—¿Así que todo esto fue idea tuya, abuela? —preguntó Julia, mirando el retrato.
Tras la pelea con su esposo, Julia no durmió en toda la noche. Desde hacía tiempo sentía que algo no iba bien en su relación, pero cuando él llegó a casa aquella tarde y le confesó que amaba a otra, no estuvo preparada para el golpe. Él se fue, y ella se quedó llorando, sumergida en la autocompasión.
A veces deseaba recuperarlo. Pero hacerlo significaba perdonar la infidelidad. Y Julia no estaba segura de poder confiar en Iván después de todo.
Otras veces quería vengarse, que él sufriera igual. Pero el amor no desaparece de golpe, ni siquiera tras una traición. Así que dejó esa idea para más tarde y empezó a pensar cómo seguir adelante.
Antes del amanecer, sin saber por qué, recordó aquellos veranos en que sus padres la llevaban a un pueblecito cerca de Madrid, donde su abuela vivía. Allí había sido feliz. Ojalá pudiera regresar, volver al pasado, ser de nuevo una niña pequeña…
Pero su abuela había muerto tres años atrás. Julia no recordaba que sus padres hubieran vendido el piso. ¿Quizá había otros familiares viviendo allí? Debía preguntarle a su madre. Con esa idea reconfortante, al fin se durmió.
Esa noche soñó con el parque cerca de la casa de su abuela. La anciana, con un abrigo crema anticuado y un sombrero de paja italiana, estaba sentada en un banco, observando cómo Julia jugaba con un cachorro y un niño.
—Sabía que vendrías. Te estaba esperando —dijo de pronto la abuela, mirándola directamente. No a la niña que jugaba, sino a ella, a la Julia adulta.
Aquella mirada la despertó. El sueño había sido tan vívido que le costó sacudirse la sensación de que su abuela aún estaba presente.
Cuanto más lo recordaba, más segura estaba de que era una señal. Si la abuela dijo que la esperaba, entonces debía ir.
—Mamá, ¿qué pasó con el piso de la abuela después de que muriera? ¿No lo vendisteis? ¿No vive allí ningún familiar? —preguntó esa tarde.
—No, claro que no. ¿Por qué lo preguntas? La abuela no tenía más familia que nosotros. Dejó una carta diciendo que el piso era para ti.
—¿O sea que puedo vivir allí? —se alegró Julia.
—No entiendo adónde quieres ir a parar. ¿Quieres mudarte a ese pueblo? ¿Y qué harás allí? ¿Qué tontería se te ha metido en la cabeza? —protestó su madre.
—Mamá, no puedo seguir así. Nos molestamos mutuamente. Necesito alejarme un tiempo, pensar, entender qué quiero…
El problema era que el piso donde vivía con su marido era de los padres de Iván. No podía quedarse, así que se había mudado con su madre. Tras dos años de independencia, volver a escuchar consejos y sermones la agotaba. Además, su madre no paraba de decirle que Iván recapacitaría, que volvería, que debía perdonarlo porque nunca encontraría un marido tan bueno…
—Pero el piso está viejo, necesita reformas. No creo que estés mejor allí. Si quieres cambiar de aires, vete a la costa. No hay mejor lugar para descansar.
En otra circunstancia, Julia habría seguido el consejo. Pero el sueño no la dejaba en paz.
—¿Tienes las llaves del piso de la abuela?
—¿Las llaves? Creo que por ahí están. —Su madre rebuscó en un cajón. —Toma. Creo que son estas. —Le entregó un llavero con dos llaves. —Tu padre se ocupaba del piso de su madre. Yo nunca me metí. La verdad, ya ni me acordaba. Hacía años que deberíamos haberlo vendido.
—Iré a verlo y luego decidimos. ¿Vale? —Julia cerró el puño alrededor de las llaves.
—¿De verdad quieres ir allí? ¿Y el trabajo?
—Pediré vacaciones. No me discutas, necesito esto.
