**Diario de Elena**
—Tú, Elena, no des más la lata. Lo importante es casarte bien. Sea como sea, saldrás ganando —decía una pariente lejana.
Yo crecí como la hija única y consentida de mis padres, que no tenían ojos más que para mí. Al terminar el instituto, empecé a hablar de estudiar en Madrid.
—Hija, aquí tenemos una buena universidad. ¿Para qué irte a Madrid? —preguntaba mi padre.
—Papá, quiero ser periodista. Si estudio aquí, solo seré profesora.
Mis padres se resistían a dejarme ir. Habían visto demasiadas películas sobre chicas de provincias cuyas vidas se arruinaban en la capital. Pero al final cedieron. Mi padre contactó con una prima lejana que vivía en Madrid, y ella accedió a alojarme durante mis estudios. Mi alegría no tuvo límites. Prometí a mis padres que no les defraudaría, que algún día se sentirían orgullosos de mí.
Mi padre me acompañó, asegurándose de que estuviera bien instalada, me dejó dinero para empezar y se marchó.
Vivir con la prima no era gratis. Limpiaba su piso, hacía la compra y cocinaba. Los vecinos murmuraban: “Esta Lorenza ha convertido a la pobre chica en su criada”. La prima vivía sola, su marido la había dejado por otra hacía años, pero ella se consideraba afortunada. “Vivo en Madrid, en la capital, no en cualquier pueblo perdido”, decía. Y a mí me aconsejaba:
—Tú, guapa, no te distraigas. Estudiar está bien, pero no es lo más importante para una mujer. Lo esencial es casarse con un madrileño. Sea como sea, ganas. Mira como yo.
Yo escuchaba y sonreíba condescendiente. No soñaba con el matrimonio, sino con que alguien viera mi talento, me contrataran en un medio prestigioso, o incluso en la televisión, si la suerte me sonreía.
Pero los sueños son sueños, y la vida siempre ajusta los planes. En tercero de carrera, me enamoré de Javier. Nos conocimos de casualidad, celebrando el fin de curso con mis amigas. Él estaba allí con un amigo. Me invitó a bailar y luego me acompañó a casa.
Mis amigas no paraban de insistir: “No dejes escapar a ese chico”. Ocho años mayor, madrileño, con piso, guapo… Javier no ocultaba que estaba divorciado y que tenía una hija. Pero, ¿quién no se equivoca de joven? La niña vivía con su madre, así que no sería un problema. Además, significaba que le gustaban los niños.
Yo no hacía planes, pero Javier me gustaba. Él notó mi inexperiencia y no presionó. Salíamos, íbamos a exposiciones, teatros, conciertos. En todos mis años en Madrid, no había conocido la ciudad como después de conocerle.
Hablaba de amor, de planes, de tener hijos juntos. Me mareaba de felicidad. Cuando por fin me pidió matrimonio, acepté sin dudar. Quedaba solo un año de carrera, y después me esperaba una vida emocionante.
Javier me presentó a sus padres. Su padre sonrió educadamente y se escondió tras el periódico. Su madre, en cambio, dejó claras sus dudas: “Mi hijo siempre ha atraído a las mujeres. No permitiré que vuelva a equivocarse. Se ve que lo que tú quieres es empadronarte en Madrid, el piso…”.
—¿No podías enamorarte de alguien de tu nivel? —terminó su sermón.
—¿Qué nivel? Basta, mamá. Lucía era madrileña, y eso no evitó el divorcio —cortó Javier, llevándome de allí.
No volví a ver a sus padres hasta la boda. Pero Javier traía a menudo a su hija, Sofía. La habían llamado así por una abuela que, según decían, había sido actriz o esposa de algún artista famoso… Nunca lo entendí del todo.
Sofía era una niña grande, tranquila, no especialmente guapa. Javier se alegraba de que nos lleváramos bien. En la boda, mi suegra insinuó que no debíamos apresurarnos con los hijos. Yo la tranquilY ahora, años después, mientras escribo estas líneas en mi casa junto a mi nuevo marido, pienso que quizás Madrid no era mi destino, pero la felicidad, al final, sí lo fue.






