Un viaje sin retorno

**Billete de Ida**

La madre de la pequeña Lucía trabajaba como camarera en un hotel y a menudo llevaba a su hija con ella. A Lucía le encantaba el gran vestíbulo con varios relojes en la pared que, por alguna razón, marcaban horas distintas. Le fascinaban las puertas correderas de cristal que se abrían solas, las suaves alfombras que amortiguaban los pasos, el aroma del hotel y los enormes espejos.

Pero lo que más admiraba eran las chicas elegantes y amables tras la recepción. Soñaba con ser como ellas cuando creciera.

—Hay que estudiar mucho, ser educada y amable. La recepcionista es la cara del hotel —le explicaba su madre.

—Yo tengo buena cara. Tú misma dijiste que soy bonita —replicaba Lucía al instante.

—No basta con ser bonita. Hay que hablar idiomas y tener estudios. Termina el instituto, ya veremos —sonreía su madre.

En los últimos cursos, Lucía ayudaba a su madre a limpiar las habitaciones. Se miraba en los espejos, irritada por su figura delgada, su pecho pequeño y su estatura. Los tacones podían arreglar lo último, pero su melena castaña, gruesa y con rizos le daba ventaja. Tenía todo para ser recepcionista.

Cuando Doña Carmen no estaba, Lucía se sentaba con las chicas de recepción, observando y aprendiendo. Incluso atendía ella misma bajo su supervisión.

Un día, una recepcionista enfermó y la otra se fue a un funeral. Doña Carmen se hizo cargo, pero no podía con todo. Lucía se ofreció.

—He visto cómo se hace mil veces. Yo puedo —omitió decir que ya había trabajado sola antes.

Y lo hizo. Todos quedaron contentos, especialmente Lucía, que se sintió importante y adulta.

—Qué valiente. Si decides estudiar hostelería, te escribiré una recomendación para la universidad. Después te contrataré —prometió Doña Carmen.

Al terminar el instituto, Lucía entró en la universidad a distancia para aplicar lo aprendido. Por suerte, una de las recepcionistas se fue de baja maternal y Lucía ocupó su puesto.

Pasaba cada minuto libre estudiando inglés.

Su madre estaba orgullosa. Ella había sido camarera toda la vida, mientras que su hija empezaba como recepcionista y además estudiaba.

Los jóvenes cortejaban a Lucía con halagos, chocolates, perfumes y flores.

—Ten cuidado con los forasteros. En viaje de negocios todos son solteros, pero luego vuelven con sus familias —la advertían su madre y Doña Carmen.

Lucía ya lo sabía. Habían despedido a una camarera por liarse con un huésped, que luego la acusó de robarle dinero. Aunque se descubrió la verdad, la despidieron igual.

Fue en el hotel donde conoció a Javier. Un joven venido de Málaga por trabajo. Se sentaba en el vestíbulo, fingiendo leer el periódico mientras la observaba. Al terminar su turno, la invitó al cine. Era divertido y cercano. A Lucía le halagaba que un hombre mayor —seis años más— se fijara en ella.

Javier se marchó cuando acabó su viaje, pero al siguiente fin de semana volvió, esta vez para verla. Lucía esperaba ansiosa esos días. A los seis meses, él se trasladó a la ciudad por una nueva sucursal de su empresa y consiguió un piso de alquiler.

¡Qué felices fueron entonces!

A pesar de las advertencias, Lucía pasaba las noches en su casa. Él la despertaba con besos suaves. Ella sonreía y se acurrucaba contra él…

—Cásate conmigo. No quiero separarme de ti ni un segundo —susurraba él.

—Igual tendremos que separarnos para trabajar —se reía ella.

—Sí, pero al terminar estaremos juntos. Tendremos hijos…

Esas palabras la tensaron. Le encantaba su trabajo, y con hijos tendría que quedarse en casa mientras otra ocupaba su puesto.

—Tengo solo veinticuatro años, acabo de graduarme. Quiero ganar experiencia. No me presiones —rogaba.

