**No Habrá Boda**
Lucía terminó el instituto de magisterio con matrícula de honor, soñaba con entrar en la universidad. Pero los sueños se esfumaron. Su padre tuvo un accidente grave y pasó meses en el hospital. Cuando lo dieron de alta, su madre cogió una excedencia para cuidarlo en casa hasta que se acostumbrara a la silla de insuficiencia.
En su pueblo no había universidad, había que ir a la capital. Lucía decidió postergar sus estudios un año más. No podía dejar solos a sus padres en un momento así. Empezó a trabajar en un colegio.
Los médicos les dieron esperanzas: con ejercicios, masajes y medicamentos, su padre podría volver a caminar. Su madre vendió la parcela familiar para pagar fisioterapia y medicinas. Pero su padre nunca abandonó la silla.
—Basta, no gastéis más dinero en vano. No servirá de nada —dijo un día, amargado.
Se volvió irritable, desconfiado. Todo le molestaba, sobre todo a su madre. Si la llamaba, ella debía dejar lo que fuese y acudir. Tal vez solo quería agua… o charlar. Mientras, la cena se quemaba en la cocina.
—Juan, podrías ir tú solo. Ahora la tortilla está hecha ceniza —se quejaba su madre.
—Mi vida es ceniza, y a ti solo te importa la comida. Fácil es hablar cuando puedes caminar. ¿Tan difícil es traerme un vaso de agua? —replicaba él, furioso.
A veces, en un arranque, le tiraba un plato o un vaso. Cada vez pedía más vino, y cuando bebía, descargaba su rabia en su madre, como si ella tuviera la culpa del accidente.
—Papá, no bebas, no te ayudará. Lee un libro, juega al ajedrez —rogaba Lucía.
—¿Qué sabrás tú? ¿También me quitas esto? Los libros son mentiras. Yo ya no sirvo para nada —refunfuñaba.
—Mamá, no le compres más vino —suplicaba Lucía.
—Si no se lo doy, gritará. Lo está pasando mal… —suspendía su madre.
—Debería hacer ejercicios, no beber. Los médicos dijeron que puede mejorar, pero él no quiere. Le gusta vernos sufrir —decía Lucía, indignada.
Era duro, pero así vivían. Un día, Lucía volvió del colegio agotada, con dolor de garganta. Su padre la llamaba una y otra vez. Hasta que explotó.
—¡Basta! Estoy cansada. Tú puedes moverte, ve a la cocina y bebe lo que quieras. Hay gente en tu situación que hasta trabaja o compite en los Juegos Paralímpicos. ¡Y tú no puedes llegar a la cocina! Haz el esfuerzo. Yo tengo que preparar clases.
Oyó el crujir de las ruedas de la silla, el golpe del vaso en la mesa, el sonido al pasar frente a su habitación. Esperó que entrara gritando, pero siguió de largo. Desde entonces, su padre se volvió más independiente.
En días cálidos, Lucía abría la terraza. Su padre se acercaba a la puerta —su “paseo”—. La entrada era estrecha, con un escalón. Claro, habría que adaptarla, pero no había dinero.
—Llevadme a un asilo —pedía él, después de beber.
—¿Qué dices? Eres mi marido. Mientras vivas, aquí estarás —respondía su madre.
—Ya te cansarás de limpiar mis desastres. No mereces esto…
Así pasaron los meses. Llegó otro otoño lluvioso. Un día, Lucía salió del colegio y, antes de llegar a la parada, empezó a llover torrencialmente. Se refugió bajo el techo de cristal, pero las gotas la alcanzaban igual. Los coches pasaban a toda velocidad, salpicando a los que esperaban. Lucía, empapada, se encogió como un gorrión.
De pronto, un camión se detuvo. Un chico salió, cubriéndose la cabeza con la chaqueta, y corrió hacia ella.
—Sube, te llevo a casa.
Lucía, helada, aceptó. El interior olía a gasolina y aceite, pero era cálido.
—Javier —se presentó él.
—Lucía.
—¿Adónde vamos, Lucía?
Ella le dio la dirección. Durante el trayecto, Javier contó cómo se hizo camionero.
—Mi madre me crió sola. Un vecino me enseñó el oficio. Al volver de la mili, me compré el camión. No está mal, se gana bien. Si necesitas algo, llámame.
—¿Y tú? ¿Estudias o trabajas? —preguntó él.
—Soy profesora.
—Me gusta —sonrió—. Vendré a buscarte al colegio. Que todas te envidien por mi camión.
Era fácil conversar con él. Esa noche, Javier la llamó para invitarla al cine.
—No puedo. Mi padre está en silla…
—¿Y si paso por tu casa? Solo quiero verte.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Me gustas. ¿O te avergüenzo por ser camionero?
—No, perdona… De acuerdo, saldré.
Al día siguiente, el camión aparcó bajo su ventana.
—¿Quién es ese? ¿Un pretendiente? —adivinó su madre.
—No, solo un conocido. ¿Puedo bajar un momento?
Javier empezó a visitarla casi a diario. A veces la recogía del colegio. Charlaban en el camión, donde él le ofrecía café con leche del termo y bocadillos que su madre le preparaba.
—Parece muy interesado. Buen partido —comentó su madre una vez.
—No es para tanto.
—Las demás ya se casan, y tú… ¿Vas a quedarte soltera?
—Mamá, tengo que corregir exámenes —murmuró Lucía, escondiéndose en su cuarto.
Javier mencionaba la boda, pero Lucía le pedía tiempo. No sentía mariposas al verlo. Tampoco le gustaba que hablara tanto de dinero.
—No te preocupes, tengo ahorros. Celebraré una boda decente. En otoño hay mucha faena: leña, mudanzas… No te faltará nada. —La abrazaba en la cabina—. Pronto tendré un coche mejor.
Nunca le regaló flores —”dinero tirado”—, ni a restaurantes. La invitaba a su casa cuando su madre iba a visitar a su tía. El sexo era… funcional. Lucía lo evitaba con excusas.
Sabía que no lo amaba. Pero, ¿dónde encontraría a otro? Javier estaba ahí, no bebía, no fumaba. Hasta su madre lo aprobaba. Así que aceptó su propuesta, pidiendo esperar hasta el verano.
Pero la primavera llegó rápido. Tras las fiestas de mayo, Javier insistió en ir al registro. Solo debía comprar el vestido y aparecer el día señalado.
Un día, al regresar del supermercado, Lucía chocó con un hombre en el portal. Tras disculparse, siguió caminando.
—¿Lucía? —la llamó él.
Ella se volvió, estudiando su rostro.
—¿Pablo? ¿Eres tú?
Era su amigo de la infancia. Dejó de ser un chico flacucho para convertirse en un hombre apuesto, alto. Sus padres laDespués de que Pablo volviera a su vida, Lucía rompió con Javier y, en medio de risas y lágrimas, descubrió que el amor verdadero no necesitaba grandes camiones ni promesas vacías, sino pequeños gestos, como un ramo de flores silvestres recogidas en el campo y un futuro construido juntos, paso a paso.