Aventura junto al mar

**Viaje al mar**

Con cincuenta y nueve años, Miguel Ángel Delgado quedó viudo. Su hija, apenas terminaron los funerales, le propuso que se mudara con ella.

—Papá, ven con nosotros. ¿Cómo vas a estar solo aquí? Es duro. Al menos por un tiempo, mientras te recuperas…

—Gracias, hija, pero no iré. No te preocupes por mí. No soy un viejo inválido, puedo cuidarme. ¿Qué haré en tu casa? Mejor quédate conmigo más tiempo —respondió Miguel Ángel, mirándola con esperanza.

—Papá, Lolo y Javier están solos. Lolo está en esa edad difícil y Javier con el trabajo… Tengo que irme —contestó Lucía, abrazándolo con culpa.

—Lo entiendo —dijo él, dándole una palmadita en la mano.

—Prométeme que me llamarás si necesitas algo, ¿vale?

—¿Qué voy a necesitar? Cocino, la lavadora hace su trabajo y puedo fregar el suelo. Con lo enferma que estuvo Mari Carmen, aprendí de todo. Ella solo me guiaba. ¿O acaso mi casa está sucia? —Su voz sonó herida.

—¡No, papá, está impecable! No te enfades, solo me preocupo —susurró Lucía, apoyando la cabeza en su hombro.

—No me voy a ahogar en alcohol. Nunca fui de borracheras, y ahora es tarde para empezar. Tranquila, vete.

Así quedaron. Miguel Ángel le preparó una bolsa de provisiones.

—¡Ay, papá, ¿para tanto?! Ya tenemos de todo.

—Tu madre no te habría permitido rechazarlo. Llévalo, nunca sobra. El tren te lleva, y Javier te recogerá —refunfuñó él, sin malicia.

Llegaron a la estación minutos antes de la salida. La revisoría revisó el billete y les urgió a subir. Lucía lo abrazó por última vez, besó su mejilla barbuda, tomó la bolsa con prisas—escondiendo las lágrimas—y subió al vagón. Mientras la revisoría cerraba la puerta, saludó con la mano, sonriendo entre lágrimas.

Miguel Ángel miró cómo el tren se convertía en un punto y desaparecía. El corazón le ardía de pena. Ahora estaba solo. Con Lucía cerca, había sido fuerte; ahora, las lágrimas caían. La gente reía, hablaba, pero él avanzó hacia la parada del autobús como en un desierto, ciego al mundo.

«Ay, Mari Carmen, ¿cómo vivir sin ti? ¿Me equivoqué al no ir con Lucía?». Decidió volver a casa caminando, retrasando el regreso al piso vacío.

Mientras paseaba por la polvorienta calle, recordó cómo conoció a Mari Carmen…

***

En el instituto, Miguel estaba enamorado de Tania, una chica frágil, con pecas doradas y cabello cobrizo que brillaba como el sol. Incluso en invierno, las pecas no se iban, solo se aclaraban.

En el último curso, a su padre le diagnosticaron tuberculosis. Los médicos les aconsejaron mudarse a un clima más cálido. Vendieron su piso en Madrid y se fueron al sur, a la costa, comprando una casa en Alicante.

Al principio, Miguel y Tania se escribían. Su madre lo regañaba—«¿Otra carta en vez de estudiar para selectividad?»—pero él ya estaba allí, con ella.

Tras el primer año de universidad, Miguel se unió a un grupo de construcción para ahorrar y visitarla sin pedir dinero. Regresó en agosto, moreno y delgado, y anunció: «Voy al sur, a ver a Tania».

Su madre se negó:

—No irás solo. Escríbele a sus padres, pide permiso. Llegar así, de sorpresa… Un año es mucho.

No había móviles, y los teléfonos no eran comunes en casas rurales. Tuvo que escribir, esperar la respuesta, maldiciendo su tardanza.

Cuando llegó, conseguir billete de ida y vuelta era imposible. Todos querían ir al mar ese verano. Miguel no pudo ir.

