No te hagas la tonta. ¿Dónde escondió tu madre el anillo? ¿Eres tú la que lo tomó? ¡Habla!

«No te hagas la tonta. ¿Dónde escondió mi madre el anillo? ¿O acaso fuiste tú quien lo tomó? ¡Habla!» — Pablo apretó con fuerza los hombros de Elisa.

Elisa nunca había sido guapa. Cuando su abuela vio a la recién nacida en el hospital, preguntó cómo su hija pensaba llamarla.

—Elena —dijo la madre con ternura.

—Las Elenas son hermosas, pero tu hija, perdóname, no lo será. Llámala Elisa. Así se llamaba tu bisabuela —suspiró la abuela.

En el colegio, todas las niñas eran dulces, de ojos grandes, mejillas regordetas y rizos rubios. Elisa, en cambio, era desgarbada, con pelo liso y delgado, de un color tan apagado que parecía de ratón. Se le electrizaba con la ropa y se le erizaba sin remedio.

—Pobrecita, lo va a pasar mal con ese físico. Difícil que encuentre marido. Te lo dije, hay que elegir a los hombres con juicio. Pero tú… —murmuraba la abuela mientras le hacía unas trenzas tan finas que apenas sostenían los lazos.

—Madre, ¡basta! Ya mejorará con la edad —respondía la madre de Elisa.

A los doce años, Elisa seguía igual. Alta, desgarbada, con un corte de pelo corto que la hacía parecer aún más larguirucha. Los chicos la llamaban «jirafa». Se volvió callada, sin amigos, refugiándose en los libros.

En el instituto, no fue al baile de fin de año. El vestido que le compraron en verano ya no le entraba.

—¿Por qué estás en casa? —preguntó su madre al llegar del trabajo.

—¿Para qué me trajiste al mundo? ¿Para sufrir toda la vida? Los chicos me llaman jirafa, nadie me invita a bailar. ¡Soy un adefesio! —gritó Elisa entre lágrimas.

—Hija, incluso los guapos tienen vidas difíciles. ¿Qué le vamos a hacer si la naturaleza es así? La belleza no lo es todo —intentó consolarla su madre.

—¿Y qué sí lo es? ¿El dinero? Con dinero se compra hasta el físico. Pero nosotros tampoco lo tenemos. No me casaré ni tendré hijos. No quiero que mi hija sufra como yo —dijo Elisa, amargada.

—Uno se enamora por la apariencia, pero se queda por el alma —susurró su madre con tristeza.

—Y yo tengo mal carácter. Tú misma lo dices. ¿Cómo ser amable cuando nadie te quiere? Todos huyen de mí como de la peste —más lágrimas cayeron—. ¿Por qué no elegiste a un padre más guapo?

Al terminar el instituto, Elisa podría haber ido a la universidad, pero eligió un ciclo de enfermería. De niña, hospitalizada por una neumonía, las enfermeras le parecieron ángeles en batas blancas. Bajo sus gorros, nadie veía su pelo.

Se graduó con matrícula. Los pacientes la adoraban. Ponía inyecciones con destreza y se quedaba a escuchar sus penas sobre enfermedades e hijos ingratos. En la planta de medicina interna, casi todos eran ancianos.

Pero a veces llegaban jóvenes. Uno de ellos, Román, de treinta años, rondaba el mostrador de enfermería, coqueteando con Elisa. Una vez, la besó en el quirófano y la invitó al cine. Pero pasaron los días, y Román no apareció. Elisa decidió ir a su casa.

—Ingenua. Está casado —dijo la enfermera jefa, negando con la cabeza.

—Lo dices por envidia —se ofendió Elisa.

—Mira tú misma: en su historial pone «casado» y el teléfono de su esposa.

—Pero ella nunca vino a visitarlo —observó Elisa.

—Por eso te rondaba. Tú le comprabas fruta, le llevabas comida casera… Su mujer está con dos niños, el menor de un mes.

—¿Eso también estaba en el historial? —preguntó Elisa, al borde del llanto.

