—¿Me lo imagino o estamos juntos de nuevo? —Natalia se acurrucó contra Alejandro.
—¿Qué tal? ¿Me queda bien, no? —María giraba frente al espejo, probándose unos pantalones—. Natalia, basta de sufrimiento. Viaja a algún sitio, cambia de aires, distráete, enamórate, por fin. —Se metió las manos en los bolsillos y dobló una pierna—. No, me encantan. Si no te importa, me los quedo. Gracias. —Saltó hacia Natalia, se sentó a su lado en el sofá, la abrazó y le dio un beso en la mejilla.
Natalia suspiró, se levantó y se acercó al espejo.
—Tienes razón, estoy espantosa. He adelgazado, estoy pálida. Yo misma propuse romper, y ahora me arrepiento. Me has convencido. Mañana pediré las vacaciones. No, primero compraré los billetes para la fecha más cercana y luego pediré el permiso. —Por primera vez en toda la tarde, Natalia sonrió.
—Eso es, así me gusta —apoyó María.
Y la sonrisa transformó a Natalia. No solo sonreían sus labios, también sus ojos, que se convertían en pequeñas rendijas llenas de alegría. «Diablilla alegre», decía María. Pero últimamente, Natalia sonreía poco.
Fue por su risa que Alejandro se enamoró de ella. Natalia y María estaban sentadas en un banco del parque junto a la oficina, comiendo helado y riéndose de algo. Un chico pasó por allí, las miró y no pudo apartar la vista. Y ellas, al verlo, rieron aún más fuerte y contagioso.
Dos días después, volvieron al mismo banco. Esta vez, el chico se acercó directamente. Se detuvo frente a Natalia y la saludó.
—¿Y tú quién eres? —preguntó María, descarada—. Otra vez se rieron.
—Soy Alejandro. He venido cada día con la esperanza de volver a verte. Estuvisteis aquí hace dos días… Tu risa… —No apartaba la mirada de Natalia.
Ella entendió que hablaba en serio, que le gustaba, que temía un rechazo. Sonrió, y cuando él, sorprendido y encantado, abrió la boca, se rió con ganas. No de burla, sino con felicidad, porque nadie la había mirado así antes. De sus ojos entrecerrados brotaron chispas traviesas. Más tarde, él contaría que por eso se enamoró de ella y no de María, quien era más llamativa.
Alejandro la conquistó con su entusiasmo, su atención, su amor. Se fueron a vivir juntos y estuvieron dos años. Hasta que… Llegó el momento de proponer matrimonio o separarse. Su relación se volvió rutinaria, monótona.
Alejandro se volvió callado, su risa ya no lo atraía como antes. Y Natalia decidió que su amor había terminado. No esperó a que él se lo dijera: ella misma propuso romper.
Él protestó, pero sin convicción. Luego, recogió sus cosas y se fue. Dos semanas después, Natalia entendió su error. Sin Alejandro, todo era peor. Un mes después, se desesperaba de nostalgia y soledad. Y a los dos meses, supo que no podía vivir sin él.
Entonces llegó María, quejándose de que su novio la había invitado a un concierto. Había comprado una blusa preciosa, pero no tenía pantalones que le quedaran bien. Natalia le ofreció los suyos: le quedaban grandes después de sufrir por Alejandro.
—Pues vuélvelo a buscar, antes de que se ligue a otra… —sugirió María.
—No. Pensaría que dependo de él, de su amor. Como si me sometiera —respondió Natalia, pensativa.
—¿Y qué tiene de malo someterse al hombre que amas?
—¿Y si volvemos y otra vez siento aburrimiento y frialdad?
—Te complicas demasiado. Abre el portátil y busquemos billetes —dijo María.
Encontraron unos pasajes baratos, con fecha en dos semanas.
Natalia convenció a su jefe de firmar su solicitud de vacaciones, diciendo que se volvería loca si no salía de la ciudad un tiempo. Le daba algo de miedo viajar sola al sur. Antes iba con sus padres, con Alejandro, con María y su novio… Nunca había viajado sola.
—Eres una chica adulta e inteligente, pero aún así, ten cuidado —le advirtió María en el andén.
Natalia rechazó el avión desde el principio. Ir en avión solo valía para ir a Barcelona, y allí era caro y demasiado bullicioso. Ella quería tranquilidad. Prefería el tren: tumbarse en el asiento, mirar el paisaje cambiante tras la ventana, dormitar al ritmo de las ruedas, soñando con el mar. Y al bajar del vagón, respirar el aire salado, lanzarse directamente a las olas…
Ya no quería relaciones largas y serias. El amor traía dolor, decepciones y miedo a que todo terminara, obligándola a empezar de nuevo.
—Cumplirás treinta pronto. Ya pasó la época en que todo está por delante. Es hora de aceptar que las relaciones cambian, que no pueden ser perfectas, como las personas. El amor mutuo es raro. Y debes elegir: ¿prefieres amar o ser amada? Así que vive el momento y sé feliz, sin preocuparte por el futuro… —decía María, mientras Natalia buscaba con la mirada a Alejandro.
En el compartimento viajaban una pareja mayor y su nieto adolescente. El chico, lleno de granos y flacucho, no apartaba los ojos de Natalia. Ella al principio los bajaba, fingiendo no darse cuenta. Pero luego, harta, también lo miró fijamente, haciéndolo ruborizar. Al final, ganó: el chico dejó de observarla tan descaradamente.
El abuelo dormitaba o hacía crucigramas. La abuela se quejaba de que su hijo se había divorciado, que ambos estaban ocupados con sus nuevas vidas y les habían dejado al chico. «Somos viejos, ¿qué podemos ofrecerle a un adolescente? Y encima nos mandan a los tres a la costa…».
Llegaron sin problemas. Natalia buscó durante horas una habitación con vista al mar, donde despertarse con el sonido de las olas y las gaviotas.
Y la encontró, aunque lejos de la playa principal. Mejor así. Bañarse y tomar el sol a solas era mucho mejor que entre cuerpos quemados y gritos de niños. Natalia pasaba los días paseando por la orilla, meditando frente al horizonte, viendo cómo un barco blanco se perdía en la distancia.
Se bronceó, recuperó su belleza y se calmó. Y en ese momento, apareció en su camino un hombre guapo. El aburrimiento de la soledad la había vencido, y aceptó la compañía con gusto. Daniel le confesó que llevaba días observándola, que también prefería la tranquilidad. Tenían mucho en común: él también se había divorciado recientemente y venía a la costa a sanar heridas. Pasearon, nadaron, cenaron en cafés y volvieron a pasear de noche por el paseo marítimo. Historias similares unen.
Su relación habría quedado en paseos y charlas bajo el cielo estrellado de no ser porque una noche, Daniel apareció bajo su ventana y lanzó una piedra. Natalia ya se disponía a dormir.
—Vine a despedirme —dijo él, con tristeza—. Mi madre me llamó: mi padre está en el hospital. Me voy mañana. Es insoportable dejarte… Siempre soñé con alguien como tú.
Natalia se entristeció, pero no lo demostró. Simplemente abrió la ventana y lo dejó entrar… ¡Qué noche! No fue solo sexo, fue intimidad. Lo olvidó todo. ¡Y cuánto le gustaba!A la mañana siguiente, al despertar sola y descubrir que no solo había desaparecido Daniel, sino también sus ahorros y sus joyas, Natalia comprendió que el verdadero amor no se busca en el mar, sino en quien siempre estuvo a su lado, y con lágrimas de arrepentimiento, tomó el teléfono y marcó el número de Alejandro.