Enojado con el mundo, le prometió que el próximo verano iría sin falta… Pero Tania no respondió. Miguel sufrió, escribió cartas, pero nunca supo de ella.

Una mañana lluviosa, tropezó con una chica, tirando sus libros a un charco. Ese día no llegó a clase.

Era Vera. Hablaron en una cafetería como si se conocieran de siempre. Estudiaba enfermería. Sus libros secaban junto al radiador.

—¿No perdiste algo importante? —preguntó él.

—Un examen de anatomía. Igual lo habría suspendido —respondió ella, risueña.

Sus ojos negros, profundos como pozos, lo hipnotizaron. Poco a poco, Tania se volvió lejana; Vera, cercana.

A su madre le encantó Vera: seria, humilde, con una profesión estable. Su amor fue tranquilo, como ella. Se graduaron, se casaron, y al año nació Lucía.

Tania aún aparecía en sus sueños, pero Vera y Lucía lo calmaban. «Seguramente ella también tiene familia», pensaba.

***

De vuelta en casa, Miguel Ángel se sumergió en la limpieza: quitó las telas negras de los espejos, lavó las sábanas, abrió las ventanas. El ruido de la ciudad entró, y el piso dejó de sentirse vacío.

—«Ves, Mari Carmen, lo llevo. No te preocupes. Pronto nos veremos»—murmuraba, mirando su foto. Lucía quiso poner un lazo negro, pero él se negó: «Para mí sigue viva, aquí, en mi corazón».

En el trabajo, el director lo llamó:

—Te conseguimos una semana en la costa. Vete, descansa. Es temporada baja, tranquila, con fruta fresca.

—Pero ya usé mis vacaciones —objetó Miguel Ángel.

—Tómalas sin sueldo. Te damos una ayuda. Considéralo un bonus —le dijo, dándole una palmada.

Reservó un billete en litera para mediados de septiembre.

Solo había ido al sur una vez, cuando Lucía, con cinco años, enfermaba seguido. El médico recomendó el mar para fortalecerla. Funcionó. Luego, los problemas cardíacos de Vera acabaron con los viajes.

En el tren, Miguel Ángel dormió y recordó. «¿Y si encuentro a Tania? —pensó—. Pero tendrá su vida…». Se regañó. Después, otro pensamiento: «En un año me jubilo. Quizá vender el piso y mudarme cerca de Lucía».

La habitación del hotel era amplia, con vistas al mar. Visitó Benidorm, hizo excursiones, y al atardecer se sentaba en la playa, viendo las olas. «Sin ti, Mari Carmen, no es igual»—suspiró.

Una tarde, una mujer menuda se paró cerca. Llevaba un grueso jersey y un gorro de lana. Le recordó a Tania.

—Bonito, ¿verdad? Vengo cada día —dijo él.

Ella no respondió.

—Vivo aquí. Cuando puedo, vengo —murmuró, sin mirarlo.

—¿Y en invierno? ¿También hay puestas de sol así? —preguntó él.

—Depende. En invierno hay tormentas.

Finalmente, se giró. El sol le doró el rostro; no distinguía si tenía pecas.

—Creo que la he visto antes. No es un invento para ligar —aclaró él, nervioso.

Ella lo miró con recelo.

—Estuve aquí con mi mujer e hija hace años. ¿Estuvo en Benidorm?

—Disculpe, debo irme —respondió, y se fue.

Al día siguiente, no apareció. «¿Me estoy volviendo loco?», pensó.

Tras una tormenta, la vio de nuevo, con un impermeable.

—¿Vive cerca? —preguntó después de hablar del temporal.

—Sí, en una casaLa mujer lo miró con tristeza en los ojos mientras el viento arrancaba su gorro de lana, revelando un rostro marcado por el tiempo pero aún reconocible bajo las pecas desvanecidas, y Miguel Ángel sintió que, al fin, podía dejar ir el pasado y aceptar que a veces las segundas oportunidades no sirven para reescribir la historia, sino para cerrarla en paz.

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