**Engaño**
Los destinos de las personas son distintos. A unos les sonríe la suerte desde jóvenes y encuentran un amor para toda la vida. Otros, en cambio, lo hallan después de sufrir engaños, divorcios y perder toda esperanza de felicidad.
Jorge pertenecía a los segundos. Conoció a su futura esposa en la universidad. Tatiana, una chica guapa y tímida, llegó de un pequeño pueblo de provincia. A Jorge le gustó desde el primer momento, aunque él era un chico corriente, sin nada destacable. Tatiana tardó en corresponderle.
Pero en el último curso, cuando muchos estudiantes encontraban su media naranja e incluso algunos ya formaban familias con hijos, Tatiana, de repente, se fijó en Jorge. Él volaba de felicidad y, por supuesto, no tardó en pedirle matrimonio. Para su alegría, ella aceptó.
La madre de Jorge intuía que la joven no quería volver a su pueblo. Casarse con su hijo le aseguraba residencia en una gran ciudad cercana a Madrid, un piso céntrico y un buen trabajo. Pero, viendo a su hijo tan enamorado, decidió no romper sus ilusiones.
La boda se celebró justo después de graduarse. En un restaurante a las afueras se reunieron amigos, principalmente de la universidad. Solo faltaron los padres de Tatiana.
Ella explicó que su padre estaba enfermo, postrado en cama, y su madre no podía dejarlo solo. A más preguntas, respondía con evasivas, entristeciéndose, con lágrimas en los ojos. Los padres de Jorge optaron por no insistir. Ya tenía bastante sufrimiento.
“Ningún médico ha podido ayudarlo”, decía Tatiana con ojos llenos de pena.
Los suegros intentaron reemplazar a sus padres. Vivieron todos juntos, felices. Tatiana pronto quedó embarazada. No buscó trabajo; el dinero alcanzaba, y pronto estaría de baja maternal. Nueve meses después, nació su primer hijo, Jorge, como el abuelo de Tatiana.
El segundo embarazo llegó ocho años más tarde. Para entonces, tenían su propio piso. Fueron partos difíciles, prematuros. Nació una niña diminuta y frágil: Elena, como la madre de Jorge.
Los padres de Tatiana nunca vieron a sus nietos. El abuelo murió un año después del nacimiento de Jorge, y su madre lo siguió ocho meses más tarde.
Cuando Elena empezó el colegio, Tatiana quiso trabajar. Estaba harta de estar en casa. Sus conocimientos universitarios habían quedado obsoletos, y nunca había tenido experiencia laboral.
Los padres de Jorge movieron sus contactos y la colocaron como secretaria en una gran empresa.
Pasaba horas en el gimnasio. Empezó a vestirse con elegancia, a maquillarse. Ya no parecía una ama de casa, sino una mujer profesional. Amigos y compañeros reprochaban a Jorge haber escondido a una belleza así.
Tatiana descuidó a los niños. Jorge terminaba el instituto y pronto viviría su vida. Elena pasaba casi todo el tiempo con sus abuelos, que la malcriaban para compensar la falta de atención materna.
Jorge escuchaba cada vez más críticas de su esposa: que si no se cuidaba, que si tenía barriga, que debía apuntarse al gimnasio. Y siempre comparándolo con su jefe, un hombre mayor pero con un cuerpo de treinta años.
Jorge lo entendió todo. Un día, decidió visitarla en el trabajo. Tenía una excusa: pronto era el cumpleaños de su padre, y necesitaba un regalo especial.
Al llegar, la recepción estaba vacía. Golpeó la puerta del director y, sin esperar respuesta, entró. La oficina estaba desierta, pero notó otra puerta entreabierta. Al acercarse, escuchó gemidos inequívocos.
Abrió de golpe. Allí estaba Tatiana, su esposa, con la falda arriba, montada sobre el director, despeinado y con los pantalones bajados. La reconoció al instante, a pesar de verla de espaldas. Diecisiete años juntos no se olvidan.
