Mamá, ¿y si dejamos que la abuela se vaya y se pierda? Así será mejor para todos,” dijo Masha con desafío.

—Mamá, ¿y si dejamos que la abuela se pierda? Sería mejor para todos —dijo Lucía con un tono desafiante.

—Lucía, no olvides cerrar la puerta —respondió su madre, cansada, levantándose de la mesa.

—¡Mamá, basta! ¿Toda la vida vas a estar recordándomelo? —protestó Lucía, con resentimiento.

—No toda la vida, solo mientras la abuela viva con nosotras. Si sale a la calle, se perderá y…

—Y morirá en la calle, y nosotras viviremos con culpa… Mamá, ¿y si lo dejamos pasar? —insistió Lucía, desafiante.

—¿Dejar qué? —preguntó su madre, sin entender.

—Que se pierda. Tú misma dijiste que estás harta de cuidarla.

—¿Cómo puedes hablar así? Es mi suegra, no es mi sangre, pero es tu abuela.

—¿Mi abuela? —Lucía entrecerró los ojos, como hacía cuando se enfadaba—. ¿Y dónde estaba ella cuando su hijo nos abandonó? ¿Cuando se negaba a cuidarme? ¿A su propia nieta? A ti no te compadeció cuando trabajabas hasta morir para ganar unos euros… ¡Ella misma te culpó de que tu marido se fuera!

—¡Basta ya! —chilló su madre—. No debí contarte nada de esto. —Suspiró—. Te he educado mal si no sientes compasión por tu propia familia. Me da miedo. Cuando yo sea mayor, ¿también me tratarás así? ¿Qué te pasa? Siempre fuiste una niña buena, incapaz de ignorar un gatito abandonado… Pero la abuela no es un animal. —Sacudió la cabeza, agotada—. Ya ha pagado. Tu padre no solo nos abandonó a nosotras, sino también a ella.

—Mamá, vete al trabajo, llegarás tarde. Prometo que cerraré la puerta —dijo Lucía, mirándola con culpa.

—Bueno, si no, seguiremos diciéndonos cosas que luego lamentaremos… —Pero su madre no se movió.

—Mamá, perdona, pero duele verte así. Piel y huesos. Solo tienes cuarenta años, pero caminas encorvada como una anciana, arrastrando los pies. Siempre agotada. ¿Por qué me miras así? ¿Quién te dirá la verdad si no es tu hija? —Lucía no se dio cuenta de que había alzado la voz de nuevo.

—Gracias. Asegúrate de que no encienda el gas ni deje el agua abierta.

—¡Justo! Eso digo, estamos atadas a ella. No tenemos vida. Mamá, ¿y si la llevamos a una residencia? Allí la cuidarán mejor. Ella ya no entiende nada…

—¿Otra vez con lo mismo? —la cortó su madre.

—Será mejor para todos, empezando por ella —continuó Lucía, sin notar la irritación de su madre.

—No quiero oírte más. No voy a llevarla a ninguna residencia. ¿Cuánto le queda? Que esté en casa…

—¡Nos sobrevivirá a las dos! Vete al trabajo. No saldré, cerraré la puerta, te lo prometo —repitió Lucía, irritada.

—Perdona. Te he cargado con demasiado… Mientras tus amigas salen, tú tienes que vigilar a la abuela.

Hablaban sin darse cuenta de que la puerta de la habitación de la abuela estaba abierta. Ella lo oyó todo, aunque probablemente no lo entendió, y lo olvidaría en un minuto.

La madre se fue al trabajo, y Lucía entró en lo que antes era su cuarto y ahora era el de la abuela.

—Abue, ¿quieres algo? —preguntó.

La mirada de la abuela no mostraba ningún deseo.

—Venga, te doy un caramelo —dijo Lucía, ayudándola a levantarse y guiándola a la cocina.

—¿Tú quién eres? —La abuela la miró con ojos vacíos.

—Toma el té. —Lucía suspiró y puso un caramelo frente a ella.

