Hermanas

**Hermanas**

Marisol se levantó al amanecer, preparó el desayuno, hizo una fiambrera para su marido y solo entonces fue a despertarlo.

—Mari, ¿por qué tanto? Volveré mañana —dijo él al ver el gran volumen de la bolsa.

—Dos días hay que comer. No tendrás tiempo de cocinar allá, lo calientas y listo. No te quejes. Además de comida, llevas ropa de abrigo. Las noches ya son frías. Toma el té antes de que se enfríe —respondió Marisol, haciendo un gesto evasivo.

El marido desayunó con apetito, se vistió y cogió la bolsa.

—Me voy. Tú vuelve a dormir un poco —dijo al salir de la casa.

Marisol cerró la puerta tras él, regresó a la cocina y miró por la ventana. Sabía que, a mitad del patio, Luis se volvería y le haría un adiós con la mano. Así fue: se detuvo, miró hacia la casa y levantó el brazo. Ella le devolvió el gesto. Marisol sonrió para sus adentros: «Como recién casados». Un calor dulce le invadió el pecho.

Desde que se jubiló, siempre despedía así a su marido, ya fuera al trabajo o a la huerta. Llevaban veintiséis años juntos. No era tanto para su edad. Ambos habían tenido vidas anteriores.

A Marisol no le gustaba quedarse sola. Habría ido con Luis a la huerta, pero le había prometido a su hija cuidar del nieto ese día. Suspiró. No tenía sueño, pero ¿qué hacer? Era demasiado temprano para limpiar. No podía poner la aspiradora a las seis de la mañana. En los pisos de paneles, se oye todo. Los vecinos quieren dormir los fines de semana.

Sin nada mejor que hacer, Marisol se tumbó en la cama aún con la bata puesta. Se quedó pensando en mil cosas y, sin darse cuenta, se durmió.

Incluso soñó. En el sueño, apareció Lola, la perra grande y peluda que tuvo su abuela en el pueblo. La perra se acercó a Marisol, moviendo la cola con alegría. «¡Lola! ¿De dónde sales?», preguntó Marisol, extendiendo la mano para acariciarla. Pero, de pronto, Lola le enseñó los dientes. Marisol retiró la mano, desconcertada…

Se sobresaltó y abrió los ojos. La habitación estaba vacía; no había rastro de Lola, ni podía haberlo. La perra había muerto de vieja cuando Marisol tenía catorce años. Miró el reloj: solo había dormido diez minutos. Cerró los ojos de nuevo. «Los muertos en sueños anuncian mala suerte, y los perros, visitas», pensó, justo cuando el timbre de la puerta sonó. ¿Quién podía ser a esa hora?

Se levantó, se puso las zapatillas y fue al recibidor. El timbre volvió a sonar, apremiándola.

—Ya voy, ya —refunfuñó Marisol al abrir la puerta.

Al ver a la visitante, casi le cerró en la cara. Dicen que el primer pensamiento es el más acertado. Más tarde, se arrepentiría de no haberlo hecho. En el umbral estaba su hermana pequeña. El corazón le latió como un pájaro atrapado en una red.

—¡Hola, hermanita! —dijo Rosario, cargando la ironía en la última palabra mientras esbozaba una sonrisa.

Sus dientes grandes y prominentes se veían aún más con esa sonrisa que dejaba al descubierto las encías rosadas. «Y dicen que los sueños no son proféticos», pensó Marisol, recordando el gesto de Lola. La idea le resultó desagradable. La visita de su hermana, después de años sin verse, no presagiaba nada bueno.

Tenían padres distintos y diez años de diferencia. El padre de Marisol murió en un accidente; tres años después, su madre se volvió a casar y tuvo a Rosario. No se parecían ni en físico ni en carácter. Marisol era baja, de rasgos suaves y carácter tranquilo. Rosario, en cambio, era alta, delgada, con la cara alargada y esos dientes que parecían siempre a punto de saltar.

—¿Qué, me vas a dejar aquí plantada? ¿No me invitas a pasar? —preguntó Rosario.

Marisol aún tenía la opción de cerrarle la puerta. Pero era su hermana, aunque inesperada e indeseada.

—Pasa —dijo, abriendo más la puerta.

Rosario entró, se quitó los zapatos de tacón, se arregló el pelo frente al espejo y se volvió hacia Marisol.

—¿No me esperabas? Pero aquí estoy. —Intentó calzarse las zapatillas de Luis, pero Marisol le dio unas de invitados, que le quedaban pequeñas.

—Venga, enséñame cómo vives —dijo Rosario, adentrándose en la casa con la mirada ávida, captando cada detalle.

—¡Vaya mansión! Muebles importados, una reforma de lujo… —Rosario miró a Marisol. Por un instante, esta atisbó envidia y rencor en sus ojos. Pero al siguiente momento, Rosario ya volvía a sonreír, mostrando su dentadura. Y Marisol volvió a recordar el sueño.

—Esto sí que es vivir. Te casaste bien. ¿Y tu marido dónde está?

—En la huerta —respondió Marisol, a regañadientes.

—¿Y también tienen huerta? Vaya burgueses —dijo Rosario con ese tono que parece decir: «Ya veremos».

—¿A qué has venido? —preguntó Marisol, perdiendo la paciencia.

—Por nostalgia. No nos queda nadie más. Solo nos tenemos la una a la otra —contestó Rosario sin mirarla, observando una foto de la hija y el nieto. —¿Y esta quién es? ¿Tu hija?

Marisol no respondió.

—Yo, en cambio, estoy sola. Con Miguel no duré nada. Después me casé dos veces más. Y te diré una cosa: los otros maridos no fueron distintos del primero. No valía la pena cambiarlos —confesó Rosario con falsa intimidad.

—¿También se los quitaste a alguien? —replicó Marisol, incapaz de contenerse.

—Vaya, qué mala te has vuelto. A quien mal anda, mal acaba. —Rosario volvió a sonreír, mostrando su hilera de dientes desiguales. —No he venido a pelearme.

—¿Entonces? ¿A recordar viejos tiempos y, de paso, intentar arrebatarme algo más? —preguntó Marisol, dejando salir su ira.

—Qué dura eres. ¿Cuántos años tiene tu hija? —preguntó Rosario, ignorando el sarcasmo.

—Veintiocho.

—Te casaste dos años después, entonces. ¿Te apresuraste con el bebé para que no te robaran al novio? —Rosario echó la cabeza hacia atrás y rio de su propio chiste.

—Es la hija de mi marido —aclaró Marisol, arrepintiéndose al instante de justificarse.

Estaba furiosa consigo misma y no lograba sobreponerse al shock.

—Bueno, paz. ¿Me invitas a un té? —preguntó Rosario, fingiendo reconciliación.

Mientras Rosario elogiaba la cocina, adulando el gusto y la habilidad de Marisol, esta encendió el fogón bajo la tetera aún tibia.

—¿Te quedas mucho? —preguntó Marisol.

—¿Ya me echas? —respondió Rosario con otra pregunta.
Intercambiaron frases como pelotas. Marisol calló, pero deseaba que su hermana dijera que se iría después del té.

—¿Me alojas hasta mañana? No me gustan los hoteles. Además, tu marido no está. Me iré mañana —dijo Rosario, defraudando sus esperanzas.

—¿AdMarisol miró a su hermana, sintiendo que, a pesar de todo, la tristeza de Rosario era tan profunda como la suya propia, y comprendió que a veces el perdón llega demasiado tarde, cuando ya no hay tiempo para reparar lo que se rompió.

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