Al día siguiente, Julia fue a ver a su jefa con aire desolado, fingiendo un resfriado, y solicitó unos días libres. La mujer, compadeciéndose, firmó el permiso diciendo que “todos los hombres son unos cabrones”.
Esa tarde hizo una maleta rápida, y a la mañana siguiente tomó un tren con la sensación de que empezaba una nueva etapa. Cinco horas después, un taxi la dejó frente a un edificio de ladrillo de cinco plantas. Subió al segundo piso y se detuvo ante la puerta de madera pintada de marrón.
La duda la asaltó. Todos saben que el pasado no vuelve, que su abuela ya no estaba, que no se puede huir de uno mismo. Pero estaba demasiado cansada para volver en ese momento. Con la esperanza de que su madre no se hubiera equivocado, probó una llave en la cerradura. Para su sorpresa, giró sin resistencia.
Al abrir la puerta, la recibieron objetos familiares, el olor a encierro y un silencio denso. Sin su abuela, todo parecía ajeno. Abrió las ventanas, recorrió las habitaciones y empezó a limpiar: quitó cortinas llenas de polvo, fregó suelos y cristales.
Agotada, se dejó caer en el sofá. No tenía fuerzas ni para ir al baño. Pero al menos tampoco le quedaban para lamentarse por Iván.
Cuando por fin se decidió a ducharse, un chirriante timbre le destrozó los nervios.
En la puerta había una mujer entrada en carnes, de unos cincuenta años, con cara redonda y sonriente, y rizos descoloridos.
—Hola. ¿Eres la nueva vecina? Me preguntaba quién hacía ruido.
—No. Soy la nieta de Antonia. He venido… —pero la visitante no la dejó terminar.
—¡Ah, eres la pequeña Julia! Yo soy Lourdes, aunque me dicen Lola. ¿No te acuerdas? Jugabas con mi hijo Raúl cuando venías. Qué pena lo de Antonia, era una mujer encantadora…
Diez minutos de monólogo después, Lola pareció notar que Julia no participaba.
—Es que no habíais vuelto. Mi hijo se va a casar pronto. Nos encantaría compraros el piso. ¿Sabes? Sería ideal tenerlo al lado. Lástima que hayas venido. Bueno, no, me alegro, pero… ya me entiendes. Si cambias de idea, avísanos primero. —Finalmente hizo una pausa. —Bueno, no quiero molestarte. Si necesitas algo, aquí al lado estamos.
Julia respiró aliviada cuando se fue. Entre el dolor de cabeza y el cansancio, se duchó, tomó un té y salió a comprar cortinas nuevas. Las viejas ya no tenían remedio.
Al día siguiente se despertó tarde, con el cuerpo dolorido. Pero el sol de junio entraba alegre por las cortinas nuevas.
En el baño, un grifo goteaba dejando una mancha de óxido. Por más que intentó apretarlo, no hubo forma. ¿Tendría que comprar uno nuevo? Vaya “vacaciones”.
Recordó las palabras de Lola y decidió pedir ayuda al marido. Fue el propio Ernesto quien abrió. Alto y delgado, era todo lo contrario de su rechoncha esposa. Tomó sus herramientas y accedió a revisar el grifo.
—Fácil. Cambiaré las arandelas y durará años —le aseguró.
Cuando terminó, Julia le ofreció un té. Sería grosero dejarlo ir así. Pero al servir las tazas, el estridente timbre sonó de nuevo. “Hoy mismo compro uno nuevo”, pensó yendo a abrir.
Era Lola, que empezó a explicar que había salido en su hora de comer a ver a Ernesto (que estaba de baja por ciática), pero se había dejado las llaves en el abrigo del trabajo. Por la mañanaJulia sonrió al retrato de su abuela, que desde el marco parecía guiñarle un ojo, como si hubiera planeado todo desde el principio, y supo que al fin había encontrado el hogar que siempre había soñado.