Segunda oportunidad

**Segunda Oportunidad**

El corazón de Nuria estaba cargado de tristeza, como siempre después de visitar el cementerio. En el autobús, unos cuantos pasajeros viajaban en silencio, cada uno en sus pensamientos.

El vehículo giró desde la carretera de circunvalación hacia la ciudad. Por la ventana, las casas bajas de las afueras desfilaban lentamente. Pronto desaparecerían, reemplazadas por nuevos barrios con calles anchas y bloques de pisos.

Nuria, impulsiva, bajó en la siguiente parada. ¿Y si, cuando volviera, el barrio donde creció ya no existiera? Caminó por la calle, entre casitas descascaradas de dos plantas, con el temor de no reconocer su hogar, donde vivió los años más felices de su vida.

La mayoría de las ventanas estaban rotas, las puertas de los portales abiertas como bocas gritando en silencio. Los vecinos ya se habían mudado a pisos nuevos. Todo vacío, solo el paso de coches y autobuses rompía el silencio. Y ahí estaba su casa. Nuria la reconoció con la alegría de quien encuentra a un viejo amigo.

Sin vida, el edificio parecía frío. Solo quedaba el banco junto al portal, ennegrecido por el tiempo. A dos casas de distancia, la grúa de una excavadora amenazaba con arrasarlo todo. Nuria cerró los ojos y, por un instante, vio a su madre asomada a la ventana del segundo piso, buscándola entre las niñas que jugaban a la rayuela en el patio. Los platos sonaban en alguna cocina, el olor a cebolla frita flotaba en el aire. En algún piso, un televisor murmuraba, y desde la ventana de la tía Carmen se escuchaba su voz chillona reprendiendo a su marido borracho.

—¡Nuria, a comer! —la voz clara de su madre resonó desde el pasado.
Nuria abrió los ojos de golpe. No había nadie. Solo ventanas vacías, mirándola con indiferencia.

Pero ya no podía parar. Los recuerdos la envolvieron…

***

—¡Nuria, a comer! —gritaba su madre desde la ventana.

Ella subía corriendo las escaleras gastadas del segundo piso, entraba en el piso y, aún en el recibidor, escuchaba: —¡Lávate las manos y siéntate!—. Su padre esperaba sentado entre la mesa y la nevera, leyendo el periódico mientras aguardaba a que todos se reunieran.

Nuria lo recordaba con tanta nitidez que incluso sintió el olor de la sopa de col agria. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Se las secó con las yemas de los dedos.

Ahí iba ella, con su mochila, camino al colegio. No había dado ni tres pasos cuando escuchó las carreras de Jorge.

—¡Espera, Nuria! —gritó.

La alcanzó y caminó junto a ella.

—¿Me dejas copiar los ejercicios de mates?

—¿Por qué no los hiciste anoche? —preguntó Nuria.

—Es que tu madre me mira con recelo, como si fuera a robarme algo.

—No exageres. —Nuria volvió levemente la cabeza y miró su perfil.

Había cambiado durante el verano, estirado como un junco. Su pelo oscuro se había aclarado por el sol, y su piel morena se veía aún más bronceada. Su delgado cuello asomaba por el cuello de la camisa, y en un lado, una vena palpitaba. Nuria creyó verla. No, claro que no. Solo la recordaba.

¿Cuándo se había vuelto así? Reconocía y, a la vez, no reconocía a Jorge, su amigo de la infancia, el vecino del primer piso que salía corriendo tras ella cuando la divisaba desde la ventana.

Jorge notó su mirada y la devolvió. Nuria no tuvo tiempo de apartar la vista. Sus ojos color miel la quemaron como agua hirviendo. El rubor le subió por las mejillas y las orejas, y su corazón latió descontrolado.

Los padres de ambos trabajaban en la fábrica que les había dado aquellas viviendas. La madre de Jorge era contable allí; la de Nuria, enfermera en el hospital. La fábrica seguía cerca, con sus chimeneas escupiendo humo al cielo.

—¿Qué vas a estudiar? —preguntó Nuria de pronto.

—Ingeniería industrial. Después trabajaré en la fábrica y, con el tiempo, seré director. Cambiaré todo esto.

—¿En serio? —Nuria se rio—. Nunca escuché a nadie soñar con ser director de una fábrica.

—Ya verás —dijo Jorge, seguro.

—Lo de ingeniero lo entiendo, ¿pero por qué la fábrica? Está a punto de cerrar. Las máquinas son viejas, los talleres se caen a pedazos.

—No entiendes nada. Nunca la cerrarán. Es una parte de la historia de esta ciudad. Sin ella, miles se quedarían en la calle. —Hizo una pausa—. ¿Y tú?

—Yo estudiaré en la universidad, pero no aquí. Iré a Madrid. Seré traductora, viajaré por el mundo. Aunque también me gustaría ser psicóloga. Todavía no lo tengo claro.

El último domingo de septiembre, toda la clase fue a la finca de un compañero para celebrar su cumpleaños. La casa estaba cerca del río. Las hojas doradas crujían bajo sus pies, y el sol bajo les cegaba entre los árboles.

Las madres y las chicas prepararon la comida en el jardín, mientras los chicos jugaban al voleibol. Después, todos se dispersaron por el bosque. Allí, Jorge besó a Nuria por primera vez.

Fue un año mágico. Ambos se volvieron locos de amor, abrazándose y besándose hasta el agotamiento. Una noche, la madre de Nuria tenía guardia en el hospital, y su padre se quedó tarde en la fábrica. Jorge fue a su casa para copiar los deberes.

Todo ocurrió entonces, rápido y torpe. Se miraron confundidos, sin saber qué hacer. Nuria le hizo prometer que no se repetiría. Jorge asintió, contrariado, y se fue. Al día siguiente, caminaron juntos al colegio, pero en silencio.

Pasaron días antes de que hablaran del tema.

—Cuando acabemos el instituto, nos casaremos —dijo Jorge.
—Pero me iré —susurró Nuria.
—No te vayas —rogó él.

Fue su primera discusión.

En la fiesta de fin de año, Nuria los vio besándose en un aula semioscura. Corrió a casa llorando. Durante las vacaciones, evitó a Jorge con facilidad. Pero él fue a buscarla.

—¿Por qué me evitas?

—Ahora estás con Laura. Los vi besándoos.

—Ella se me lanzó. ¿Qué iba a hacer, pegarle?

Nuria conocía a Laura, sabía que no dejaba escapar a ningún chico guapo. Y Jorge lo era. Los celos la devoraban.

Pero el tiempo pasó, y Laura desapareció de su lado. Nuria se calmó. Durante todo el último curso, estuvieron locamente enamorados, aunque se contenían, intentando ser solo amigos.

Después de la graduación, toda la clase fue en barco por el río. Pararon en una playa junto a un pinar. Comieron, bebieron un poco de vino y, cuando nadie miraba, Nuria y Jorge escaparon al bosque. Entre los árboles, se besaron de nuevo.

—No te vayas. Podemos estudiar aquí.

—Ven conmigo —contestó Nuria.

—Mi madre no me dejará. Además, mi padre tiene problemas del corazón. Cinco años pasarán rápido. Volverás y entonces…

—¡Nuria! ¡Jorge! ¿Dónde estáis? ¡Nos vamos! —gritó la profesora desde la orilla.

Regresaron al barco con los labios hinchados y las mejillas coloradas.

Estudiaron juntos paraPero la vida los separó de nuevo, hasta que aquel reencuentro inesperado les dio una última oportunidad para ser felices juntos.

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