Amor eterno

**Amor hasta la tumba**

Lucía salió del supermercado, ajustó mejor la bolsa de la compra y caminó hacia casa. No había comprado mucho, pero la bolsa le pesaba como si llevara piedras. Al llegar, se detuvo frente al portal. *”No hay luz en las ventanas. Julita otra vez se ha escapado”*, pensó, moviendo la cabeza con fastidio. *”Ya verás cuando llegues… Desde que anda con ese… Jorge, las notas han bajado, falta a clase y los profesores se quejan. Y con la Selectividad a la vuelta de la esquina. Esta vez no te la voy a perdonar.”*

Entró en el piso con paso pesado. Dejó la bolsa en una silla de la cocina y miró hacia los fogones. *”Vaya. Le pedí que pelara patatas o hiciera unos macarrones. Y claro, nada. Se ha esfumado. ¿Qué hago con ella? Ay, Dios mío…”*

Se quitó la chaqueta con movimientos bruscos, la colgó en el recibidor y volvió a la cocina. Abrió y cerró la nevera con furia, sacó caceroles y los dejó caer contra los fuegos. Todo el ruido era el sonido de su rabia acumulada, mientras preparaba la cena y repetía mentalmente el discurso que le soltaría a su hija en cuanto pusiera un pie en casa.

Pero Julita no aparecía. Eran casi las once y media y seguía sin llegar. Lucía no podía estar quieta. Iba de un lado a otro del salón, murmurando como un mantra:

*”Si es que ahora mismo llega… esta vez no me la juegas. Lo tienes claro. Me desvivo por ti, para que tengas lo mismo que las demás, y ni siquiera eres capaz de hacer unos macarrones… Estoy harta, siempre yo sola. ¿Crees que a mí no me hubiera gustado tener una vida? Casi me pasa lo mismo, criándote sin nadie. Desagradecida… ¿Quiere repetir mi historia? Pues déjala que lo intente, a ver si así aprende.”*

La rabia le hervía por dentro. Le entraban ganas de romper algo, de gritar, de sacar toda esa furia que la ahogaba.

Cuando oyó el ruido de la llave en la cerradura, por un segundo se alegró tanto de que su hija hubiera vuelto que estuvo a punto de perdonarla. Pero al ver su cara de culpabilidad, con esos ojos brillantes de felicidad, la ira volvió a brotar con más fuerza.

*”¿Dónde has estado? ¿No ves la hora que es? ¿Y los deberes? La Selectividad está ahí, y tú de juerga por Dios sabe dónde”*, le espetó, olvidando que los vecinos podían oírla.

*”Los deberes los hice…”*, intentó defenderse Julita.

*”¡Cállate! ¡No me contestes! ¿Te has vuelto loca? Te he criado para que estudies, para que tengas un buen futuro, y tú repitiendo mis errores.”*

*”No repito nada. No grites”*, se quejó Julita, bajando la mirada. Sus mejillas se tiñeron de rojo.

Lucía apretó los puños para no soltar algo que lamentaría. Buscó algo con la mirada, algo con lo que castigarla. Julita aprovechó para intentar escabullirse hacia su habitación, pero no tuvo suerte. Su madre agarró el primer objeto que encontró—un paraguas plegable—y alzó el brazo.

*”¡Mamá!”*, gritó Julita, encogiéndose y cubriéndose la cabeza con las manos.

Ese grito, esa postura… El brazo de Lucía cayó sin fuerza. El paraguas chocó contra el suelo. De repente, toda su rabia se esfumó y se sintió vacía, como un globo desinflado.

*”Me muero de preocupación, no sé dónde estás, qué haces… ¿Y eso en tu dedo? ¿De dónde sale?”*, preguntó, agotada, dejándose caer en un taburete del recibidor.

Julita bajó lentamente las manos y miró el anillo sencillo de oro con una pequeña piedra blanca.

*”Me lo ha dado Jorge”*, murmuró, observando a su madre con cautela, como si la tormenta hubiera pasado.

*”Pero si aún vas al instituto. ¿Él no lo sabe?”*, preguntó Lucía, clavando la vista en el anillo.

*”Lo sabe. ¿Y qué? En dos meses termino la Selectividad y…”*

*”¿Te harás mayor? Ja. Mientras vivas bajo mi techo, respetas mis normas. Ayudas en casaLucía comprendió, al fin, que el amor de su hija era tan real como el suyo había sido, y que protegerla no significaba encerrarla, sino enseñarle a volar con sus propias alas.

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