**La racha negra**
Como todas las chicas de su edad, Esperanza tenía sueños: terminar el bachillerato, entrar en la universidad para ser médica, encontrar un amor grande y verdadero… ¿Quién no fantasea con eso a los diecisiete? Pero no a todos les sale bien. ¿De qué depende? Ojalá lo supiera.
Su madre, Olga, la crió sola. Como Esperanza, ella también soñó con su príncipe azul. Se enamoró de un chico guapo, pensando que había encontrado la felicidad. Pero resultó ser un jugador. Rara vez ganaba, y cuando lo hacía, el dinero solo le avivaba las ganas de seguir. Lo que sí perdía era a lo grande. Se gastó hasta el último céntimo en las cartas, pidió préstamos, acumuló deudas…
Para pagar lo que debía, se metió con gente peligrosa. En su primer “trabajo” lo pillaron y acabó en prisión, donde murió —no se supo si por accidente o con ayuda—. Un día, dos tipos rapados fueron a buscar a Olga. Le dijeron que la deuda del marido ahora era suya y la amenazaron. ¿Qué podía hacer? Les entregó el piso con todo lo que tenía y huyó con Esperanza, que entonces tenía dos años, sin mirar atrás. Quizá los matones entendieron que no podían sacarle más o que el piso cubría gran parte de la deuda, porque no la persiguieron más.
Olga y su hija se instalaron en un pueblecito cerca de Málaga. Confiaba en que el sur, cálido y generoso, las mantendría. Alquiló una habitación en la casa de un señor mayor de origen marroquí. Él no le cobraba dinero, solo le pedía ayuda con la casa y el huerto a cambio del alojamiento. Su mujer había muerto dos años atrás, y sus hijos, ya mayores, vivían por su cuenta.
Olga aceptó. Limpiaba, cocinaba, ayudaba con la cosecha, cavaba en el huerto… En una casa así, el trabajo nunca falta. El marroquí vendía lo que cultivaba en el mercado y así vivían. En los días buenos, le daba algo de dinero a Olga para que comprara ropa para ella y la niña. Hasta les hacía regalos. Olga sabía a qué iba todo. Cuando él le propuso casarse, no se sorprendió. Era bajo, calvo, con una barriga prominente y el doble de su edad. No le gustaba, ¿pero qué alternativa tenía? No tenía nada, ni adónde ir.
Él prometió que, tras su muerte, la casa y el huerto serían suyos. Olga aceptó. La vida con él no fue feliz, esos años le parecieron una eternidad, pero no podía elegir.
Cuando el marroquí murió, Olga respiró aliviada. Por fin era dueña de su vida y de su casa. ¿Qué más podía desear?
Esperanza creció siendo una belleza. Piel morena, ojos grises, labios carnosos, pelo oscuro, rizado y abundante. Una figura perfecta. No solo los chicos, sino también hombres hechos y
derechos volvían la cabeza cuando pasaba. ¿Cómo no iba a preocuparse su madre?
Olga la educó con mano firme. Temía que repitiera su historia, así que no paraba de repetirle que no buscara belleza en un hombre, sino seguridad y estabilidad.
«Con tu aspecto, tienes todas las cartas en la mano», le decía.
(El pasado con su marido jugador la había marcado).
Todos los días le recordaba que no se fiara de los turistas. «Te usarán, se irán, y te quedarás sola, Dios no lo quiera, con un hijo». Pero, ¿quién piensa en eso a los diecisiete?
Un día llegó un estudiante de Madrid, de visita con familiares. Vio a Esperanza y perdió la cabeza. Fue a pedirle la mano a Olga. Alardeó de una casa grande en la capital, de que su padre tenía un negocio que heredaría él cuando se jubilara.
Olga no era tonta y no se creyó sus fanfarronadas.
«¿Quieres casarte? Bien. Esperanza aún tiene que terminar el instituto. Vuelve dentro de un año y hablamos. Hasta entonces, ni la toques».
