Con uno nos arreglamos y el segundo lo manejamos; ¿mejor busco un trabajo extra o prefieres dejar al niño?

—Con dos nos arreglamos, y un tercero lo sacamos adelante. Puedo buscar otro trabajo. ¿O prefieres deshacerte del bebé? —preguntó el marido con franqueza.

Lucía llevaba días sintiendo un cansancio que no cedía. Tenía mil cosas por hacer, pero solo deseaba sentarse, o mejor aún, tenderse y no moverse. La comida le repugnaba. Hizo una prueba de embarazo, y el resultado confirmó lo que ya sospechaba.

Hacía apenas dos años que había salido del permiso de maternidad, aún no se reponía de los pañales y los biberones, y ahora… otra vez. Se sintió abrumada. Miguel iba a cumplir cinco años, y Sofía acababa de empezar segundo de primaria. Ambos necesitaban su atención y cariño, pero ella estaría ocupada con un recién nacido. ¿Lo entenderían? ¿No sentirían celos del nuevo hermanito?

«Claro, un hijo es un regalo de Dios —pensó—. Donde hay amor, hay manera. Pero los tiempos son inciertos, aunque… ¿cuándo han sido fáciles? Las mujeres daban a luz incluso en plena guerra. ¿Qué diré en el trabajo? ¿Que pronto me iré de baja y luego pediré permisos constantemente?

¿Y qué trabajo podré mantener con tres niños? La familia crecerá, y tendremos que arreglarnos solo con el sueldo de Javier…» Lucía se debatía entre dudas y no se apresuró a «alegrar» la noticia a su marido. Todavía había tiempo para pensarlo.

Hacía poco, el jefe había preguntado si alguien del equipo planeaba pedir la baja maternal o renunciar. Era comprensible: la mayoría del personal eran mujeres. Como las demás, Lucía aseguró que ya tenía niño y niña, y que no pensaba ausentarse. Y mira por dónde.

«¿Por qué solo pienso en el trabajo? La familia y los hijos son lo primero, el trabajo ya veremos…» Pasaron los días, pero Lucía seguía atormentada, sopesando pros y contras sin llegar a ninguna conclusión.

—¿No estarás enferma? Estás pálida y siempre ensimismada. Te he preguntado tres veces qué le regalaremos a Miguel y Sofía, y ni me oyes. ¿Ocurre algo? —preguntó Javier una noche después de cenar.

Entonces, Lucía se lo contó todo. Él guardó silencio un momento y dijo:

—¿Y qué haremos?

No preguntó «¿qué vas a hacer tú?», sino «¿qué haremos?». Así era él, siempre juntos en las decisiones. Por eso lo amaba tanto. No la dejaría sola con sus tormentos. Le dio vergüenza haber intentado resolverlo todo sin él. De pronto, sintió un alivio, como si un peso enorme se hubiera quitado de sus hombros. Le confesó sus miedos.

—Con dos nos arreglamos, y un tercero lo sacaremos adelante —respondió Javier con seguridad.

—Pero me iré de baja. Viviremos solo de tu sueldo. No sé cuándo volveré a trabajar, o si lo haré. Aunque habrá ayudas… —Lucía volvió a dudar.

—Nos las apañaremos. Buscaré algo extra. ¿O prefieres interrumpir el embarazo? —preguntó él sin rodeos.

—No lo sé —admitió ella con honestidad—. Tú trabajando sin descanso, yo en casa con los niños… Así se nos irá la vida entera. No lo sé —repitió.

—Con dos o con tres hijos, la vida pasará como un suspiro. Bueno… ¿Tenemos tiempo para reflexionar?

—Sí, un poco.

—Entonces no nos apresuremos. Volveremos a hablar, aunque creo que ya has decidido. ¿O me equivoco?

—¿Y cómo nos acomodaremos todos en este piso? —Lucía miró alrededor el pequeño apartamento heredado de la abuela de Javier.

—Hablaré con mis padres. Les ofreceré intercambiarlo por el suyo, que tiene tres habitaciones. Seguro que aceptan. Mi padre ya lo sugirió cuando esperábamos a Sofía.

