demás desapareció. La música. Los invitados. Hasta la ceremonia que había planeado durante meses. Nada importaba. Solo Canelo.
Entonces, sucedió algo que nadie esperaba.
Su prometido, Javier, se acercó. En silencio, se arrodilló junto a ella y Canelo.
—Ha estado contigo en todo—dijo con dulzura—. Él también merece este momento.
Lucía lo miró, sorprendida—y profundamente conmovida.
Javier tomó su mano. —No esperemos al altar—susurró—. Hagámoslo aquí. Con Canelo.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras llamaban al oficiante. Los invitados se acercaron, formando un círculo de amor y calor. Alguien le devolvió su ramo. Su padre apoyó una mano en su hombro. Su madre enjugó sus propias lágrimas.
Y allí, con Canelo entre ellos, Lucía y Javier intercambiaron sus votos.
—Prometo amarte—susurró Lucía—tan profundamente como he amado a este perro. Con lealtad. Con paciencia. Con todo lo que soy.
Javier sonrió entre lágrimas. —Y yo prometo protegerte—dijo—como Canelo siempre lo hizo.
Sellaron sus promesas con un beso mientras la respiración de Canelo se hacía más lenta, más tranquila. Rodeado de amor, apoyó su cabeza en el regazo de Lucía por última vez.
Minutos después, con el sol acariciando su pelaje y los brazos de Lucía abrazándolo, Canelo exhaló su último suspiro.
Había esperado. La había acompañado hasta el umbral de una nueva vida. Y ahora, podía irse.
Los invitados guardaron silencio, muchos llorando. La boda fue como ninguna otra—auténtica, hermosa, inolvidable.
Lucía se quedó con Canelo mucho rato después. No le importó que su vestido estuviera manchado de hierba y lágrimas. Solo le importó que él supiera que era amado—profundamente, intensamente, para siempre.
Más tarde, en la celebración, dejaron un asiento vacío para Canelo, con una foto enmarcada y un letrero que decía: “Me acompañó en la vida. Hoy, me acompañó al amor”.
Y aunque su corazón dolía, Lucía supo esto: Canelo no había arruinado su boda. La había hecho completa.
**Moraleja:** El amor verdadero no conoce de tiempos ni de formas. A veces, las despedidas más dolorosas son las que nos enseñan que el amor perdura más allá del adiós.