**Diario de un hombre que aprendió a soltar el pasado**
—Hola. Al final nunca fuimos al cine aquella vez —dijo él, soltando lo primero que se le pasó por la cabeza, olvidando las frases preparadas.
Javier y Lucía estaban sentados en el paseo marítimo de Valencia, soñando con entrar en la universidad, estudiar, comprarse un piso…
—Me compraré un coche alemán, el mejor. Y todo nos saldrá bien —afirmó Javier, lanzando una piedra al agua.
—Y viajaremos, a la costa o al extranjero —añadió Lucía, riendo, mientras observaba cómo se desvanecían las ondas en el agua—. Pero primero tenemos que aprobar los exámenes. ¡Qué pereza!
—Lo haremos. —Javier la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.
Les parecía que nadie antes había amado así, y que nada los separaría jamás.
—Vámonos a casa, mi madre se estará preocupando. Y hace frío. —Lucía se levantó del banco y dio un grito ahogado al notar el dolor. Los zapatos nuevos le habían rozado los pies. Se los quitó y caminó descalza sobre las losas frías del paseo.
—¿Vamos mañana al cine? Ponen una buena película… —propuso Javier.
Caminaron, hablando sin rumbo de todo y de nada.
—Hasta mañana —dijo Lucía al llegar a su portal. Se puso de puntillas, le dio un beso en la mejilla y entró corriendo.
—¿Entonces compro las entradas? —gritó él.
Ella no contestó, solo sonrió antes de desaparecer.
La ciudad aún dormía, pero la corta noche de junio había terminado, y el amanecer borraba las estrellas. Era el primer día de su vida adulta.
Javier entró en casa sin hacer ruido para no despertar a su madre. Se quitó la ropa y cayó en la cama, durmiendo como solo lo hacen los felices y seguros del mañana. Por la tarde, ya estaba bajo la ventana de Lucía. Ella asomó la cabeza y bajó enseguida.
—Tengo las entradas —dijo él, agitando los billetes.
—Lo siento, Javi, no puedo —respondió Lucía—. Ha venido mi tía. Se ha casado y se va a vivir a Alemania. Nos deja un piso en Madrid. Partimos mañana con ella para verlo… Me voy a vivir allí.
—¿Y cuándo vuelves? —preguntó Javier, sin entender del todo.
—No lo sé. Estudiaré allí.
—¿Y yo? ¿Y nosotros? Soñábamos con hacerlo juntos… —No podía creerlo.
—Javi, es una oportunidad única. No me voy a la luna, podrás visitarme. ¿Y si intentas entrar en una universidad madrileña? —sus ojos brillaron—. Escucha, ¿por qué no vienes conmigo?
—¿Dónde viviría? ¿Qué dirían tus padres? Yo no tengo una tía que me regale pisos, ni dinero. ¿Cómo se lo digo a mi madre? Está sola…
—Ya encontraremos algo… —respondió ella, despreocupada.
—¿Cuándo te vas? —preguntó él, con voz apagada.
—Mañana por la mañana. Tengo que hacer las maletas. Todo ha sido tan rápido… Javi, mis padres no me dejarán quedarme, ni lo intentes. Si me quieres, encontrarás la manera de estar conmigo.
—Y si tú me quisieras… —no terminó la frase, dio media vuelta y se alejó.
Lucía le gritó, pero él no miró atrás. Corrió un trecho y, cuando estuvo lejos, caminó arrastrando los pies. No eran gatos los que le arañaban el alma, sino una manada de lobos. «Se irá, hará nuevos amigos, me olvidará… ¿Quién soy yo? Solo un chico de provincias…», pensó, atormentándose.
—Pues nada, vete. Sobreviviré. Lo conseguiré todo… Te arrepentirás… —murmuró durante el camino.
En casa, se tiró en la cama y pasó dos días pegado a la pared. Su madre pensó en llamar al médico.
—Deberías estudiar, Javier. Si no lo haces, no entrarás en la universidad y te llamarán a la mili. Entonces, Lucía no volverá. Pensará que eres un fracasado.
Las palabras de su madre lo sacudieron. Se obligó a estudiar, pero solo veía a Lucía. En los descansos, hacía flexiones en el parque para agotarse y no pensar. Decidió cumplir todo lo que habían soñado juntos. Entonces iría a Madrid y… Pero primero, tenía que entrar en la universidad.
Y lo logró, para alegría de su madre. Esperó cartas de Lucía. Él no escribió porque no tenía su dirección. Se arrepintió de haberse comportado como un niño, de no despedirla ni preguntarle dónde viviría. Ahora, ¿cómo la encontraría en una ciudad de millones?
Durante la carrera, vivió con la esperanza de que Lucía volvería o escribiría. Al terminar, lo contrataron en una nueva fábrica cerca de Madrid. Estaría más cerca de ella, quizás la encontraría.
Su madre lo dejó ir. A los seis meses, le dieron un piso. Un año después, se casó con Marta, una morena risueña de contabilidad. Tuvieron una hija, Luz.
—No me gusta ese nombre. Suena anticuado —protestó Marta.
—Es clásico, siempre elegante. ¡Luz! ¿A que suena bien? —insistió él.
Diez años después, Javier era subdirector. Tenía una casa grande, un coche caro. Su madre vendió su piso y se mudó con ellos para cuidar a su nieta.
Viajaba mucho por trabajo: China, Italia, Alemania… Una noche, soñó con Lucía. Estaba en el paseo marítimo, igual que después de la graduación. «Al final nunca fuimos al cine», le dijo con tristeza.
Con los años, apenas pensaba en ella. Pero tras ese sueño, no pudo evitarlo. ¿Dónde estaría? ¿Casada, probablemente? Eso no se lo permitía pensar. Quería verla, presumir de sus logros, logrados sin ella.
Un día, buscó su nombre en las redes sociales, filtrando por Madrid. Cientos de Lucías aparecieron, pero no estaba ella. Solo al añadir su ciudad natal, la encontró.
La observó ávidamente en las fotos: en una casa lujosa, jugando con un pastor alemán, con un niño de cinco años… Su perfil era escueto: vivía en Alemania, casada, con un hijo… Recordó sus palabras sobre la oportunidad única. Ella logró más de lo que soñaron. Él también triunfó, pero una tristeza le inundó el pecho.
Le escribió un mensaje corto: «Vi tu perfil, me alegra que te vaya bien…». No hubo respuesta. Notó que no entraba desde hacía dos años.
Una idea lo golpeó: ¿habría creado el perfil para que él la encontrara? Quizás lo buscaba. La idea lo alegró.
Las dudas lo consumían. Llamó a un amigo de la policía para ubicar a sus padres.
—¿En Madrid? ¿Estás de broma? —dijo el amigo—. Quizás se fueron a Alemania. Bueno, lo intentaré.
A la semana, el amigo le dio una dirección.
Últimamente, Javier pasaba horas en el ordenador. Marta sospechó. Revisó su portátil y encontró el perfil de Lucía.
—¿Desde cuándo me engañas? —le espetó al llegar.
—¡¿Qué dices?! —se indignó él.
—¿Y quién es esta? —señaló la foto.
—Una excompañera. La encontré por casualidad —se justificó, aunque se sintió pillado.
—Ah, claro… —Marta lo miró fijo—. Mi madre decía que tuviste un amor enY cuando llegó a casa, abrazó a Marta y a Luz, sabiendo que el verdadero amor no estaba en los sueños del pasado, sino en los brazos que siempre lo habían esperado.