¿Sin tu hombre, te lanzas sobre el ajeno? ¡No volverás a poner tus pies en mi casa!

—¿No tienes hombre propio y te lanzas al de otra? Menuda amiga. Que no vuelva a pisar mi casa —dijo Lucía con rabia.

Bajarse del autobús era lo último que apetecía. Sara vivía en un barrio de nuevas construcciones, donde el transporte público aún no llegaba. Desde la parada hasta su casa había un buen trecho, y con aquel tiempo… Bueno, al menos aprovecharía para pasar por el supermercado. Habían prometido abrir uno en el edificio de al lado, pero quién sabía cuándo. Pagaba por su pereza del día anterior: la nevera casi vacía.

Sara bajó y, antes de dar dos pasos, una ráfaga de viento le arrancó la capucha de la cabeza, lanzándole a la cara un mechón de pelo y un puñado de aguanieve afilado. El viento soplaba en todas direcciones, empeñado en cegarla.

Ajustó la capucha, agarrándola bajo la barbilla, encorvándose como una anciana. Casi trotó al entrar al súper, deseando refugiarse del vendaval.

Por fin, la puerta se cerró a su espalda. El silencio relativo del local le hizo respirar. Se sacudió el pelo revuelto, cogió una cesta y comenzó a recorrer los pasillos. Solo lo imprescindible, todo en una bolsa. Mañana compraría más. Ahora tocaba volver, con una mano libre para sujetar la capucha.

Vio a una mujer joven con un carrito de bebé, del que tiraba un niño de unos seis años, abrigado como un astronauta. La mujer empujaba el carrito con una mano y llevaba la cesta con la otra. Iban despacio. Sara torció por otro pasillo, cogió un brick de leche y se dirigió a la panadería.

Y allí estaban otra vez. Quiso esquivarlos, pero del carrito cayó un peluche. Sara lo recogió.

—¡Esperen, se les ha caído! —gritó.

La mujer se detuvo y giró.

—Toma… —Sara extendió el juguete y entonces la reconoció—. ¡Lucía! —exclamó, sorprendida y contenta.

—¡Sarita! —Lucía sonrió—. Pensaba: «Qué valiente, salir con los niños en este temporal».

—Vivo aquí mismo. Fui a por leche y sémola, pero se me complicó. La pequeña no para, y Jorge no puede solo con ella.

Sara tragó la pregunta sobre el marido. No era momento. Seguramente trabajaba.

Miró al niño, hipnotizado por los paquetes de galletas.

—Mi ayudante —dijo Lucía, orgullosa.

—¿Cuántos años tiene?

—Seis. En otoño empieza primaria.

—Mamá, quiero terminar los dibujos —refunfuñó Jorge.

—Aguarda un poco —respondió Lucía, seria—. Perdona, Sarita, ya ves… Apunta mi dirección y teléfono.

Sara buscó el móvil.

—Llámame, charlamos. Los niños suelen dormir a las diez —dijo Lucía, yendo hacia cajas.

—¡Espera, el peluche! —la llamó Sara.

Lucía susurró algo a Jorge, quien corrió a recoger el conejo rosa de manos de Sara sin dar las gracias.

«Nunca hubiera imaginado a Lucía con dos hijos. ¿Cómo lo hace? Yo no saldría así», pensó Sara en la cola.

«Por eso no tienes ni marido ni niños», le susurró su conciencia.

En casa, Sara hizo una tortilla. No le apetecía cocinar mucho, y era tarde. Mientras hervía agua, admiró su cocina nueva. Había comprado el piso hacía seis meses y estaba orgullosa.

El salón, con solo un sofá, un armario y la tele, parecía frío. Pero la cocina la amuebló enseguida. Allí pasaba la mayor parte del tiempo. Ahora cocinaba rápido y cenaba frente al televisor. Pero algún día tendría familia. Como Lucía.

El reflejo de la lámpara danzaba en los muebles blancos. El hervidor silbó. Después de cenar, Sara se quedó junto a la ventana, viendo las luces de los coches como guirnaldas. En otras ventanas, gente cenando, hablando. Quizá alguien más miraba también, pensando lo mismo.

Recordó a Lucía. Ella no tendría tiempo para eso. Dos niños. Y antes decía que no quería hijos.

—No voy a malgastar mis mejores años con criaturas que se irán y me dejarán sola. Que los tengan otros —soltaba en el instituto.

Sara le replicaba que los hijos eran el sentido de la vida.

—Pues tenlos tú —zanjaba Lucía.

Sara había crecido con su madre. Murió hacía un año. Su padre tenía otra familia. Un hermano habría aliviado su soledad. Todos anhelan lo que no tuvieron.

Ella soñaba con hermanos, luego con hijos. Ahora estaba sola. Lucía tenía padres y dos hermanos. Quizá por eso no quería más niños.

El destino siempre juega al revés. Sara lavó los platos y se sentó frente al televisor, sin prestar atención. A las diez y media, llamó a Lucía.

—Soy yo, ¿molesto? —susurró.

—No. Los niños duermen. Cuéntame de ti.

—Poco que contar. Soltera, acabo de comprar este piso. Orgullosa.

—¿Por qué? —preguntó Lucía.

—Soñaba con salir de aquel piso viejo. Cuando mamá murió, lo vendí y me mudé. Sin fantasmas del pasado.

—Siempre decidida —dijo Lucía—. Pero ¿por qué sola?

HabHabían transcurrido dos años desde aquella llamada cuando Sara, paseando a su bebé en el parque, vio a Lucía sentada sola en un banco, mirando al horizonte con ojos cansados y una sonrisa resignada que lo decía todo.

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MagistrUm
¿Sin tu hombre, te lanzas sobre el ajeno? ¡No volverás a poner tus pies en mi casa!