Lucía lo miró con escepticismo, pero no dijo nada. Como esperaba, su suegra se opuso en seguida.

—Tu mujer queda embarazada a propósito para quedarse con un piso más grande. Te lleva de la nariz, y tú consientes todo.

—Mamá, la idea del intercambio fue mía. Lucía no tiene nada que ver —defendió Javier.

—Así que quieres dejarnos sin un retiro digno, ¿eh? No lo esperaba de ti. Estamos acostumbrados aquí. A nuestra edad, mudarnos no es buena idea. Pero claro, solo pensáis en vosotros.

—Mamá, no exageres. Solo era una pregunta. Si no quieren, no pasa nada. Buscaremos otra solución.

—Solución… ¿Y si Lucía aborta? Con dos hijos ya es suficiente. Sería lo mejor para todos.

—Entendido, mamá.

Al ver la expresión de su marido al volver de casa de sus padres, Lucía lo comprendió todo y no insistió. Evitaron el tema. A veces aceptaba la idea de tener otro hijo; otras, le aterraba imaginar los pañales, las noches en vela, el caos de repartirse entre los niños y un sinfín de tareas…

Se acercaba el plazo para abortar, pero no tomaba una decisión. Hasta que una noche soñó con una niña de unos cinco años, corriendo por la casa, cantando y llevando una cestita de mimbre. «¿Qué llevas ahí?», preguntó Lucía. La niña miró dentro y alzó los ojos, llenos de dolor. Lucía asomó y vio que la cesta estaba vacía.

Primero se alegró pensando que tendría una hija. ¿Pero por qué la cesta vacía? El sueño la perturbó, no la dejaba en paz.

—¿Has decidido algo? —preguntó Javier una noche.

—Sí… No —y le contó el sueño.

—Solo fue un sueño. Será una niña, tu ayudante.

«Qué bueno es —pensó Lucía—. Daré a luz. Con Javier no hay miedo que valga. Debería alegrarme de que no me presione a abortar, en vez de darle vueltas». Se acurrucó junto a él.

Otro suceso la decidió. Fueron al cumpleaños de unos amigos. La casa era una maravilla, la anfitriona, una belleza de revista. Pero no tenían hijos. Cuando Miguel y Sofía corretearon, la mujer detuvo a Lucía:

—Déjalos. Qué felicidad oír reír a los niños. Si pudiera, tendría todos los que Dios me mandara.

—Hoy hay métodos para solucionarlo —dijo Lucía.

—¿Hablas de fecundación in vitro? Lo intentamos. Estoy por adoptar, pero mi marido aún espera… Cuando acceda, adoptaremos dos: niño y niña.

Esa noche, Lucía decidió quedarse con el bebé. Y al instante, una paz la invadió.

El fin de semana, su suegra llegó directa:

—¿Abortaste ya?

—Es tarde —mintió Lucía, aunque aún no era cierto.

—Lo sabía. ¿Dos no os bastan? ¿Nunca oísteis de anticonceptivos? Tu marido está hecho polvo, con dos trabajos. ¿No te da pena? Y tú no cabrás por la puerta. —La suegra la escrutó—. ¿Queréis multiplicar la pobreza?

—Usted tuvo uno, pero parece que parió un equipo —replicó Lucía.

—¿Oyes cómo me habla? —gritó la suegra a Javier.

—Tú empezaste, mamá. Es nuestra decisión.

—Pues no contéis conmigo —y se fue, dando un portazo.

Como si alguna vez hubiera ayudado. Lucía se las arreglaba bien sola. Pero el mal sabor persistió.

—No le hagas caso —intentó calmarla Javier.

Los siguientes días, las palabras de la suegra resonaban en su mente. Ahora sí se le ocurrían respuestas.

LaAños después, cuando la risa de tres niños llenaba la casa, Lucía recordaba aquel sueño y entendía que la cestita no estaba vacía, sino que esperaba ser llenada con el amor que ahora sobraba.

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MagistrUm
Con uno nos arreglamos y el segundo lo manejamos; ¿mejor busco un trabajo extra o prefieres dejar al niño?