Un día, Lucía se sintió mal en el trabajo. Pensó que era una intoxicación, pero Doña Carmen intuyó la verdad y le sugirió un test de embarazo. El resultado fue positivo.

No queriendo perder una buena recepcionista, Doña Carmen concertó una cita con un ginecólogo y la cubrió unas horas. Lucía abortó. Nadie lo supo. Esa noche no fue a casa de Javier, se quedó con su madre, que asumió una pelea. Desde entonces, fue más cuidadosa.

Dos años después, diagnosticaron a Doña Carmen una enfermedad grave. Antes de operarse, dejó a Lucía a cargo pese a haber empleados más veteranos.

—¡Vaya! —silbó Javier al enterarse—. Ahora eres la gerente. Y yo solo un ingeniero.

—Siempre consigo lo que quiero —celebraba Lucía, sin notar la tristeza en su mirada.

Empezó a quedarse hasta tarde. Revisaba habitaciones, atendía huéspedes importantes. Dormía en el hotel o en casa de su madre. Javier celaba, llamaba al trabajo.

—Me distraes. Te llamaré luego —respondía ella, irritada, pero luego olvidaba.

Las discusiones eran frecuentes. Apenas se veían. Cuando iba a su casa, hacían el amor rápido y ella daba la espalda para dormir. Sus besos ya no la hacían estremecer, solo la molestaban.

Por la mañana, se duchaba y corría al hotel.

—Tómate al menos un café —rogaba él.

—Lo tomaré allí. Tenemos una máquina nueva.

Javier suspiraba al verla partir.

Después, su madre enfermó y Lucía no se separó de ella. Cuando mejoró, llamó a Javier, diciendo que lo echaba de menos, que iría esa noche.

—Me voy de viaje en una hora —respondió él.

—¿Adónde? ¿Por cuánto?

—A la sede central. Te avisaré al llegar.

Pasó un mes sin llamadas, solo mensajes diciendo que se demoraba. Lucía revisaba el móvil constantemente. Cuando volvió, la magia había desaparecido.

El tiempo pasó. Doña Carmen no regresó, y Lucía se consolidó en el puesto. El trabajo desplazó a Javier de su corazón.

Un día, Doña Carmen le pidió que contratara a la hija de una amiga. La chica era lista, joven y ambiciosa, como Lucía años atrás.

Al verla, Lucía recordó que ya pasaba los treinta. Esa noche, frente al espejo, notó las arrugas alrededor de sus ojos y algunas canas, que arrancó con rabia.

Su madre empeoró. Lucía la internó en el mejor hospital de Madrid, pero seis meses después falleció.

Ahora casi no iba a su casa vacía. Si tenía amantes, eran solo huéspedes. Cuidaba su reputación.

Ya no sentía aquella pasión de antes. Cuanto más envejecía, más recordaba a Javier.

Un día lo llamó, pero no contestó. Decidió ir a su casa. Afuera, el viento cortaba como cuchillas y la nieve mojada golpeaba su rostro. Tocó el timbre. Nadie respondió.

Mientras dudaba en preguntar a los vecinos, lo vio. No solo a él, sino a una mujer joven, con el abrigo ajustado por un vientre prominente.

Un escalofrío la recorrió. Había esperado demasiado.

No recordó el camino a casa. Lloró sin control, sin entender por qué se habían separado. Bebió una botella de vino caro, regalo de un huésped, y se durmió vestida en el sofá.

Al día siguiente, el dolor de cabeza era nada comparado con el del alma. Su reflejo le devolvía un rostro marchito. Se duchó, se maquilló y fue al trabajo.

En el ascensor, oyó a la nueva recepcionista hablar de su boda.

Lucía tomó una decisión final: al día siguiente, compró un billete de tren a Galicia, empacó lo esencial y, sin mirar atrás, partió hacia un nuevo comienzo.

Rate article
MagistrUm
Un viaje sin retorno