Perdóname, querida…

**”Catalina, perdóname…”**

Antonio entreabrió un ojo y al instante lo cerró. El bajo sol de marzo disparaba su rayo despiadado directamente a su cara a través de la ventana. Se retorció entre las sábanas arrugadas, intentando esquivarlo.

—¿Te despertaste, borracho? —resonó la voz de su mujer—. Abre esos ojos sinvergüenza, quiero mirarlos. Los demás hombres regalan flores, hacen detalles. Pero tú, ayer, te emborrachaste hasta perder el juicio. ¿O ya ni te acuerdas de qué día es hoy?

Antonio se arrastró contra la pared y logró abrir los ojos. A través de las estrechas rendijas de sus párpados, como troneras de fortaleza, vio a Catalina. Plantada allí, con los brazos en jarra, imponente.

—¿Q-qué día? —preguntó, sinceramente confundido.

—El 8 de marzo, por si no lo sabes. El Día de la Mujer. Yo debería estar celebrando, pero tú prefieres ahogarte en alcohol. No tienes vergüenza. Pensé que tomaríamos algo juntos, que yo sacaría ese vino bueno que me trajo mi hija. Pero no, tú, miserable, lo encontraste y te lo bebiste todo. ¿Tan poca es la sed que te mata?

Antonio no tuvo tiempo de cubrirse cuando la zapatilla, lanzada con puntería letal, le golpeó la frente.

—Toma… —La segunda zapatilla no le llegó; se había refugiado bajo la manta. Menos mal que solo eran dos. Asomó la nariz.

—Catalina, perdóname. Lo juro, lo arreglaré. —Antonio eructó y quiso levantarse, pero se enredó en la sábana.

Ella le ignoró y desapareció en la cocina. El ruido de platos y cacerolas comenzó a retumbar. Cuando Catalina empezaba ese concierto, significaba que la bronca duraría horas.

Decidió no tentar al diablo y escapar de casa antes de que empeorara. Se deslizó sigiloso hacia el baño, se echó agua fría en la cara, liberó el vaso de los cepillos de dientes, lo llenó y bebió con avidez. Alisó sus escasos cabellos con la mano húmeda. Catalina seguía martirizando los platos.

Antonio se deslizó de vuelta al dormitorio, se vistió y salió al recibidor. Al calzarse, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer. El ruido hizo asomar a Catalina.

—¿Adónde vas, borrachín?

—Catalina, ahora vuelvo… En un momento… —Antonio arrancó su chaqueta del perchero y retrocedió hacia la puerta.

—¡Espera! —ordenó ella, avanzando con pecho de quinta talla, pero él ya se había escurrido y cerró la puerta tras de sí.

—Si vuelves, te juro que… —La amenaza se perdió en el aire.

Antonio no quiso escuchar más y bajó las escaleras a toda prisa.

Afuera, el sol brillaba; el goteo de los aleros resonaba como tambores y, en algunos lugares, el asfalto gastado asomaba bajo el hielo derretido. Hombres con ramos de mimosa amarilla o tulipanes multicolores cruzaban su camino.

—Oiga, ¿me dice la hora? —le preguntó Antonio a un señor con un ramo de mimosa.

—Hora de curar la resaca —contestó el otro sin volverse.

—No estaría mal —murmuró Antonio, y siguió caminando.
En realidad, quería saber dónde comprar flores, pero por alguna razón preguntó la hora.

—Chaval, ¿dónde has comprado esas flores? —le preguntó a un joven.

—Por ahí. —El muchacho señaló vagamente hacia atrás.

—Ah, vale. —Antonio siguió en esa dirección.
Pronto encontró a una vendedora junto al semáforo. A sus pies, una caja de donde asomaban ramitas de mimosa como cabezas de pollitos.

Aceleró el paso. Necesitaba flores para calmar a Catalina y, con suerte, conseguir su ansiado trago festivo. Pero al llegar, solo quedaba una ramita escuálida en el fondo de la caja.

—Llévesela, señor, se la dejo barata —dijo la mujer, clavándole una mirada de complicidad.

—Quería un ramo. Para mi mujer. ¿No tiene más?

—No hay —repitió ella, burlona—. Si quiere, espere. Ahora llamo, traerán más.

Antonio dudó. Regalarle eso a Catalina sería peor que nada. Los hombres con flores seguían pasando; en algún lugar habría más. Siguió caminando. De pronto, recordó revisar sus bolsillos. No recordaba si tenía dinero o si Catalina se lo había confiscado para evitar más borracheras.

Se detuvo y hurgó. Encontró un billete arrugado de veinte euros. Ni idea de cuánto costaban las flores. Más adelante, un grupo se apiñaba alrededor de un coche. Al escuchar el precio de los tulipanes, se desanimó.

—¿Solo quieres uno? —preguntó el vendedor, con acento marcado.

—Solo tengo esto. —Mostró el billete arrugado.

—Pues por esto, solo te doy una flor. ¿La quieres?

Antonio pensó que un tulipán suelto no era mejor que la ramita de mimosa y se alejó.

Intentó recordar a quién podía pedir dinero. «¡Ah, José me debe cincuenta euros! Que me los devuelva». Corrió hacia su casa. Claro, habían bebido juntos, pero con el dinero de Antonio, así que la deuda era legítima.

—¿Quién es? —preguntó Carmen, la mujer de José, desde dentro.
Era una arpía que mantenía a su marido bajo suela de zapato. José la llamaba “la Ulcera” a sus espaldas.

Antonio se identificó, inclinándose hacia la cerradura.

—¿Qué quieres? —preguntó Carmen.

—Que salga José. Me debe cincuenta euros. Los necesito urgente.

Pegó la oreja a la puerta, pero Carmen calló, procesando la información.

—¡Ahora mismo te doy algo que no podrás llevar! —gritó, al fin.

Antonio se apartó. El pestillo sonó y, por la rendija, apareció una mano haciendo un corte de mangas.

—¡Toma! —chilló Carmen.

Antonio no se lo pensó y tiró de la puerta hacia sí. Carmen salió despedida hacia él. El gesto falló por centímetros. Detrás de ella, asomó el cuerpo enclenque de José, con una camiseta de “club de fans del alcohol” y calzoncillos floreados.

—José, sé buen tipo… —logró decir Antonio antes de que Carmen cerrara de un portazo.

—Maldita sea… —maldijo.
«¿Y ahora? Quizá debí rebuscar en el abrigo de Catalina. Siempre guarda calderilla», pensó, demasiado tarde. «Si fuera verano, arrancaría flores de algún jardín, como antes. ¿Quién demonios puso este día en marzo, con todo helado?»

Pero no podía volver con las manos vacías. Caminó cabizbajo, evitando mirar a los afortunados con sus ramos. Absorto en su mala suerte, resbaló en el hielo y casi cayó. Las piernas le temblaron. Para calmar los nervios, se sentó en un banco cercano.

Tenía sed, y el hambre le retorcía el estómago. No había probado bocado desde ayer. Y ahora, quién sabía cuándo comería. O si Catalina le daría algo si no llevaba flores. Volvió a pensar en el dinero. Solo se le ocurría que con veinte euros podía comprar una o dos cervezas.

Entonces recordó cómo conoció a Catalina,Entonces recordó cómo conoció a Catalina, cómo la amaba tanto que hasta le robaba rosas del jardín de la vecina, y de pronto sus dedos temblorosos encontraron en el fondo del bolsillo una moneda olvidada, justo lo que faltaba para comprarle un ramo de mimosa.

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Perdóname, querida…