A la abuela le encantaban los dulces. Ella y su madre los escondían y solo le daban uno con el té. Lucía observó cómo la abuela desenvolvía el envolvente brillante. Su piel pálida asomaba entre el pelo canoso y escaso. Lucía apartó la mirada.

Antes, la abuela se teñía el pelo, se lo peinaba con volumen y se pintaba los labios de rojo intenso. Los hombres siempre la miraban… hasta que empezó a perder la razón.

Lucía no sabía qué sentía hacia ella: ¿lástima, resentimiento, indiferencia? Un timbre corto en la puerta la sacó de sus pensamientos.

—Será mamá, que habrá olvidado algo. —Fue a abrir.

Pero era su amigo Javier, de su clase. Su madre no aprobaba su amistad, así que él solía venir cuando ella no estaba.

—Hola. ¿Tan temprano? Mamá acaba de irse —susurró Lucía.

—Lo sé. No me vio.

—¡Carmen! —gritó la abuela desde la cocina.

—¿Quién es Carmen? —preguntó Javier.

—Así llama a mamá. Cree que es su hija. Espérame en el baño. Hoy está lúcida. —Empujó a Javier hacia el baño.

—No hay nadie aquí. —Lucía entró en la cocina y vio la taza vacía y el envoltorio del caramelo.

—Quiero té —dijo la abuela.

—Pero… —Lucía entendió que no servía de nada explicarle.

La abuela olvidaba todo rápido, especialmente lo reciente. Pero recordaba el pasado lejano. Hoy parecía lúcida, pero eso duraba poco.

¿Será que finge para otro caramelo?, pensó Lucía. Con otro suspiro, le sirvió más té y puso otro caramelo.

La abuela lo desenvolvió con dedos torpes. Cuando terminó, Lucía la llevó de vuelta a su cuarto.

—Ahora duerme —dijo, cerrando la puerta.

Javier asomó desde el baño.

—¿Podemos salir?

—Sí. Vamos a la cocina. —Lucía revisó que la puerta estuviera cerrada y siguió a Javier.

Estaban en la cocina, cabeza con cabeza, escuchando música con un auricular cada uno. Lucía cerró los ojos, moviendo la cabeza al ritmo. No vio a la abuela deslizarse hacia la entrada…

Al salir a despedir a Javier, Lucía vio la puerta abierta. Corrió al cuarto, pero la abuela no estaba.

—¡No cerré la puerta! Se fue. Mamá pensará que lo hice a propósito —dijo, casi llorando.

—¿Por qué pensaría eso? —preguntó Javier.

—No entiendes. Justo hoy le dije que sería mejor si se perdiera. Pensará que lo hice por despecho.

—Ponte el abrigo, la buscamos. No pudo ir lejos.

El abrigo acolchado y las botas de la abuela seguían allí.

—¿Se fue en zapatillas y bata? —Lucía miró a Javier, desconcertada.

—Quizá está con los vecinos. Yo bajo al patio, tú revisa los pisos.

Pero nadie respondió a los timbres. Lucía salió a la calle. Javier revisó los arbustos y el parque infantil…

—No está. Revisemos los patios cercanos. Tú ve a la derecha, yo a la izquierda. Quien la encuentre primero llama al otro.

Lucía miró incluso en la parada del autobús. Nada.

—Hay que llamar a la policía.

—Espera. ¿Dónde solía ir? ¿Qué historias contaba? —preguntó Javier, sin aliento.

Lucía no recordaba nada.

—Ampliemos la búsqueda. Tú ve hacia el colegio, yo hacia el otro lado.

Las farolas no alumbraban toda la calle. Lucía pasó rápido porLucía abrazó a su abuela con lágrimas en los ojos, prometiéndose a sí misma que jamás volvería a desear que se perdiera, porque en ese momento entendió que, a pesar de todo, el amor verdadero nunca se olvida.

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MagistrUm
Mamá, ¿y si dejamos que la abuela se vaya y se pierda? Así será mejor para todos,” dijo Masha con desafío.