Ay, los llamadas a medianoche… Me ponen de los nervios. La gente normal no molesta a esas horas, a no ser que sea algo urgente. Así que cada vez que suena el teléfono de madrugada, me pongo tensa, esperando malas noticias.
Estaba a punto de dormirme cuando el tono del móvil de mi marido rompió el silencio de la habitación. Él suspiró y cogió el teléfono.
— No reconozco el número —dijo, echándome una mirada por encima del hombro.
—Ponlo en silencio. Si es importante, ya llamarán mañana —murmuré, hundiéndome bajo las mantas.
Pero el teléfono seguía sonando. Suspiré y aparté la manta.
—¡Contesta de una vez! —pedí, sabiendo que ya no iba a poder dormir.
Mi marido escuchó en silencio un rato, luego dijo que iría por la mañana.
—¿Qué? —pregunté, completamente despierta—. ¿Adónde vas?
—Ha muerto Javi. Un infarto. Su mujer ha llamado, pide que vaya. Mañana pediré el día en el trabajo e iré. Javi, Javi… Ni siquiera tenía cincuenta años…
Paco se levantó y se fue a la cocina.
A primera hora de la mañana, lo despedí con una camisa limpia y su maquinilla de afeitar. A Javi no lo conocía bien, así que no fui con mi marido.
Mientras tomaba el café, pensaba en qué hacer ese día: ¿limpiar la casa o lavar las cortinas? Como sabéis, las mujeres nunca tenemos días libres. Decidí no cocinar. Tres días sin comer no me harían daño. En el peor de los casos, me haría unos huevos fritos. Y cuando volviera Paco, ya prepararía algo bueno.
Pero mis planes se fueron al traste. Apenas me había arreglado cuando sonó el timbre. Pensé que sería la vecina pidiendo algo, así que abrí la puerta sin preocuparme.
En el umbral estaba mi suegra, y detrás de ella, su segundo marido, Ramón.
—Veo que no te alegras de vernos. Estábamos por aquí y decidimos pasar. Pero si estás ocupada, nos vamos —dijo María Luisa sin moverse del sitio, clavándome la mirada.
Como si alguna vez hubiera avisado antes de venir.
—No, qué va, pasad —dije, forzando una sonrisa mientras los dejaba entrar.
—No nos quedaremos mucho, ¿verdad, Ramón? —añadió María Luisa, quitándose el abrigo de piel. Ramón lo recogió al vuelo con destreza antes de que cayera al suelo.
—No os quitéis los zapatos, todavía no he limpiado hoy. Siempre es un placer veros, María Luisa. Estáis estupenda —dije lo más amable que pude.
—¿Y Paco? ¿En el trabajo? Pero si es festivo. No se cuida nada. Tú también deberías buscar trabajo, así él no tendría que matarse los fines de semana.
No era un reproche, era una acusación directa por mi supuesta vaguería.
—Yo trabajo, pero desde casa… —empecé a justificarme.
Podría haber gritado a todo pulmón, pero nada. Solo intenté explicarle que ahora se puede trabajar por internet y ganar bien, pero ella, como siempre, se hizo la sorda.
Mi suegra recorrió la habitación con mirada crítica, detectando hasta el último grano de polvo en el armario y la camisa de Paco tirada en la silla. Se me había olvidado echarla a lavar.
—¿Te has comprado cortinas nuevas? Bonitas, pero las anteriores todavía estaban bien. Gastáis demasiado. ¿Y el sofá? ¿Qué le pasó al viejo? —Sin esperar respuesta, se sentó en el sofá, evaluándolo—. ¿No es demasiado claro?
Dicen que con la edad se pierde memoria, pero la de mi suegra parece haberse agudizado. ¡Qué memoria, recordar hasta las cortinas que teníamos hace meses!