—Vive en mi edificio. Conozco bien a su mujer. Si hubiera visto que esto iba en serio, te habría avisado. Pero él… creo que me temía. Ten cuidado con esos. Vamos, no llores. También te llegará tu dicha. A los hombres les gustan las enfermeras: sabemos cuidar, consolar… y pinchar, si hace falta —la abrazó con cariño.

En la planta había una mujer mayor, culta y sola. Nadie la visitaba. No tenía naranjas brillantes en la mesilla ni tarros de mermelada casera.

—¿Por qué no viene nadie a verla? —preguntó Elisa un día.

—Mi marido murió hace diez años, y mi hijo vive lejos. Tiene familia y trabajo; no quiero molestar —respondió Luisa Mercedes.

—¿Y qué hay más importante que la salud de una madre? Pronto le darán el alta, con su presión… ¿cómo vivirá sola?

—Me las arreglaré, Elisita —sonrió.

—Déjeme ayudarla. Puedo venir, ponerle inyecciones, vigilar su tensión. No tengo compromisos.

—Me da vergüenza… —titubeó Luisa Mercedes.

—Hablaremos luego, ahora debo irme —Elisa le apretó la mano y salió.

Tras el alta, cumplió su promesa. Iba a casa de Luisa Mercedes, cocinaba, limpiaba, compraba medicinas. Le gustaba aquel piso amplio.

—Mi marido era militar, general, para que lo sepas —contaba Luisa Mercedes orgullosa, tomando el té—. Vivimos en cuarteles por toda España. Al final, nos dieron este piso, pero él solo disfrutó poco.

—¿Por qué su hijo no vive aquí? Hay espacio de sobra.

—Su mujer quería dividir el piso en dos. No querían vivir con nosotros. Yo estaba harta de pisos pequeños… Me negué. Discutí con mi hijo. Mi marido lo sintió mucho… de ahí el infarto.

Y no solo por eso. Se lo contó bajito: su marido ayudó a un alto cargo cuando servía en el ejército. Como agradecimiento, le regalaron un anillo con un diamante único.

Al morir él, su hijo fue a reclamarlo. Ella se negó. Su marido quería donarlo a un museo, pero no se decidía.

—Mire —dijo Luisa Mercedes, sacando un pequeño paquete—. No tema, puede tocarlo.

—Es pesado… y grande —dijo Elisa, probándoselo.

—Es de hombre. Mi marido no quiso autenticarlo. Temía que si era falso, se decepcionaría, y si era valioso, que los coleccionistas lo descubrieran… Debería haberlo donado. Así su hijo no correría peligro. Él… o mejor dicho, su mujer, no se rendirá.

Elisa fue cada día. Una vez, Luisa Mercedes le enseñó un hatillo con ropa para su entierro.

—¿La dirección de su hijo? ¿Su teléfono? —preguntó Elisa—. Si pasa algo, habrá que avisarle.

—No los tengo. Mi marido los rompió tras la pelea.

Pero llegó el día que Elisa temía: Luisa Mercedes sufrió un derrame. Elisa la encontró tarde en el suelo. Llamó a urgencias, pero fue inútil.

Sin saber cómo comunicárselo al hijo, Elisa la enterró sola, usando el dinero que Luisa Mercedes guardó previsoramente.

Dos semanas después, una vecina llamó: el hijo había llegado. Elisa corrió. No usó su llave, llamó al timbre. Abrió un hombre atractivo de unos cuarenta y cinco.

—¿Por qué no vino antes? No tenía cómo avisarle.

—Discutimos en mi última visita… Última. Siempe fue así. Mi madre no quería a mi esposa. Me divorcié; ella tenía razón, pero lo entendí tarde. Vine…Elisa miró el retrato del general en la pared, recordó la bondad de Luisa Mercedes, y supo que, aunque el amor la había engañado otra vez, había hecho lo correcto al proteger el legado de aquella mujer que, al final, le había enseñado que la verdadera belleza está en el alma.

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No te hagas la tonta. ¿Dónde escondió tu madre el anillo? ¿Eres tú la que lo tomó? ¡Habla!