El conserje de nuestro vecindario

El Barrendero de Nuestro Barrio

Lorena regresaba a casa al caer el ocaso del temprano otoño. Las farolas de la calle, como siempre, estaban la mitad apagadas, y en los patios ni siquiera había luz. Frente al portal, cada otoño se formaba un enorme charco, y los coches mal aparcados impedían rodearlo. Pero hoy no había charco, a pesar de que había llovido todo el día. El charco había desaparecido.

Lorena abrió la puerta del portal y miró atrás. La luz del vestíbulo iluminaba el asfalto mojado y brillante. «No me lo imaginé. Es como un milagro».

El ascensor la esperaba en la planta baja, algo inusual. Por las noches, solía quedarse arriba. Las puertas se abrieron, invitándola a entrar. «Qué extraño. No, definitivamente ha pasado algo mágico», pensó Lorena mientras entraba en la cabina. Pulsó el botón y echó un vistazo fugaz a su reflejo en el espejo manchado.

La miraba un rostro demacrado, cansado, con ojos tristes. Lorena apartó la mirada y, por costumbre, se ajustó un mechón de pelo que se escapaba de su boina. Pero en ese instante, el ascensor se detuvo con un tirón, las puertas se abrieron con un chirrido, dejándola en el rellano.

—Estoy en casa —dijo en voz alta y encendió la luz, ahuyentando la oscuridad que se había acumulado en el piso.

Hacía seis meses que su madre había muerto. Desde entonces, en el piso vacío, la esperaban la soledad, el silencio y los recuerdos. No tenía prisa por volver y a menudo se quedaba hasta tarde en la redacción. Todos los compañeros se iban en punto de las seis, pero ella se quedaba. Organizaba papeles, apuntaba planes para el día siguiente. Sus colegas no la querían; la consideraban demasiado meticulosa e inflexible. Y es que ella acostumbraba a hacer su trabajo con precisión y rapidez, y exigía lo mismo a los demás.

Antes, en casa la esperaba su madre enferma. No había tiempo para relajarse ni compadecerse. Antes de la enfermedad, su madre había sido maestra y la había criado con firmeza. Lorena se acostumbró a hacer todo «perfecto» para no defraudarla, aunque no sin cierta rebeldía interior. Y ahora, sin querer, se había convertido en alguien igual de exigente.

Solo había tenido un amor en su vida. Pero la relación se rompió antes de llegar al altar. Su madre ya estaba enferma, y Lorena no quiso mudarse con su prometido; no podía dejarla sola. Y él no aceptó vivir en un piso pequeño con una futura suegra enferma.

Así que, a los treinta y dos años, Lorena se quedó sola. Los hombres de la redacción eran o casados o incapaces de resistirse a cualquier falda. Y, fuera del trabajo, no tenía vida social. Antes por su madre, ahora por el cansancio y la indiferencia hacia su propia existencia. Le esperaba otra noche solitaria frente al televisor o con un libro.

El sábado, Lorena se levantó tarde, se desperezó y miró por la ventana. El patio estaba cubierto por una fina capa de nieve, marcada por huellas oscuras. No había helado; pronto se derretiría. Y le entraron ganas de pisar aquel manto blanco, dejar también sus huellas. Se apresuró al baño.

¿Hacía falta mucho para ser feliz? Un poco de nieve y dos días libres por delante. Lorena desayunó, se vistió y salió a la calle.

—Lore, ¿vas al supermercado? ¿Me traes una barra de pan? —oyó a sus espaldas.

Era la vecina del primer piso, asomada por la ventana entreabierta.

—Claro. ¿Necesitas algo más? —preguntó Lorena.

La anciana lo pensó un segundo.

—No, nada más, solo el pan. —La ventana se cerró.

Bueno, al menos tenía un objetivo. Lorena caminó hacia la tienda, evitando pisar las huellas de los demás.

Al entregarle el pan, le preguntó a la vecina qué había pasado con el charco del portal.

—Lo ha quitado el nuevo barrendero. ¿Verdad que es un encanto?

—¿Y el anterior? —No es que le importara demasiado, pero preguntó por educación.

—Murió la semana pasada. Pasa, que te lo cuento —la invitó la vecina.

No tenía nada mejor que hacer, así que entró en el piso, acogedor aunque repleto de muebles anticuados y pesados.

—Hace unos días volvía del correo y vi a un hombre sentado en el banco del patio. Parecía taciturno, pero no bebido. Reconozco a los borrachos, porque mi marido lo era, que en paz descanse. Este no tenía pinta de vago. Cada vez que miraba por la ventana, ahí seguía. Y ya hacía frío, noviembre y todo. Claro, pensé que no tenía adónde ir.

Salí y le pregunté qué esperaba. Tenía una mirada triste. «Entra al portal, cálzate», le dije. «Si buscas trabajo, nuestro barrendero ha muerto. El patio está lleno de hojas. Ve mañana al ayuntamiento, pide el puesto, mejor que estar aquí sin hacer nada».

Mira cómo ha limpiado el patio. Trabajador, educado, saluda. Vive en la carbonera. Es evidente que no tiene otro sitio. Mira, ahí va —la vecina señaló por la ventana.

Un hombre alto cruzaba el patio. No parecía viejo, pero la barba crecida le añadía años.

Al día siguiente, Lorena vio desde la ventana cómo el nuevo barrendero raspaba el asfalto con la escoba. Ras, ras, ras, ras. Observó largo rato el movimiento monótono. No parecía un trabajador cualquiera. La curiosidad la invadió, y pronto el destino los juntó. Iba a tirar la basura y tropezó. Una mano fuerte la sostuvo antes de caer.

—Gracias —dijo Lorena, reconociendo al barrendero.

Bajo la gorra de lana heredada del anterior, unos ojos grises e inteligentes la miraban. La barba le daba un aspecto desaliñado.

—Usted es el nuevo barrendero —dijo Lorena, examinándolo con curiosidad.

—Eso parece —gruñó él, y siguió su camino.

«Qué borde», pensó Lorena al tirar la basura.

Otro día, volviendo del supermercado, se encontró con el barrendero. Sacaba cajas de la carbonera y ella le cortó el paso. Lo saludó y se apartó.

—Oiga, ¿por qué trabaja de barrendero? Es un trabajo para jubilados, y usted es joven —le gritó a su espalda.

—¿Y a usted qué le importa? —contestó él sin volverse del todo.

—Nada. Solo curiosidad —insistió Lorena.

El barrendero no respondió, dejando claro que no tenía intención de abrirse ante nadie, y menos ante esa mujer pálida como una polilla.

—Grosero —resopló Lorena, pero él ya no la oía.

«Qué tipo más raro. ¿Y por qué me meto con él? ¿Qué pensará de mí? Una solterona desesperada que se fija en el barrendero». Y, enfadada consigo misma y con él, subió corriendo a casa.

Desde entonces, miraba a menudo por la ventana, observándolo barrer el asfalto o recoger basura del parque infantil. No parecía un hombre acabado. Se le notaba culto. Algo le había pasado en la vida.

La vecina le contó un día lo que había averiguado:

—Las chicas del ayuntamiento dicen que su negocio quebró, que se quedó sin dinero y su mujer lo echó. Por eso acabó en la calle.

—¿Pero cómo puede**Adapted Story in Spanish (Castilian) – Continuation**

Un día, mientras paseaba bajo la lluvia ligera de marzo, Lorena vio a Denis arrodillado junto a la carbonera, cubriendo los charcos con arena para que nadie resbalara, y supo entonces que algunos milagros no ocurren por casualidad, sino porque alguien, en silencio, los hace posibles.

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