Jorge se quedó paralizado. Cerró la puerta y se marchó, sin entender por qué no había reaccionado, por qué no le había arrancado a su mujer de encima o golpeado al director.
Tatiana llegó a casa como si nada, con una sonrisa de satisfacción. Ahora todo encajaba. Las excusas para evitar la intimidad, las negativas constantes… Estaba demasiado ocupada complaciendo a su jefe. Vaya modestia.
Jorge le dijo que lo sabía todo, que la había visto con sus propios ojos. Tatiana, tras un momento de pánico, se recuperó rápido.
“Pues si ya lo sabes… mejor así”, dijo con frialdad. “Me voy de casa.”
“¿Y los niños?”
“Jorge ya es mayor, pronto se casará. Que Elena decida.”
Elena no tardó en elegir: no quería vivir con el nuevo marido de su madre, ni tampoco con su padre, por si aparecía otra mujer. Prefirió quedarse con sus abuelos, que la mimaban.
Así quedó Jorge, solo. Un hombre en plenitud. El director tenía casa propia, pero Tatiana se quedó con el coche. Jorge no discutió; ya no le importaba nada.
Tiempo después, conoció a Luisa. Ella también había sido abandonada por su marido. No tenía hijos; un problema de juventud se lo impidió. Simplemente, vivían juntos.
Jorge se graduó y se casó. Elena dejó los estudios. El padre de Jorge falleció de repente, y su madre lo siguió dos años después. Elena heredó el piso.
El dinero se esfumó rápido. Elena no quería trabajar. Empezó a visitar a su padre. Luisa siempre la recibía con comida, y al final, Elena acudía cada tres días, llevándose tuppers.
“La malcrías”, protestaba Jorge. “Es una mujer adulta. Sus abuelos le dejaron dinero y un piso. Nos la han echado encima.”
“Es víctima del divorcio. No podemos abandonarla. Además, a mí no me cuesta”, defendía Luisa.
“Ahora eres tú quien la malcría.”
“¿A quién más voy a malcriar? No puedo tener hijos. Necesito sentirme madre.”
Jorge no volvió a ver a Tatiana. Vivía en una urbanización lujosa con el director; sus mundos ya no se cruzaban.
Un día, Elena llegó deshecha.
“¿Qué pasa? ¿Te faltó dinero para un vestido?”, preguntó Jorge.
“¿No ves que está afectada?”, reprochó Luisa. “Estás pálida. ¿Enferma?”
Elena enterró la cara en sus manos, sollozando.
“Me voy a morir”, logró decir entre lágrimas.
“¿Qué dices? Cuéntanos”, insistió Luisa.
“Tengo un tumor cerebral. Si no me operan…”
“Pues hay que operarte. La medicina ahora es avanzada”, dijo Jorge.
“En Madrid no pueden. Es muy profundo. Podría morir en el quirófano.”
“¿Dónde lo hacen?”
“En Israel o Alemania. Pero es carísimo. Mi madre y su marido dieron algo, pero no es suficiente.”
Luisa preguntó cuánto faltaba.
“Setecientos mil euros. Solo para la operación. Falta más para análisis y vuelos. No tengo nada. Podría vender el piso, pero no hay tiempo. Moriré.”
Luisa prometió ayudarla. Al día siguiente, Jorge vendió su coche y un amigo le prestó medio millón.
“Eres mi hija. No permitiré que mueras”, dijo Jorge al entregarle el dinero.
Elena lloró de gratitud, jurando que iría al banco a transferirlo. Jorge insistió en acompañarla, pero ella se negó: su madre no debía enterarse.
Pasó una semana sin noticias. Luisa tranquilizaba a Jorge: “Las llamadas son caras. Si algo malo pasara, nos avisarían”.
Otra semana después, en el cumpleaños de Luisa, salieron a cenar. Entre los comensales, Jorge vio a TatianaEntre las risas y las luces del restaurante, Jorge comprendió que, a veces, el mayor engaño no viene de los extraños, sino de aquellos en quienes más confiabas.