Por dentro, estaba encantada. Si el chico decía la verdad y no se olvidaba de su amor, su hija viviría como una reina.
Él, enamoradísimo, aceptó todo. Se fue, pero escribía, llamaba… Volvió en Navidad unos días. Era su último curso, pronto trabajaría con su padre, aprendería el oficio y podría mantener una familia.
Esperanza no miró a nadie más, esperó. Al año, el chico regresó, pero con sus padres. Ellos vieron enseguida que, aunque guapa, no era precisamente lo que esperaban para su hijo único. Pero, como el amor era tan grande, accedieron. Una novia tan bonita les daría lustre. Total, en Madrid la pulirían. Ya verían qué pasaba después.
La boda fue ruidosa. Olga estaba feliz por su hija. Antes de que se marcharan, solo le pidió que no tuviera prisa por ser madre. Los recién casados vivieron bien y felices, enamorados. Esperanza presentó su solicitud para la facultad de Medicina…
Pero el padre de su marido no pudo resistirse a su belleza. La miraba de un modo que a ella le daban ganas de hacerse diminuta y esconderse bajo el zócalo.
Un día, la madre llamó pidiendo que su hijo fuera a verla, que no se sentía bien. Rodrigo, su marido, salió corriendo. Mientras, el padre llamó a la puerta de su piso. Era un agosto abrasador. Esperanza iba en pantalones cortos y camiseta, así que abrió pensando que era Rodrigo.
Al verla, el suegro no pudo contenerse y la agredió. ¿Cómo iba a defenderse de un hombre fuerte y sano? Gritar no servía de nada. A esa hora, los vecinos o trabajaban o estaban de vacaciones. Y aunque hubieran oído, ¿quién se atrevería a meterse? Todos sabían quién les había comprado el piso.
Junto al sofá donde la tiró había un jarrón pesado. Si lograba alcanzarlo… El suegro, cegado por el deseo, no se dio cuenta. Ella, con un movimiento rápido, lo levantó y lo estrelló contra su cabeza.
Logró salir de debajo del cuerpo inerte. Al ver la sangre, asustada, llamó a urgencias. Cuando Rodrigo volvió, su padre ya estaba en el hospital y a Esperanza la interrogaba un policía.
Contó toda la verdad, pero ¿quién le creería? El policía tergiversó todo, insinuando que ella había provocado al suegro, que lo había planeado. Si moría, su hijo heredaría el negocio. ¿Qué mejor motivo para acelerar su muerte?
Condenaron a Esperanza a cuatro años. A la semana, llegó una notificación: su madre había muerto. El corazón no aguantó. La hija mayor del marroquí vendió la casa al instante. No la necesitaba, y menos para una criminal.
En prisión, su belleza le hizo la vida imposible. Comprendió que no sobreviviría. Pero no tuvo valor para suicidarse. El cuerpo joven quería vivir. Una compañera tenía unas tijeras. Por dinero, cortaba el pelo o las uñas a otras. Esperanza no tenía, pero prometió pagar después. A escondidas, se desfiguró la cara, clavándose las tijeras en la mejilla.
El médico de la cárcel le dio dos puntos. Pero la herida se infectó, dejándole una cicatriz grotesca para siempre. Ahora nadie la miraba, y su figura la escondía bajo el uniforme ancho.
Cumplió su condena sin problemas. Pero, al salir, ¿adónde ir? Su marido se divorció de ella tras el juicio. Su madre muerta, la casa vendida. Nunca había oído hablar de otros familiares.
Al liberarla, le preguntaron su destino. Dijo que tenía parientes lejanos en Salamanca. Su madre contaba que, tras casarse, fueY así, Esperanza emprendió el camino hacia Salamanca, cargada de dolor pero también con un destello de esperanza, sabiendo que, aunque el pasado no se borra, el futuro aún podía sorprenderla con un nuevo comienzo.







