Un descubrimiento inquietante en la granja: el sabotaje en la sombra.

Hace mucho tiempo, en una aldea perdida entre los campos de Castilla, una mujer y su hijo trabajaban en una granja a cambio de techo y comida. Por casualidad, descubrieron un terrible secreto: alguien cercano estaba saboteando la finca.

El olor acre a quemado penetró en la noche como un ladrón que no llama a la puerta. Gregorio se incorporó de golpe en la cama, el corazón golpeándole el pecho con fuerza. Afuera, la oscuridad se teñía de un resplandor siniestro que iluminaba la estancia con sombras danzantes. Corrió hacia la ventana y se quedó helado. Todo ardía. No solo llamas, sino un fuego furioso que devoraba lo que había construido: el establo, sus herramientas, sus sueños, sus recuerdos.

No fue un accidente. Alguien lo había hecho a propósito. Y esa idea le quemó más que las llamas. Por un instante, quiso rendirse, dejarse caer y dejar que todo se convirtiera en cenizas. Pero entonces oyó el mugido desesperado de las vacas. Sus animales, los que le daban sustento, estaban atrapados. La desesperación se tornó en rabia.

Gregorio salió corriendo, agarró una azada y se lanzó hacia el establo. La puerta ardía, el calor le abrasaba la piel. Con unos golpes secos, el cerrojo cedió. Las vacas, aterradas, huyeron hacia el corral. Cuando estuvieron a salvo, Gregorio se derrumbó en la tierra fría, contemplando cómo el fuego devoraba diez años de su vida. Diez años de sudor y esperanza. Había llegado allí sin un duro, con solo fe en sí mismo. Pero los últimos tiempos habían sido una maldición: sequías, enfermedades, conflictos con el pueblo.

Y ahora, esto.

Entre el humo, vio moverse dos figuras: una mujer y un muchacho. Sofocaban las llamas con mantas y arena, como si supieran exactamente lo que hacían. Gregorio se unió a ellos, y juntos apagaron el incendio. Exhaustos, cayeron al suelo.

—Gracias —jadeó Gregorio.

—De nada —respondió la mujer—. Soy Ana, y este es mi hijo, Diego.

Sentados entre los restos carbonizados, bajo un amanecer burlón, Ana preguntó:

—¿No tendrá algún trabajo?

Gregorio rió con amargura.

—Trabajo sobra, pero no tengo con qué pagar. Pensaba irme. Venderlo todo.

Se levantó, caminó un rato y, de pronto, una idea loca le vino a la cabeza.

—Quédense. Cuiden la finca un par de semanas. Yo iré a la ciudad a intentar venderla.

Ana lo miró, y en sus ojos había miedo, pero también esperanza.

—Hemos huido —confesó—. De mi marido. No tenemos nada.

Algo se quebró dentro de Gregorio. Vio en ellos su propio reflejo: gente que la vida había golpeado, pero que seguía luchando.

—Bueno, ya veremos —dijo.

Les mostró cómo funcionaba todo y, antes de irse, les advirtió:

—Cuidado con la gente del pueblo. Son malos. Fueron ellos.

El coche desapareció tras la curva, y Ana y Diego se miraron. No había miedo en sus ojos, solo determinación.

Trabajaron sin descanso. Ordenaron la granja, ordeñaron las vacas, limpiaron los escombros. La finca comenzó a renacer. Ana encontró documentos y llamó a cafeterías. Una dueña, Doña Carmen, probó su queso y quedó enamorada.

—¡Esto es maravilloso! ¡Lo quiero todo! —exclamó.

Mientras, Diego se hizo amigo de una chica del pueblo, Lucía.

—La gente no odia a Gregorio —le contó ella—. Hace años, cuando las vacas enfermaron, quisieron ayudarlo, pero él los rechazó.

Ana lo confirmó en la tienda del pueblo. El verdadero enemigo era un granjero de un pueblo vecino, un hombre codicioso que buscaba arruinar a Gregorio.

Una tarde, un grupo de vecinos se acercó a la finca. Ana, temerosa, pidió a Diego que trajera la escopeta. Pero los vecinos venían en son de paz.

—Queremos ayudar —dijo el alcalde—. Sabemos quien está detrás de esto.

Gregorio regresó derrotado. Nadie quería comprar una granja quemada. Pero al llegar, se quedó estupefacto: la finca estaba floreciendo. Ana y Diego lo habían transformado.

—Buenas tardes —dijo, con voz ronca—. ¿Podría tomar una taza de té?

Ana le mostró sus cuentas. En dos semanas, habían ganado más que él en meses.

—Es solo el principio —dijo ella.

Gregorio la miraba, y un sentimiento olvidado crecía en su pecho.

Pero la paz se rompió cuando Víctor, el exmarido de Ana, apareció borracho y furioso.

—¡Te voy a matar! —rugió.

Gregorio se interpuso. Un solo golpe lo derribó.

—Si vuelves, te entierro aquí —susurró.

Víctor huyó, maldiciendo.

Gregorio, tembloroso, tomó la mano de Ana.

—Vamos a la ciudad. Recupera tus papeles. Divorciémonos. Y luego… cásate conmigo.

Ana sonrió.

—¿Puedo pensarlo? —dijo, juguetona.

Se casaron en silencio, pero el pueblo entero acudió. Con pan, vino y canciones. Gregorio miraba a Ana, a Diego, a la granja que volvía a la vida, y supo que no solo se habían encontrado. Se habían salvado. Y juntos, construirían un futuro.

Y así fue.

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Un descubrimiento inquietante en la granja: el sabotaje en la sombra.