La dejé disfrutar del sofá mientras yo corría a la cocina, repasando mentalmente qué había en la nevera. Con solo servirles té no iba a salir bien. Sabía que por la noche llamaría a todas sus amigas para contarles lo mal que la había atendido. Y que a su Paco, su único hijo, lo tenía muerto de hambre. Pues no, no le daría ese gusto.
Abrí la nevera. Verduras para ensalada, bien. Saqué un trozo de carne del congelador y lo puse en el microondas. Mientras se descongelaba, preparé un bizcocho rápido.
Metí el bizcocho en el horno, ablandé la carne y la puse en la sartén caliente, luego me puse a picar verduras para la ensalada. El aroma del bizcocho empezó a llenar la casa. Esperaba que mi suegra apareciera en la cocina en cualquier momento… Pero no.
Al oír un grito—¿de indignación o alegría?—corrí a la sala sin saber qué habría pasado. María Luisa estaba junto al armario de la vajilla, sosteniendo un jarrón de porcelana de la antigua fábrica de Lladró.
—¡Esto es una antigüedad! ¿Así es como malgastáis el dinero que gana mi hijo? —exclamó, mirándome como si fuera una cucaracha.
Me lancé a explicar que era un regalo de mi abuela hace dos meses… ¡El bizcocho! Corrí a la cocina y lo saqué del horno justo a tiempo. Menos mal. Di la vuelta a la carne, tapé la sartén y terminé la ensalada.
Cuando la carne estuvo lista, puse los platos más bonitos y llamé a los invitados.
—No hemos venido a comer, solo a saludaros —dijo María Luisa, sentándose a la mesa.
Su mirada crítica iba del plato de carne al bol de ensalada, luego al bizcocho y otra vez a la carne.
Ramón cogió el tenedor y pinchó un trozo bien dorado. Yo había puesto cuchillos, por protocolo, pero él era un hombre sencillo, sin tabúes. Dio un mordisco y cerró los ojos, disfrutando. Me sentí tan aliviada que casi flotaba. Pero el comentario gélido de mi suegra me devolvió a la realidad.
—¡Ramón! ¿Cómo puedes? ¡Estamos en Cuaresma!
Ramón se atragantó y frunció el ceño, como si en lugar de carne tierna tuviera un sapo venenoso en la boca. Me quedé paralizada, temiendo que se ahogara bajo la mirada de reproche de su mujer o que lo escupiera. Pero se lo tragó.
Me entró un tembleque al darme cuenta de mi error garrafal: ¡se me había olvidado por completo que era Cuaresma! Respiré hondo y decidí afrontar las consecuencias con dignidad.
Con cara de culpable, me explayé diciendo que a Paco, mi adorado marido, su único hijo, le encantaba la carne que preparaba, por eso siempre había filetes en la nevera. Y que en la tienda de al lado solo vendían merluza. No iba a darles pescado congelado a mis invitados, ¿no?
—Si me hubierais avisado, habría ido a la pescadería —balbuceé.
Mientras, Ramón seguía comiendo carne, buscando otro trozo.
—¿Queréis ensalada? —pregunté con dulzura, intentando enmendar mi error.
Me di una palmadita mental por no aliñarla con mayonesa. Mi suegra no la come.
María Luisa permitió con benevolencia que le sirviera un poco. Pinchó un trozo de pepino y lo masticó con cuidado.
«¡Lo ha tragado!», me alegré, recordando que le había echado zumo de limón. Esta vez no tendría excusa para soltarme un sermón sobre mis pobres habilidades culinarias. ¡Milagro! No dijo nada.
Animado por el silenRamón aprovechó para coger otro trozo de carne, pero mi suegra lo detuvo con una mirada, y mientras yo respiraba aliviada pensando que lo peor había pasado, sonó el timbre y al abrir apareció mi propia madre, cargada con una cesta de dulces, lo que hizo que María Luisa esbozara una sonrisa forzada mientras murmuraba: “Qué casualidad, justo hoy…”.