—¡Hago lo que me da la gana! ¡Es mi casa también! Si no te gusta, ¡lárgate! —gritó Alejandro, mirando de reojo a su madre.
Lucía salió del portal. Las lágrimas nublaban su vista. Caminó arrastrando los pies hasta el banco de madera en el parque infantil y se dejó caer, agotada. Se envolvió más fuerte en su abrigo. Aunque junio ya avanzaba, las noches seguían frescas. El calor que habían prometido los meteorólogos nunca llegó.
Se estremeció, hundiendo las manos en los bolsillos. Se quedaría allí hasta que el frío la venciera, ¿y después? ¿Adónde ir? ¡A sus años, echada de su propia casa por su hijo! Un sollozo ahogado le escapó. Toda su vida en ese piso, desde allí salió camino del Registro Civil, allí llevó a su hijo recién nacido. Su hijo…
***
—Mamá, la clase va a ir a Barcelona en las vacaciones de mayo —anunció Alejo nada más entrar, arrojando la mochila al suelo.
—¿Mamá, me escuchas? —ya estaba en la cocina, mirando su espalda tensa mientras ella pelaba patatas en el fregadero. Por la rigidez de sus hombros, Alejo supo que no iría a Barcelona. Pero lo intentó de nuevo.
—Mamá, ¿me das dinero? —preguntó, alzando la voz sobre el ruido del agua.
—¿Cuánto? —respondió ella sin volverse.
—El billete de ida y vuelta, el hotel, comida, entradas a museos… —recitó de memoria.
—¿Cuánto? —repitió ella, irritada, arrojando una patata a la olla. Salpicaduras le mojaron el delantal y la cara.
Lucía tiró el cuchillo al fregadero y se giró bruscamente.
—Ya entiendo —murmuró Alejandro, bajando la cabeza y arrastrando los pies hacia su habitación.
—No tengo dinero de sobra. No lo fabrico, lo gano. En otoño necesitas zapatos nuevos. Los de ahora ya no dan más de sí. Y el abrigo, las mangas te quedan cortas —la voz de su madre lo persiguió hasta la puerta, empujándolo con cada palabra.
Alejandro cerró la puerta de un golpe. Pero las palabras de su madre atravesaban la madera, aunque más débiles.
—Todos irán, menos yo —refunfuñó—. ¡Yo también quiero ir a Barcelona! —gritó después, la voz quebrada por las lágrimas.
Ella no podía oírlo, pero fue como si respondiera:
—Ya viajarás. Cuando crezcas y ganes tu dinero, podrás ir hasta América si quieres —vociferó desde la cocina.
Alejo tragó saliva, conteniendo el llanto.
—Y pregúntale a tu padre. Él nunca te compró ni un juguete. Regalos cutres en tu cumpleaños. Ni un euro más de la pensión. ¿Y qué compras con una miseria? Creciste, la ropa te dura un suspiro, ¡y lo que cuesta vestirte! —se oía desde la cocina.
Alejandro se puso los auriculares, pero el grito de su madre atravesó la música. Se secó las lágrimas con el puño. ¿Por qué no lo había pensado antes? Cuando su padre se fue, le dijo que si necesitaba algo, solo tenía que pedírselo. Este era el momento. Pero no tenía móvil.
Abrió la puerta con cuidado. Su madre seguía en la cocina, refunfuñando entre platos. Alejo deslizó los pies hasta el recibidor, se calzó las zapatillas y salió, cerrando la puerta sin hacer ruido. Bajó las escaleras de dos en dos y corrió al portal de al lado, a casa de Víctor Nieto. Tenían teléfono fijo.
Víctor abrió, sorprendido pero contento de verlo.
—Necesito llamar —dijo Alejo, descolgando el auricular. Marcó rápido, conteniendo la respiración hasta que sonó el tono.
Estuvo a punto de colgar cuando alguien respondió.
—¡Papá, hola! —exclamó, aliviado.
—¿Quién es? —preguntó una voz fría.
Alejo miró a Víctor, que no entendía nada, y apartó la vista.
—Soy yo, Alejo.
—¿Qué Alejo?
—¡Papá! —gritó, desesperado, pero solo escuchó el tono de llamada.
Colgó, a punto de romper a llorar.
—¿Qué pasa? —preguntó Víctor.
—No voy a Barcelona. Mi madre no me da dinero, y mi padre ni siquiera me reconoce —masculó Alejo.
—Puedo pedirle a mis padres. Les digo que es importante. Te lo presto yo —ofreció Víctor.
—No. Se enterarían y te regañarían. Lo superaré. Me voy.
De pequeño, su madre lo besaba, lo llamaba “mi sol” y le compraba juguetes sin que los pidiera.
Luego, algo cambió. Su padre se fue, y ella se volvió áspera, gritona. Un cachete aquí, un tirón de orejas allá. Nada de cariño, solo reproches.
Alejandro pensó en escapar. Pero con once años, ¿adónde iría?
«No pedí nacer. Si hubiera sido hijo de los padres de Víctor, mi vida sería perfecta…», pensó, subiendo las escaleras hacia su piso.
A los catorce, ya ni escuchaba los gritos. Salía a la calle o se encerraba con música a todo volumen.
En el instituto, buscó cariño en las chicas. Si una no quería besarlo, la dejaba, igual que hubiera querido hacer con su madre. Solo volvía a casa para dormir, maldiciendo su suerte en la oscuridad.
Sus notas eran mediocres, pero pasaba. Probó de todo: tabaco, alcohol, hierba. Como el dinero escaseaba, dejó los vicios antes de engancharse.
Una noche, llegó a casa pasada la una. Su madre lo esperaba, gritándole antes de que cerrara la puerta. Cuando alzó la mano para golpearlo, Alejo la agarró del brazo, apretando fuerte. Ella gimió de dolor.
—¡No me grites! ¿Me oyes? —rugió, empujándola antes de encerrarse en su habitación.
Pero antes, vio miedo en sus ojos.
Desde entonces, ya no intentó pegarle, aunque los gritos continuaron.
Con el tiempo, la distancia entre ellos creció. Quizá ella quiso cambiar, pero la inercia la arrastraba. Alejandro se encerró en su coraza, indiferente a sus reproches.
Tras el instituto, se alistó al servicio militar. Fue un alivio. Mejor eso que pelearse cada día. Volvería en un año, con trabajo y su propio espacio.
Pero en el cuartel, echó de menos a su madre. Sus cartas eran frías, pero siempre terminaban igual: “Cuídate. Mamá”.
Cuando volvió, ella lo abrazó, sollozando. Pero pronto volvieron los gritos. Él salía de noche, regresando al amanecer. Ella lloraba, le reñía.
Si le pedía ayuda, él se negaba: «No tengo tiempo. Luego».
Una noche, llevó a casa a una chica con el pelo de colores y un piercing en la nariz. También tenía problemas con sus padres.
—Mi prometida. Se queda a vivir aquí —dijo, clavando una mirada que ahogó cualquier protesta.
Se encerraron en su cuarto. Aunque durmieron juntos, Alejo no la tocó. Sabía que su madre escuchaba al otro lado de la puerta.
A la mañana siguiente, ella refunfuñó:
—¿Ahora vas a traer a cualquiera a casa?
—¡Hago lo que quiero! ¡Es mi casa! Si no te gusta, ¡lárgateY así, entre silencios y miradas que poco a poco empezaban a entenderse, madre e hijo reconstruyeron, día a día, lo que el tiempo y el rencor habían derribado.