**No Habrá Boda**
Lucía acabó el instituto con matrícula de honor y soñaba con ir a la universidad. Pero los sueños se truncaron cuando su padre sufrió un grave accidente y pasó meses hospitalizado. Al salir, su madre dejó el trabajo para cuidarlo en casa mientras se adaptaba a la silla de ruedas.
En su pueblo no había universidad, tendría que ir a Madrid. Lucía decidió esperar un año. No podía abandonar a sus padres en esos momentos difíciles. Así que empezó a trabajar como profesora en un colegio.
Los médicos dijeron que, con ejercicios, masajes y medicinas, su padre podría volver a andar. Su madre vendió la casita del pueblo para pagar fisioterapeutas y medicamentos. Pero su padre nunca se levantó.
—Basta. Dejad de malgastar dinero. No sirve de nada —dijo un día, amargado.
Se volvió irritable, desconfiado y exigente. A su madre le tocaba lo peor: si la llamaba, tenía que dejarlo todo para atenderlo, ya fuera un vaso de agua o simple charla. Mientras, la cena se quemaba en la sartén.
—Jorge, podías ir tú a la cocina. Ahora la tortilla está carbonizada —le recriminaba su madre.
—Mi vida está arruinada, y tú lloras por una tortilla. Fácil hablar cuando puedes andar —rugía él.
A veces, en un arranque, le lanzaba un plato o un vaso. Cada vez pedía más vino, y al beber, descargaba su rabia contra su madre, como si ella tuviera la culpa.
—Papá, no bebas, solo empeorará. Lee un libro, juega al ajedrez —le rogaba Lucía.
—¿Tú qué sabes? ¿Quieres quitarme lo último que me queda? Los libros mienten. Yo ya no sirvo para nada —refunfuñaba.
—Mamá, no le compres más vino —suplicaba Lucía.
—Si no lo compro, gritará. Es duro para él… —susurraba su madre.
—No es cuestión de beber, sino de esforzarse. Los médicos dijeron que podría andar. Él no quiere. Nos tiene esclavizadas —protestaba Lucía.
Aunque lo quería, la situación era insoportable. Un día, llegó agotada del colegio y su padre no paraba de llamarla. Hasta que explotó.
—¡Basta! Estoy agotada. Tú tienes ruedas, ve tú a la cocina. Hay gente que compite en los paralímpicos, y tú no puedes llegar hasta el fregadero. ¡Haz el esfuerzo! Yo tengo que preparar clases.
Oyó el crujir de las ruedas por el pasillo, el golpe del vaso en la cocina… Esperaba que entrara por la puerta gritando, pero siguió de largo. Desde entonces, su padre se volvió más independiente.
En los días cálidos, dejaba abierta la terraza. Él se situaba en el marco, incapaz de subir el pequeño escalón. Hubiera sido ideal ensanchar la puerta, pero el dinero no alcanzaba.
—Metedme en una residencia —pedía su padre, borracho.
—¿Qué dices? Eres mi marido —decía su madre, aunque a veces la duda asomaba en su mirada.
Pasó un año, y otra vez llegó el otoño. Un día, Lucía salió del colegio y, antes de llegar a la parada, empezó a llover torrencialmente. Se refugió bajo el cristal del marquesín, pero el agua la alcanzaba igual. Los coches pasaban veloces, salpicando barro. Estaba hecha un ovillo cuando un camión se detuvo a su lado.
Un chico bajó corriendo, cubriéndose con la chaqueta.
—Sube, te llevo a casa.
Ella, empapada, se dejó guiar hacia la cabina. Dentro olía a gasolina, pero estaba calentito.
—Soy Mario —dijo él.
—Lucía.
—¿Adónde vamos, Lucía? —preguntó mientras conducía.
En el trayecto, Mario contó su vida: criado solo por su madre, aprendió mecánica y, al salir del servicio militar, empezó a trabajar por su cuenta.
—Si necesitas algo, llámame —dijo, pasando al ‘tú’ con naturalidad.
Esa noche la llamó para invitarla al cine. Ella puso excusas: su padre, el trabajo… Pero él insistió.
—¿Tan feo soy? ¿O te da vergüenza salir con un camionero? —bromeó, algo picado.
Al final, cedió. Pronto, se convirtió en rutina: la esperaba a la salida del colegio con café del termo y bocadillos que su madre le preparaba.
—Vaya pretendiente —comentó su madre una vez, viendo el camión desaparecer.
—No es mi novio.
—Pues debería. Tus amigas ya se casan. ¿Vas a quedarte soltera? No sube cada día por nada.
Mario mencionaba la boda, pero Lucía pedía tiempo. No sentía mariposas con él. Tampoco le gustaba que hablara tanto de dinero.
—No te preocupes, tengo ahorros. En otoño hay mucho trabajo: leña, mudanzas… No te faltará de nada —decía, abrazándola en la cabina.
No le regalaba flores (“tonterías”), ni la llevaba a restaurantes. A veces, cuando su madre viajaba, la invitaba a su casa. El sexo era… funcional. Ella ponía excusas para evitarlo.
Sabía que no lo amaba, pero ¿dónde encontraría a otro? Mario no bebía, no fumaba, y su madre insistía. Así que aceptó su propuesta, pidiendo esperar hasta el verano.
Pero la primavera llegó rápido, y Mario presionó para ir al registro. Solo le pidió comprar el vestido. Todo lo demás corría de su cuenta.
Un día, al salir del supermercado, chocó con un hombre en el portal. No lo reconoció hasta que él la llamó.
—¡Lucía! ¿No me recuerdas? Soy Pablo.
Era su amigo de la infancia. Iba todos los veranos a casa de su abuela, que vivía al lado. Pasaban los días juntos, prometiéndose amor eterno. Pero al crecer, los padres dejaron de traerlo. Solo volvió una vez, en un cumpleaños. Entonces, la timidez los separó.
Ahora, Pablo era alto, atractivo… Le latía el corazón al verlo.
—Estoy de visita. Cumpleaños de la abuela. ¿Cómo estás? —preguntó él.
Ella le contó lo de su padre, su trabajo… Y de pronto, soltó:
—Me caso pronto.
—¿Ah, sí? ¿Con quién? —preguntó él, sorprendido.
Ella huyó escaleras arriba, sintiendo su mirada.
A partir de entonces, le daba vergüenza que Mario la recogiera con el camión. Y Pablo… Pablo le enviaba flores, mensajes dulces. La hacía feliz con pequeños detalles.
Empezó a evitar a Mario. Cada vez que tocaba el claxon, los vecinos protestaban. Hasta que un día salió en zapatillas a pedirle que se fuera.
—Vamos a mi casa. Mi madre no está —insistió él, tirando de ella.
Ella se resistió, pero él no soltaba. Hasta que sonó su teléfono: era su padre. Su madre había tenido un ictus.
—¡Déjame ir! —gritó, forcejeando.
—¿Para qué? Los médicos ya la atienden. Quédate.
Ella logró zafarse y salir corriendo. Sin móvil, en bata, desesperada. Hasta que un coche frenó junto a ella. Era Pablo.
—¿Cómo…?
—Vi todo. Fui a buscar a tu padre y me dijo dónde vivía Mario.
En el hospital, el médico dijo que su madre estaría bien. De vuelta, en el coche, ella rompió a llorar.
Pablo la abrazó con ternura, le secó las lágrimas y le susurró al oído: “No te preocupes, esta vez no me voy”.