¡De la compasión a la sorpresa: el inesperado giro del destino!

Imaginó que solo era un pobre mendigo lisiado. Le daba de comer cada día con lo poco que tenía… Hasta que una mañana, todo se transformó.

Esta es la historia de una chica humilde llamada Lucía y un mendigo del que todos se burlaban. Lucía tenía apenas 24 años. Vendía comida en un pequeño puesto de madera junto a la carretera en Salamanca. Su tenderete, hecho de tablones viejos y chapas oxidadas, estaba bajo la sombra de un gran olivo, donde la gente se detenía a comer.

Lucía no tenía casi nada. Sus zapatillas estaban rotas y su vestido, remendado. Pero siempre sonreía. Incluso cuando el cansancio la vencía, saludaba a cada cliente con amabilidad. “Buenas tardes, señor. De nada”, repetía una y otra vez.

Madrugaba cada día para cocinar arroz, lentejas y migas. Sus manos trabajaban rápido, pero su corazón pesaba por la soledad. Lucía no tenía familia. Sus padres habían muerto cuando era pequeña. Vivía en una habitación diminuta cerca de su puesto, sin luz ni agua corriente.

Solo ella y sus sueños. Una tarde, mientras limpiaba su banco, pasó su amiga Tía Carmen. “Lucía —le dijo—, ¿por qué siempre sonríes si pasas penurias como nosotros?”. Lucía volvió a sonreír y respondió: “Porque llorar no llenará mi olla”.

Tía Carmen se rio y se alejó, pero sus palabras se clavaron en el corazón de Lucía. Era cierto. No tenía nada.

Pero seguía alimentando a quienes no podían pagar. No sabía que su vida estaba a punto de cambiar. Cada tarde, algo extraño ocurría en su puesto.

Un mendigo lisiado aparecía en la esquina. Avanzaba lentamente, empujando su silla de ruedas oxidada. Las ruedas chirriaban contra las piedras del camino.

*Chirrido, chirrido, chirrido.* La gente se reía o se tapaba la nariz. “Mira a este viejo apestoso otra vez”, dijo un chaval.

Sus piernas estaban envueltas en trapos sucios. Los pantalones, rotos por las rodillas. El polvo cubría su rostro.

Tenía ojos cansados. Algunos decían que olía mal. Otros, que estaba loco.

Pero Lucía no apartaba la mirada. Lo llamaba Don Enrique. Aquella tarde, bajo el sol abrasador, Don Enrique se detuvo junto a su puesto. Lucía lo miró y susurró: “Ya está aquí, Don Enrique. Ayer no comió”.

Él bajó la cabeza. “Estaba demasiado débil para venir”, dijo con voz quebrada. “Llevo dos días sin probar bocado”.

Lucía miró su mesa. Solo quedaba un plato de lentejas. Era su propia cena. Dudó un instante. Luego, sin decir nada, tomó el plato y lo puso frente a él.

“Tome, coma”. Don Enrique miró la comida y luego a ella. “¿Me das tu última ración otra vez?”. Lucía asintió.

“Cuando llegue a casa, cocinaré más”. Sus manos temblaban al tomar la cuchara. Tenía los ojos húmedos.

Pero no lloró. Solo inclinó la cabeza y comenzó a comer despacio. Los transeúntes los observaban con curiosidad.

“Lucía —preguntó una mujer—, ¿por qué siempre le das de comer a ese mendigo?”. Ella sonrió. “Si yo estuviera en su silla, ¿no querría que alguien me ayudara?”.

Don Enrique venía cada día, pero nunca pedía. No extendía la mano. No mendigaba.

Se sentaba en silencio junto al puesto de Lucía, con la cabeza gacha y las manos sobre las rodillas. Parecía que la silla se desarmaría en cualquier momento. Una rueda estaba torcida.

Mientras otros lo ignoraban, Lucía siempre le llevaba un plato caliente. A veces arroz. Otras, lentejas o migas.

Se lo ofrecía con una sonrisa amplia. Era una tarde sofocante. Lucía acababa de servir paella a dos estudiantes cuando alzó la vista y lo vio otra vez, sentado en su lugar habitual.

