El Engaño

**Engaño**

Los destinos de las personas son distintos. A algunos les sonríe la suerte desde jóvenes y encuentran un amor para toda la vida. Otros, en cambio, lo hallan después de traiciones, divorcios y cuando ya han perdido la esperanza de ser felices.

Javier era de los segundos. Conoció a su futura esposa en la universidad. Teresa, una chica tímida y sencilla, llegó de un pequeño pueblo de provincias. Le gustó enseguida. Javier era un chico corriente, sin nada llamativo. Teresa tardó en corresponderle.

Pero en el último curso, cuando muchos estudiantes ya habían encontrado pareja e incluso algunos se habían casado y tenido hijos, Teresa por fin accedió. Javier estaba eufórico y no dudó en pedirle matrimonio. Para su alegría, ella aceptó.

La madre de Javier intuía que Teresa no quería volver a su pueblo. Casarse con él le aseguraba vivir en una gran ciudad cerca de Madrid, un amplio piso en el centro y un buen trabajo. Pero, viendo a su hijo feliz, decidió no romperle su ilusión.

La boda fue justo después de graduarse. El restaurante a las afueras se llenó de compañeros de clase. Solo los padres de Teresa faltaron. Ella explicó que su padre estaba enfermo, postrado en la cama, y su madre no podía dejarlo solo. Ante más preguntas, se mostraba evasiva, con lágrimas en los ojos. Los padres de Javier decidieron no insistir.

Teresa se quedó embarazada pronto. No buscó trabajo; el dinero no faltaba, y pronto estaría de baja maternal. Nueve meses después nació su primer hijo, al que llamaron Jorge, como el padre de Teresa.

El segundo embarazo llegó ocho años después. Para entonces ya tenían su propio piso. Fue un parto difícil, prematuro. Nació una niña pequeña y frágil: Elena, como la madre de Javier.

Los padres de Teresa nunca conocieron a sus nietos. El padre murió un año después del nacimiento de Jorge. La madre lo siguió ocho meses más tarde.

Cuando Elena empezó el colegio, Teresa quiso trabajar. Se había cansado de estar en casa. Sin experiencia ni conocimientos actualizados, no era fácil. Los padres de Javier movieron sus contactos y la colocaron como secretaria en una gran empresa.

Empezó a pasar mucho tiempo en el gimnasio, a vestirse con elegancia, a maquillarse. Ya no parecía una ama de casa, sino una mujer profesional. Los amigos y compañeros le decían a Javier que había estado escondiendo a una belleza.

Teresa descuidó a los niños. Jorge terminaba el instituto, pronto viviría su propia vida. Elena pasaba casi todo el tiempo con los abuelos, que la malcriaban para compensar la ausencia de su madre.

Javier escuchaba cada vez más reproches: que si no se cuidaba, que si tenía barriga, que debería ir al gimnasio. Y siempre comparándolo con su jefe, un hombre mayor pero en forma.

Javier entendió el mensaje. Un día fue a verla al trabajo con la excusa de consultarle un regalo para el aniversario de su padre. La recepción estaba vacía. Llamó a la puerta del despacho y, sin respuesta, entró. Vio una puerta lateral entreabierta y escuchó gemidos que no dejaban lugar a dudas.

Abrió la puerta. Allí estaba Teresa, con la falda subida, encima del jefe descompuesto en el sofá. Javier la reconoció de inmediato, a pesar de verla de espaldas. Habían compartido diecisiete años.

Se quedó paralizado. Cerró la puerta y se marchó. No entendía por qué no había reaccionado con violencia.

Teresa llegó a casa como si nada, con una sonrisa satisfecha. Ahora todo tenía sentido: las negativas a sus avances, las excusas… Estaba cansada, pero de satisfacer a su jefe.

Javier le dijo que lo sabía todo. Ella, tras un momento de sorpresa, se encogió de hombros.

—Pues mejor así. Me voy de aquí.

—¿Y los niños?

—Jorge es mayor. Elena que decida.

Elena no lo dudó: no quería vivir con la nueva pareja de su madre, ni con Javier por si aparecía una madrastra. Prefirió quedarse con los abuelos.

Así se hizo. Javier se quedó solo. Un hombre en la flor de la vida. Teresa se quedó con el coche, él no peleó.

Tiempo después, Javier conoció a Lucía. También había sido abandonada por su marido. No podía tener hijos, una infección de juventud se lo impidió. Simplemente vivían juntos.

Jorge se casó. Elena dejó los estudios. Murió el padre de Javier, su madre lo siguió dos años después. Elena heredó el piso.

El dinero se acabó rápido. Elena no trabajaba. Empezó a visitar a su padre. Lucía le preparaba comida y siempre le daba algo para llevar. Pronto fue habitual: cada tres días venía a comer o cenar y se llevaba fiambreras.

—La malcrías —refunfuñaba Javier—. Es mayor, debería valerse sola.

—¿A quién más voy a malcriar? No puedo ser madre —decía Lucía.

Una tarde, Elena llegó destrozada. Llorando, confesó que tenía un tumor cerebral. Necesitaba operarse en el extranjero. Faltaban setecientos mil euros.

Javier vendió su coche y pidió prestado. Le dio el dinero a su hija, que partió enseguida.

Una semana después, en un restaurante, Javier vio a Teresa con un hombre más joven. Se acercó. Ella negó saber nada de la enfermedad de Elena. La chica estaba sana, de vacaciones en las Maldivas con un novio.

Javier no lo podía creer. ¿Había fingido todo para sacarle dinero?

Elena nunca se disculpó. Javier saldó sus deudas y compró otro coche usado.

Un día, Jorge llegó con noticias: Teresa estaba muriendo de cáncer.

Fueron a verla. Javier no reconoció a la mujer que había sido. Pidió perdón. Y él se lo dio.

Al fin y al cabo, si ella no lo hubiera abandonado, nunca habría conocido a Lucía, su verdadera alma gemela.

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