—Podemos tutearnos—susurró Javier muy cerca de su oído. Ana sintió su aliento en la sien y un escalofrío le recorrió la piel.
—Lucía, mira a ver si queda alguien en el pasillo. Quiero irme temprano hoy. Es el cumpleaños de mamá—dijo Ana.
—Ahora mismo, Ana María—respondió la joven y simpática enfermera, levantándose del escritorio. Abrió la puerta de la consulta y echó un vistazo al pasillo—. No hay nadie más, Ana María. Y todos los pacientes de hoy ya han pasado, lo he comprobado—sonrió Lucía.
—Bien. Si viene alguien, apúntalos para mañana o que vayan al consultorio de la doctora Isabel.
—Vaya tranquila, yo me quedaré y lo resolveré todo—la tranquilizó Lucía—. La directora está de viaje, si surge algo, yo me encargo.
—Gracias. ¿Qué haría sin ti?—Ana agarró su bolso, revisó el escritorio para asegurarse de no olvidar el móvil y se dirigió a la puerta—. Hasta mañana, Lucía.
—Adiós, Ana María. Oiga, debería darse prisa, mira cómo se ha puesto el cielo, va a llover.
—¿Sí? Y todavía tengo que pasar por las flores. Bueno, me voy—dijo Ana mientras salía al pasillo.
Se cambió rápidamente y se puso el abrigo ya en las escaleras.
—Ana María, ¿ya se va?—una anciana la detuvo al pie de la escalera, cerca de recepción.
—Buenas tardes. ¿Puede esperar hasta mañana? Voy con prisa—respondió Ana, ajustándose el cuello del abrigo.
—Ana María, mi nieta solo la escucha a usted. Si pudiera pasar un momento, calmarla… No para de llorar—insistió la mujer, siguiéndola.
—Mañana tengo consulta por la tarde, haré visitas por la mañana y pasaré por su casa. Pero ahora debo irme, lo siento—Ana salió del ambulatorio, bajó las escaleras y miró al cielo.
Una enorme nube negra cubría la ciudad. Parecía que, con su peso, rozaría los tejados, se rompería y liberaría un torrente sobre las calles.
Al llegar al puesto de flores, las primeras gotas pesadas cayeron sobre sus hombros. Justo al resguardarse bajo el toldo, la lluvia arreció.
—No se preocupe, le envolveré bien el ramo—dijo la florista.
Mientras envolvía con celofán las gerberas, las flores favoritas de su madre, Ana miraba con ansiedad cómo los autobuses partían uno tras otro de la parada. Finalmente, tomó el ramo, pagó y corrió hacia la parada, usando las flores como improvisado paraguas.
La lluvia no daba tregua. Ana era la única que seguía esperando. Al menos había tejadillo. Había olvidado el paraguas y, para cuando llegó, ya estaba empapada.
No llegaba ningún autobús. «Debería haber esperado en el ambulatorio, hablar con la abuela de la niña», se reprochó. Tiritando, se apartó más bajo el refugio. Los coches pasaban velozmente, salpicando los charcos que se formaban en el asfalto.
«¿Dónde se habrá atascado? Qué mala suerte con esta lluvia», pensó Ana, mirando hacia donde debía aparecer el autobús. De pronto, un todoterreno negro se detuvo junto a la acera. «Qué bien sería tener un coche así», pensó con envidia. «No tendría que esperar…»
La ventanilla del acompañante bajó y vio a un hombre. No captó de inmediato que se dirigía a ella.
—Suba. Hay un accidente, los autobuses están parados.
Mientras dudaba, el hombre abrió la puerta. Ana se sentó. Dentro estaba cálido y seco, ni siquiera se oía la lluvia.
—¿Adónde va?—preguntó él, mirándola.
De edad similar, atractivo, con traje formal. Ana se sintió cohibida. «Debo parecer una gallina mojada».
—Al Callejón de las Rosas—contestó.
—Perfecto, voy hacia allá.
Su seguridad y carisma masculino la intimidaron. «No parece un psicópata, tiene pinta de ser alguien importante», pensó. «Podría actuar de galán en una serie». El coche arrancó suavemente. Olía a cuero y a su caro perfume. Un pitido constante sonaba.
—Abroche el cinturón—pidió él.
Ana tardó en hacerlo, torpemente, antes de acomodar el ramo en su regazo.
—¿Por qué decidió parar?—preguntó, observando cómo los limpiaparabrisas barrían la lluvia.
—Ya se lo dije: hay un accidente. Tendría que esperar mucho. Y lleva flores, así que va a una celebración. Además, vamos en la misma dirección—contestó, lanzándole una mirada rápida.
«Esto no pasa. Hombres como él no recogen a cualquiera», quiso decir, pero calló.
—Me resulta familiar. ¿Nos conocemos de algo? Tengo buena memoria para las caras.
—Lo dudo—sonrió Ana—. Venimos de planetas distintos. De diferente estrato social, como se dice.
Sintió su mirada evaluadora.
—Gente como usted no viaja en autobús. Yo soy una modesta médica—dijo, con un dejo de ironía.
Él guardó silencio. Ana también, arrepentida de su comentario.
—Ahora recuerdo dónde la vi. Hace dos meses, fui con mi nieta a su consulta.
—¿Usted?—Ana lo miró sorprendida—. La habría reconocido.
—¿Tan joven me ve para ser abuelo? Es en serio. Mi hija fue madre a los diecisiete. La juventud de ahora…
—De tal palo, tal astilla—respondió Ana, sarcástica.
—Qué carácter. No se deja dominar. Ya entonces vi que era estricta y con principios.
—¿Eso es malo?—preguntó ella.
—Depende—respondió evasivo—. ¿Vivía antes en el Callejón de las Rosas?
—Sí.
—¿Y estudió en el colegio San Ignacio?—insistió él.
—¿Cómo lo sabe…?—empezó Ana, sorprendida.
—Yo también estudié ahí. Qué raro no habernos cruzado antes—la miró de reojo y Ana se ruborizó.
—¿De qué año es su promoción?—preguntó.
—Del noventa y siete.
—Yo terminé en el dos mil—dijo Ana, animándose—.
—Seguro era la primera de la clase. Ni miraba a los chicos, soñaba con estudiar medicina y curar niños. ¿Me equivoco?
Ana iba a contestar con sorna, pero divisó la casa de su madre.
—Gire en este edificio. Pare en el segundo portal, por favor—pidió secamente.
—Perdone, no puedo acercarme más o saldrá a un charco—dijo él—. La ayudo.
Abrió la puerta, pero Ana ya saltó al asfalto mojado y corrió hacia el portal. Cuando miró atrás, el todoterreno ya se alejaba. «Ni siquiera le di las gracias», pensó, demasiado tarde.
En el piso olía a vainilla. Su madre vio las flores y exclamó de alegría.
—¡Estás empapada! Ponte las zapatillas. Tengo té caliente. He hecho tu tarta favorita…—hablaba mientras iba a la cocina con el ramo.
—¿No vienen tus amigas?—preguntó Ana, mirando el salón vacío.
—No las invité. Nos vemos a menudo. Gastarían en regalos, y ya sabes cómo están las pensiones. Estaremos las dos en familia. ¿Quién te ha traído”Al día siguiente, mientras Ana se preparaba para el teatro, sonó el timbre, y al abrir la puerta, encontró a Javier sosteniendo un ramo de gerberas y una sonrisa que le hizo comprender que, a veces, la vida ofrece segundas oportunidades cuando menos las esperas.”