Sus piernas seguían vendadas. Su camisa ahora tenía más agujeros. Pero él permanecía quieto, como siempre, sin hablar.

Lucía sirvió paella caliente en un plato. Añadió dos trozos de chorizo y se acercó. “Don Enrique”, dijo dulcemente.

“Su comida está lista”. Él alzó la vista lentamente. Sus ojos estaban cansados.

Pero al verla, se suavizaron. “Siempre te acuerdas de mí”. Lucía se arrodilló y dejó el plato con cuidado en un taburete.

“Si todo el mundo lo olvida, yo no”. En ese momento, un coche negro y reluciente se detuvo frente al puesto. La puerta se abrió y bajó un hombre.

Llevaba una camisa blanca impecable y pantalones negros. Sus zapatos brillaban como espejos. Era alto, de mirada profunda.

Lucía se levantó rápido y se secó las manos en el delantal. “Buenas tardes, señor”. “Buenas tardes”, respondió él.

Pero sus ojos no estaban puestos en ella. Miraba a Don Enrique. No parpadeó. Lo observó largo rato.

Don Enrique seguía comiendo, pero Lucía notó algo extraño: había dejado de masticar. El hombre dio un paso y ladeó la cabeza, como si intentara recordar algo.

Se volvió hacia ella. “Por favor, tráigame un plato de paella. Con chorizo”. Lucía sirvió rápido y se lo entregó.

Pero mientras comía, no dejaba de mirar a Don Enrique. Esta vez, su expresión era distinta. Abrió la puerta del coche, entró sin decir nada y se marchó.

A la mañana siguiente, Lucía barrió frente a su puesto como siempre. Al amanecer, no dejaba de mirar el camino.

“En cualquier momento llegará”, susurró. Pero pasaron las horas. No había rastro de la silla de ruedas.

Al mediodía, el corazón le latía con fuerza. Preguntó a Tía Carmen, la verdulera. “¿Ha visto hoy a Don Enrique?”.

Tía Carmen se rio. “¿Ese viejo? Quizá se arrastró a otra calle”.

Lucía no se rio. Preguntó a los chicos que vendían agua. “¿Habéis visto al hombre en silla de ruedas?”. Negaron con la cabeza.

Incluso preguntó al ciclista que aparcaba cerca. “Señor, ¿ha visto a Don Enrique esta mañana?”. El hombre escupió al suelo. “Quizá se cansó de estar en el mismo sitio. O quizá se murió”.

El pecho de Lucía se hizo pesado. Se sentó junto a su olla y miró el lugar vacío donde siempre se sentaba Don Enrique.

No apartaba los ojos de ese rincón. Todo el día. Pasaron dos días más.

Aún así, nada. Lucía ya no sonreía como antes. Atendía a los clientes, pero su rostro estaba apagado. No podía comer.

El olor de su propia paella le revolvía el estómago. Por la noche, se sentaba en su cuarto, sosteniendo el último plato que le había dado.

“Don Enrique nunca falta”, susurraba. “Ni cuando llueve. Ni cuando está enfermo. ¿Por qué ahora?”.

Abrió la ventana y miró la calle oscura. Una lágrima rodó por su mejilla. Algo andaba mal. Muy mal.

Y en el fondo, lo sabía. Don Enrique no se había ido. Algo había pasado. Algo grave.

Era el cuarto día. Lucía cortaba cebollas en su puesto cuando un coche negro se detuvo frente a ella.

Bajó un hombre alto con una gorra roja. Sus zapatos relucían. Su ropa parecía cara.

No la saludó. Solo le entregó un sobre marrón. “¿Qué es esto?”, preguntó Lucía, temblorosa.

El hombre no respondió. “Léalo. Y no se lo diga aLucía abrió el sobre con manos temblorosas y leyó la dirección del Hotel La Alhambra, donde descubrió que Don Enrique era en realidad el poderoso empresario Don Javier, quien, agradecido por su bondad, le regaló un lujoso restaurante para que nunca más pasara hambre.

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