Mamá, no te vayas

**Mamá, no te vayas**

Después de la cena, mamá se sentó junto a Pablo, de siete años, y le rodeó los hombros con el brazo. Él se puso tenso. La última vez que hizo algo así, le dijo que se iría unos días por trabajo y que él se quedaría con su amiga, la tía Luisa. No sería malo si no fuera por la hija de la tía, Carlota, una niña insoportable y engreída que siempre se quejaba de él y lo llamaba «enano».

—¿Otra vez te vas de viaje? No quiero ir con la tía Luisa. Carlota es horrible —dijo Pablo, mirando a su madre con el ceño fruncido.

Ella sonrió y le revolvió el pelo, corto y rebelde. Él se animó.

—Mamá, por favor, llévame contigo —rogó.

—No puedo. Estaré ocupada todo el día. ¿Qué harás tú solo? —Se levantó del sofá y comenzó a caminar de un lado a otro, nerviosa.

—Tú misma dijiste que ya soy mayor. No quiero ir con la tía Luisa y Carlota. ¿Puedo quedarme solo en casa?

—¡Basta de quejarte! —le gritó—. Eres demasiado pequeño para estar solo. ¿Y si pasa algo? Si no quieres ir con la tía Luisa, te llevaré con tu abuela.

—¿A Sevilla? —Los ojos de Pablo brillaron de alegría.

—No. Te llevaré con tu otra abuela, la madre de tu padre.

Para Pablo fue una sorpresa enterarse de que tenía otra abuela. Nunca la había visto.

—No quiero —dijo, por si acaso.

—No te estoy preguntando. Recoge tus libros y lo que quieras llevarte. Yo prepararé tu ropa.

El corazón de Pablo se aceleró. La última vez que lo dejó con la tía Luisa, no tuvo que empacar nada. Eso significaba que su madre se iría por mucho tiempo.

—No quiero ir con maletas. ¿Puedo ir contigo? —insistió, con voz quebrada.

—¡Para ya! Los hombres no lloran.

—Soy un niño, no un hombre —sollozó.

A la mañana siguiente, se vistió despacio, esperando que su madre cambiara de opinión o perdiera la paciencia y lo dejara en casa. Pero ella solo le gritó que el taxi los esperaba y que por su culpa no tendrían tiempo de desayunar.

Atravesaron la ciudad en el taxi, luego subieron en el ascensor de un edificio alto. Pablo observaba los números del panel hasta que se detuvieron en el undécimo piso. Las puertas se abrieron y su madre lo empujó hacia una puerta metálica.

La mujer que abrió no se parecía en nada a una abuela. Llevaba una bata roja con pájaros dorados y un peinado alto que parecía una torre. Lo miró con los labios torcidos, como si acabara de ver una cucaracha. Su madre siempre gritaba con las cucarachas; esta mujer no gritó, pero su mirada no prometía nada bueno.

Los adultos solían decir cosas amables al conocerlo: «¿Quién es este jovencito tan guapo?». Ella no dijo nada, solo miró alternativamente a Pablo y a su madre.

—Buenos días, Margarita. Gracias por aceptar cuidar de Pablo. Aquí está su ropa. Le he dejado una nota con su rutina, lo que le gusta comer, la dirección del colegio…

—¿Cuándo volverás de tu… —la «abuela» resopló—, «viaje de trabajo»? Tenía una voz ronca, casi masculina.

«¿Será un hombre disfrazado?», pensó Pablo.

—En una semana, quizás antes —contestó su madre.

El corazón de Pablo se hundió. La miró con ojos llenos de lágrimas y reproche.

—No te vayas. Mamá, llévame contigo —suplicó, agarrándose a su abrigo.

Las manos de la «abuela» le apretaron los hombros con fuerza. Pablo soltó el abrigo de un golpe, y su madre cerró la puerta tras de sí. Él gritó, la llamó, forcejeó con el picaporte.

—¡No chilles! —gruñó la mujer—. Basta de dramatismos. Desvístete. Espero que tu madre no olvidara tus zapatillas. No pienso gastar dinero en ti. Mi pensión es pequeña.

Se alejó flotando en su bata, dejándolo solo. Aunque tenía calor, Pablo no se quitó la chaqueta por terquedad. Se sentó en cuclillas, apoyado contra la puerta, pero las piernas se le durmieron. Al levantarse, abrió la cremallera de su mochila y vio sus zapatillas. El recuerdo de su casa y su madre lo hizo llorar.

Cuando entró en la cocina, la «abuela» estaba fumando. Pablo la miró con los ojos muy abiertos. Nunca había visto a una abuela fumar.

—Me llamo Margarita Benjamín. ¿Puedes decirlo? —Hizo un gesto con la mano—. Llámame Marga.

Apagó el cigarrillo en el cenicero como si aplastara un insecto, y tosió con un sonido áspero en el pecho.

El tiempo pasó lentamente. Rara vez hablaban. Un par de veces ella lo llevó al colegio, después fue solo. Ella fumaba, veía la televisión todo el día.

Una tarde, al volver, vio su maleta en el recibidor.

—¿Ha venido mamá? —preguntó, esperanzado.

—No.

A la mañana siguiente, Marga lo llevó a una casa de dos pisos que parecía una guardería enorme. No alcanzó a leer el letrero sobre la puerta. Sudó sentado en el pasillo mientras ella hablaba con la directora.

Luego salió y se fue sin mirarlo. La directora lo tomó de la mano y lo guió por un pasillo largo. Tras cada puerta se oían voces de niños. Subieron al segundo piso y entraron en una habitación con diez camas alineadas.

La directora señaló una cama y se marchó. Antes de que pudiera acomodarse, cuatro niños entraron. Dos eran mucho más grandes que él. Cuatro pares de ojos lo observaron.

—¿Cómo te llamas, nuevo? —preguntó el mayor.

—¿A tu madre le quitaron la custodia o la atropelló un coche? —preguntó otro.

—Está de viaje —susurró Pablo.

—¡Ja! Conocemos esos «viajes». Los niños se rieron—. Tu madre encontró a otro y te dejó aquí para no estorbar.

—¡No es verdad! Ella vendrá por mí…

Le arrebataron la mochila y tiraron su ropa al suelo. Se repartieron sus cosas entre risas.

Pablo intentó defenderse, pero no podía contra cuatro. Lo empujaron, lo golpearon. La rabia le dio valor. Embistió a uno, clavándole la cabeza en el estómago. Los otros se abalanzaron sobre él. No se sabe cómo habría terminado si la cuidadora, tía Rosario, no hubiera entrado con una escoba para separarlos.

Por la noche, lo cubrieron con una manta y lo golpearon. Entre el miedo y la humillación, Pablo se orinó. A la mañana, los niños pasearon sus sábanas por las habitaciones, riéndose.

Su vida en el orfanato fue un infierno. Comparado con esto, vivir con Marga parecía el paraíso. Peleaba constantemente, lo castigaban. Se escondía en rincones y lloraba, llamando a su madre.

De mayor, escapó un par de veces, pero lo encontraron, lo sacaron del tren y lo devolvieron al orfanato. La cuidadora, tía Rosario, lo consolaba. A menudo se refugiaba en su cuarto de limpieza.

—Aguanta, cariño. Todo pasa. Lo importante es no odiar a la gente. Hay de todo, pero muchos son buenos.

Cuando leCon los años, Pablo aprendió que la rabia no curaba las heridas del pasado, pero el amor de su propia familia le enseñó que, aunque el perdón no borraba el dolor, al menos le permitía mirar hacia adelante.

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