**El Latido del Corazón**
—Fernando Arcadio, no hace falta que vayas tú a la sucursal. Que Marta lleve los documentos —dijo el director con mal humor.
—Perdone, pero prefiero ir. Es mi ciudad natal. Hace mucho que no voy.
—¿Tienes familia allí? —preguntó el director, suavizando el tono.
—No. A mi madre la traje aquí, pero…
—Entiendo —lo interrumpió el director—. La tierra de uno es sagrada. Bien, ve. Pero mañana es un día importante, ¿llegarás a tiempo?
—No se preocupe —prometió Fernando—. Gracias.
El director hizo un gesto con la mano, dando por terminada la conversación.
Fernando entró en su despacho, recogió los papeles, apagó el ordenador, tomó la carpeta con los documentos y salió, cerrando con llave. La dejó en recepción al vigilante.
No pasó por casa. Desde el coche llamó a su madre para preguntarle cómo estaba y avisarle que esa noche no iría, que tenía un asunto importante. No le dijo que iba a su ciudad natal. Se pondría nerviosa, y su corazón no estaba fuerte.
—Mamá, debo irme. Si necesitas algo, llámame. —Fernando guardó el móvil y arrancó el motor.
Al salir de la ciudad, repostó, compró un café y un par de empanadillas para no hacer más paradas. Debía entregar los documentos antes de que cerraran. Aunque podía llamar para asegurarse de que lo esperaran.
No planeaba visitar a viejos conocidos. Todos se habían ido. Solo quería pisar su infancia otra vez. Encendió la radio, y la melodía de un éxito reciente llenó el coche. Dio un sorbo al café caliente.
***
Tras la muerte de su padre, su madre enfermó a menudo. En una revisión, le diagnosticaron problemas cardíacos. Fernando le propuso mudarse con él a la capital. Allí la atención médica era mejor. Pero ella se negó: él era joven, debía hacer su vida, y ella lo estorbaría. Sin embargo, empeoraba.
Al final, convenció a su madre para vender el piso, añadió dinero y le compró uno pequeño cerca del suyo. Desde entonces, no había vuelto, aunque lo recordaba mucho.
¿Cómo olvidar un primer amor? Quizás ella ya no vivía allí, pero la ciudad seguía igual, con sus calles y aquel portal donde él sufrió su amor no correspondido. Aún ahora, al recordar a Lucía, el corazón le latía con fuerza. Nunca había vuelto a sentir algo así. Como si hubiera dejado allí su corazón para siempre.
Lucía, una compañera delgada y discreta, pasó desapercibida hasta el último curso. Tras las vacaciones, regresó diferente, más alta, más bonita. Y Fernando sintió por primera vez el corazón golpearle el pecho.
Desde entonces, solo pensaba en ella. Esperó con ansias la fiesta de Navidad del instituto. La invitaría a bailar y le confesaría su amor. Finalmente, llegó el día. El salón estaba decorado, los mayores se reunieron tras el concierto. Fernando dejó pasar el primer vals, sin atreverse.
El evento terminaba, y solo sonaban canciones rápidas. Las oportunidades se esfumaban. Fernando mordisqueaba el labio, apoyado en la pared. Hasta que empezó una balada.
Respiró hondo. Era ahora o nunca. Cruzó la sala hacia la ventana donde Lucía charlaba con sus amigas, adelantándose a otros chicos.
El corazón le martilleaba tanto que vio puntos negros. Casi se desmayaba. Incapaz de hablar, le tendió una mano temblorosa, mirándola con pánico.
Ella intercambió miradas con sus amigas y, de pronto, le sonrió. Delante de todos, Fernando la agarró torpemente por la cintura. Ella apoyó las manos en sus hombros y se movieron lentamente.
Sus piernas no respondían; estaba rígido. Apenas oía la música. El corazón le golpeaba la garganta. El suave labial de Lucía olía a fresa. Durante años, ese aroma le trajo el recuerdo de ella.
La música cesó. Lucía se apartó bruscamente y volvió con sus amigas. Dijo algo, y todas rieron, mirándolo. Fernando enrojeció y salió corriendo.
En abril, antes del cumpleaños de Lucía, esperó a que sus padres se durmieran. Salió de casa con una lata de pintura y un pincel. Bajo sus ventanas, escribió en el asfalto: «¡Feliz cumpleaños!». Y debajo, sus iniciales: «F.M.». Fernando Mendoza. Pero en su mente decían: «Fuerza y Melancolía».
Esperó que Lucía lo mencionara al día siguiente, pero ni siquiera lo miró. En el recreo, invitó a varios compañeros a su fiesta, ignorándolo.
Después de clase, fue a su portal. La decepción fue enorme: la lluvia había borrado las palabras. Lucía nunca supo de su gesto.
Esa noche, escuchó risas y música desde su ventana. Alguien salió al balcón, encendió un cigarrillo… Fernando se marchó.
En la graduación, lo intentó una última vez.
—¿Bailas? —le preguntó.
—No bailo —respondió ella, volviéndose.
—Me voy a estudiar a otra ciudad. Lucía, te quiero —musitó él.
Ella giró bruscamente.
—Yo a ti no.
Bebió hasta enfermar. Se fue antes. En la universidad, la vio una vez, del brazo de otro. Regresó antes a la residencia. Luego supo que se había casado. Intentó olvidarla. Conoció a otras chicas, pero nunca sintió lo mismo.
***
Absorto en los recuerdos, llegó a la ciudad y entregó los documentos.
—¿Vas al hotel? —preguntó el socio.
—No, comeré algo y volveré —contestó Fernando.
—Venga, te llevo a un buen sitio.
Aceptó. Había crecido allí, pero nunca había ido a un restaurante.
No habían tomado asiento cuando se acercó una camarera. El ajustado uniforme apenas contenía sus curvas. Lucía había cambiado mucho, pero la reconoció.
Rechazó el vino, pidió carne y un poco de ensalada. Cuando ella trajo la comida, notó que el socio no le quitaba los ojos de encima.
—¿Por qué se exhibe así? —pensó, sintiendo solo irritación. El corazón no aceleró.
Luego pidió café. El socio se apresuró a irse.
—Te espero fuera —le dijo Lucía al despedirse.
Fumó un cigarrillo, dudando si marcharse.
—No puedo huir —se dijo.
Ella salió. La llevó a su casa en coche.
—¿Subes? Un té y te vas —insistió ella, mirándolo con sus ojos delineados.
Subió preguntándose por qué.
Sus padres le habían dejado el piso al jubilarse. Lucía le sirvió té y sacó vodka para sí.
—Trabajar de pie todo el día, clientes insoportables… Aquí no hay muchas opciones —se justificó.
Bebió y se sinceró: un divorcio por infidelidad, otro marido alcohólico.
—¿Recuerdas aquel baile? —preguntó de pronto, sonrojada.
Claro que lo recordaba. Quizás si hubiera sido más valiente…
Ella se acercó, apoyó la cabeza en su pecho. No sintió nada al besarla. Sus labios sabían a alcohol, no a fresa.
Después, en la cama, ella murmuró sobre sueños incumplidos. Él solo pensaba en fumar.
Salió al balcón. La ciudad estaba vacía. Cuando volvió, ella dormía, despeinada, el maquillaje corrido.
Se vistió y se fue. En la floristería, pidió un ramo para que se lo enviaran por la mañana.
—¿Qué notaAl llegar a casa, Fernando miró por última vez la foto de Lucía que guardaba en el cajón, la rompió en pedazos y sintió, por fin, que su corazón latía solo para sí mismo.