No es necesario, tengo a quien amo

Hace muchos años, en un barrio de Madrid, Alejandro se encontró con una mujer que le despertó recuerdos olvidados.

—Olga, no hace falta todo esto. Soy casado y amo a mi mujer—dijo él, con una frase que tenía preparada.

Alejandro y Lourdes llevaban veintidós años juntos. Las pasiones se habían apaciguado, y su relación era tranquila, más cercana al cariño que al fuego de antaño. Su hija, alumna de segundo curso en la Facultad de Medicina, seguía los pasos de sus padres. ¿Cómo no iba a hacerlo, habiendo crecido entre conversaciones sobre diagnósticos, remedios y las quejas de los pacientes? Desde pequeña, le encantaba pasar las páginas de aquellos atlas médicos, fascinada por la anatomía humana.

Se conocieron durante las prácticas en el hospital. Él fue quien la ayudó a examinar a un paciente, un joven impertinente que no dejaba de coquetear con ella. Dos años después, justo antes de los exámenes finales, se casaron. Al terminar la carrera, ambos entraron a trabajar en el mismo hospital: Lourdes en cardiología, y Alejandro en cirugía ortopédica. Aquel día, por rareza del destino, sus turnos terminaron a la hora, y compartieron el viaje de vuelta a casa.

—¿Pasamos por el supermercado? No quedan verduras para la ensalada.

—¿Y si las dejamos para mañana? Hoy estoy agotado. La operación fue complicada—dijo él, conduciendo con destreza entre el tráfico de la ciudad.

—Podría ser, pero mañana tocará igual. Déjame en la tienda y tú sigue a casa—propuso Lourdes.

—Sí, y luego cargarás tú sola con las bolsas mientras yo me siento culpable. Vamos juntos—respondió Alejandro, girando hacia el aparcamiento.

Mientras él empujaba el carrito entre pasillos, ella elegía los productos.

—Tenía razón—musitó Alejandro al ver la montaña de provisiones.

—Pero así no habrá que volver en toda la semana—sonrió Lourdes, guiñándole un ojo—. ¡Ay, se me olvidó el pan!—exclamó, alejándose rápidamente.

Alejandro suspiró y empezó a colocar los artículos en la cinta. No había espacio, y una caja de macarrones cayó sobre los productos de la clienta que iba delante. La mujer, de mirada severa, lo fulminó con una mirada. Él se disculpó, recogió la caja y, sin saber dónde dejarla, la sostuvo en las manos.

La mujer se volvió hacia él y lo observó con insistencia. Era casi de su altura, ojos cafés, labios caídos en un gesto de melancolía. Su pelo, decolorado con raíces oscuras, estaba recogido en un moño desaliñado. Un abrigo marrón le colgaba de los hombres delgados.

Alejandro sonrió, incómodo, buscando con la mirada a Lourdes. «¿Dónde se habrá metido? Seguro que acaba comprando más de lo necesario». Al volver a mirar a la mujer, una duda lo asaltó: «¿Por qué me mira? ¿Será una paciente? No la recuerdo».

—¿Eres Álex?—preguntó ella de pronto, con un destello de alegría en los ojos.

—¿Nos conocemos? ¿Ha sido paciente mía? Disculpe, pero no…—balbuceó él.

—Así que al final te hiciste médico, como soñabas—continuó ella—. Soy Olga. Olga Jiménez. La luz en sus ojos se apagó tan rápido como había aparecido.

Alejandro la observó con atención. Sí, algo en su rostro le resultaba familiar… Olga…

—¡Jiménez!—De pronto, recordó: el campo de fútbol detrás del instituto, una chica corriendo delante de él, el pelo oscuro ondeando al viento. Él, sin aliento, jamás lograba alcanzarla.

—¿He cambiado mucho?—preguntó ella, decepcionada—. Tú, en cambio, estás mejor que nunca.

Llegó Lourdes, curiosa, mirando alternativamente a ambos. Alejandro estaba tan desconcertado que ni siquiera reparó en los productos extra que ella traía. No era propio de él. La cinta estaba llena cuando la cajera la hizo avanzar.

Él reaccionó primero.

—Esta es Olga Jiménez, una compañera del instituto. Y ella es mi esposa, Lourdes.

Lourdes la miró con interés, pero Olga, descortésmente, desvió la mirada hacia la caja. Pagó, recogió su bolsa y se dirigió a la puerta, pero no salió. Se quedó allí, esperando.

«¿Me está esperando? Como si no tuviera suficiente con que ahora, al saber que soy médico, quiera consultarme algo». La gente siempre buscaba consejo médico en los lugares más inesperados.

—Álex, ¿tienes la tarjeta?—lo sacó de sus pensamientos Lourdes.

Él pasó el plástico por el datáfono, cargó con las pesadas bolsas y avanzó hacia la salida. Olga le abrió la puerta. «Qué situación tan absurda. ¿A qué viene esto?», pensó, sintiéndose incómodo.

Una vez fuera, bajo el toldo del supermercado, Olga rompió el silencio.

—¿Sigues viviendo en el mismo sitio? ¿En el piso de tus padres?

—No, en el edificio de al lado. Lo compramos para estar cerca de ellos. ¿Y tú?—preguntó él por cortesía.

—Yo…—hizo un gesto vago con la mano—. No sabía cómo continuar. Me alegro de haberte visto. ¿Me voy ya?—dijo, como esperando su aprobación.

Pero él no respondió. Ella giró sobre sus talones y se alejó.

—¿Estaba enamorada de ti?—preguntó Lourdes mientras se acomodaban en el coche—. Nunca me lo contaste.

—No, ella no lo estaba.

—¿No? La forma en que te miraba… Parecía que aún guardaba algo por ti—insistió Lourdes.

—Era yo quien estaba enamorado de ella—confesó Alejandro—. Pero ella prefirió al capitán del equipo de fútbol, a Quique Martínez.

—Creo que, al verte, se dio cuenta de su error. Me da celos—bromeó Lourdes.

—Por favor. Da igual lo que piense ahora. No me arrepiento de nada.

Dejaron el tema ahí. Esa noche, Alejandro tardó en dormirse. Recordaba su juventud, aquel chico enamorado que sufrió por un amor no correspondido y casi reprueba los exámenes finales. En aquel entonces, aún no existía la Selectividad.

«Ha cambiado mucho. Todos tenemos la misma edad, pero a Lourdes nadie le da los años que tiene. La vida con Quique no debió ser fácil. Lo que uno siembra, eso cosecha. Decían que lo llamarían a la selección. Y yo solo era un empollón…».

Se durmió al amanecer y no escuchó a Lourdes levantarse. Tras la larga operación del día anterior, decidió llegar tarde al hospital para descansar. Al despertar, ella ya no estaba. En la mesa, encontró unos sandwiches fríos y el café de la cafetera, ya tibio.

Se duchó sin prisa, desayunó, se vistió y salió hacia el trabajo. En un semáforo, reconoció el abrigo marrón de Olga en la parada del autobús. «Podría seguir de largo, fingir que no la veo», pensó. Pero ella ya lo había divisado y agitaba la mano. No tuvo más remedio que detenerse.

—Hola. Qué suerte encontrarte. Llevo aquí esperando una eternidad. Me estoy helando.

Alejandro la miró de reojo. Iba encogida, las manos hundidas en los bolsillos. Hoy se veía mejor: un poco de maquillaje, el pelo más cuidado.

No tenía dAlejandro comprendió entonces que algunas historias del pasado deben quedarse donde pertenecen: en la memoria, sin estirar sus hilos hacia el presente.

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MagistrUm
No es necesario, tengo a quien amo