**Ramón de Flores**
Verónica yacía con los ojos cerrados. En la otra cama, frente a la pared, sentada con las piernas cruzadas, Laura leía en voz alta un libro de texto. De pronto, el teléfono de Verónica estalló con una canción pegadiza. Laura cerró el libro de un golpe y miró a su amiga con reproche.
Verónica respondió a regañadientes. Un instante después, ya estaba sentada en la cama. Luego dejó el móvil a un lado, se levantó de un salto y comenzó a moverse de un lado a otro en la estrecha habitación, metiendo a toda prisa prendas del armario en una bolsa de deporte.
—¿Adónde vas? ¿Qué ha pasado? —preguntó Laura, inquieta.
—La vecina llamó. A mamá la llevaron al hospital, un infarto —contestó Verónica mientras cerraba la cremallera de la bolsa y se dirigía hacia la puerta, donde colgaban las chaquetas de ambas y se alineaban botas y zapatos.
—Mañana es el examen. En el hospital la cuidarán. Haz el examen y luego vas —dijo Laura, levantándose de la cama mientras veía a Verónica calzarse las botas.
—Escucha, Laura, explícale todo en la facultad. Luego vuelvo y lo soluciono. Haré los exámenes en vacaciones. Mi autobús sale en cuarenta minutos —Verónica ya se abrochaba la chaqueta.
—Llama para decirme cómo está tu madre —pidió Laura, pero Verónica ya había salido corriendo. Tras la fina puerta, se escucharon los tacones alejándose rápidamente.
Laura se encogió de hombros y regresó a la habitación. Vio el cargador del móvil de Verónica sobre la cama, lo cogió y, descalza, salió corriendo tras ella.
—¡Verónica! ¡Espera! —gritó, bajando las escaleras.
La puerta principal se cerró de golpe. Laura saltó tres escalones de un brinco, empujó la puerta y casi sale disparada a la calle tras su amiga.
—¡Verónica!
La chica se volvió, vio el cable en manos de Laura y regresó a por él.
—Gracias —dijo, y volvió a salir corriendo.
—¡Gómez! ¿Qué diablos está pasando aquí? Una casi derriba la puerta, la otra sale descalza a la calle. ¿Os habéis fumado algo? —preguntó la conserje, levantándose de su mesa.
—Perdone, Isabel, no fumamos —contestó Laura, cambiando el peso de un pie a otro. Los granos de arena y las piedrecitas del suelo, arrastradas por las botas y zapatos, le clavaban en las plantas de los pies. La entrada de la residencia estaba repleta de arena esparcida sobre el hielo.
—A Verónica le ha ocurrido algo con su madre. Hace frío, ¿puedo irme? —dijo Laura, y sin esperar respuesta, subió corriendo las escaleras.
—¡Dios mío! —La conserje se dejó caer pesadamente en la silla y se persignó—. ¡Qué Dios nos proteja!
Laura regresó a la habitación, se sacudió la arena de los pies, recogió las cosas que Verónica había dejado esparcidas, se puso las zapatillas y salió hacia la cocina con la tetera. Mañana tenía examen, se calentaría con un té y retomaría el estudio.
El sol ya se había puesto cuando llamaron suavemente a la puerta.
—¿Quién es? —gritó Laura, pero nadie respondió.
Suspiró, se levantó de la cama y abrió la puerta.
—¡Hola! —Ante ella estaba Javier, sosteniendo un modesto ramo de flores.
—Pasa —esperó a que entrara y entonces le explicó que Verónica se había ido a casa.
—Pero mañana tiene examen —se sorprendió él.
—Iré a la facultad a explicar lo de su madre. Lo hará en vacaciones —Laura no apartaba la mirada del ramo.
—Esto es para ti —Javier le tendió las flores.
—Gracias. ¿Quieres un té? —La chica cogió un jarrón del alféizar y se acercó a la ventana con el ramo.
—Voy a por agua. Tú quítate el abrigo —sonrió y salió de la habitación.
Javier solo se quitó los zapatos, dio dos pasos y se sentó en la cama de Verónica. Pasó la mano por la colcha barata, como si acariciara a la chica.
Cuando Laura regresó, colocó el jarrón con las flores sobre la mesa, dio un paso atrás y admiró el ramo.
—Son preciosas. ¿Qué flores son?
—Guisantes de olor —respondió Javier—. Me voy. —Se levantó de la cama.
—¿Tenéis algún plan con Verónica? —preguntó rápidamente Laura. No quería que se fuera.
—Sí. Conseguí entradas para un concierto.
—¿En serio? Llévame. No tiene sentido que las entradas se pierdan.
Javier dudó.
—Mañana tienes examen.
—¿Y qué? —Laura hizo un gesto con la mano—. Llevo todo el día estudiando, merezco un descanso.
Javier reflexionó. Verónica se había ido, las entradas iban a perderse. Solo llevaban saliendo un tiempo, nada serio. Ir al concierto con su compañera de habitación no sería una traición, ¿verdad?
—Vamos —dijo.
—¡Genial! —Laura saltó de alegría y aplaudió—. Espérame fuera, me cambio.
Javier se calzó rápidamente y salió.
Cinco minutos después, Laura salió de la habitación. Javier notó que se había pintado las pestañas y los labios, y se había recogido el pelo con gracia. ¿Cuándo había tenido tiempo?
—Vamos, que llegamos tarde —la apuró.
En el concierto, Laura bailó, saltó con los brazos en alto y gritó junto a la multitud en un éxtasis compartido. De vez en cuando, miraba a Javier. Él se contagió de su energía, se relajó y también empezó a gritar.
Después, caminaron de regreso, comentando animadamente el concierto.
—Me encantó esta parte —Laura tarareó una melodía.
—Sí, y también… —Javier imitó un estribillo, incluso repitió unas palabras en inglés.
Así llegaron a la residencia. Laura tiró de la puerta, cerrada.
—Hoy le toca a Isabel. No abrirá. ¿Qué hacemos? —preguntó, desconcertada, mirando a Javier.
—Vamos —la tomó del brazo y la guio alrededor del edificio. Al doblar la esquina, vieron a dos chicas trepando por una ventana del primer piso—. Rápido, antes de que cierren.
Empujó a Laura hacia arriba, alguien la agarró desde dentro y, ligera como una pluma, desapareció por la ventana. En ese momento, sonó un silbido agudo.
—¡Date prisa! —urgió Laura desde adentro.
Javier se impulsó, saltó al alféizar y entró. Laura cerró la ventana y corrió la cortina. El silbido resonó un momento más y se apagó en la distancia. Todos se miraron.
—Gracias, chicas. Nos vamos —Javier empujó a Laura hacia la puerta.
Tras ellos, unas risitas sofocadas. Corrieron hasta las escaleras, subieron al segundo piso antes de que Isabel volviera a su puesto en la entrada, entraron en la habitación de Laura y se echaron a reír.
—Parece que todo tranquilo. Me voy —dijo Javier, recuperando el aliento.
Estaban en la oscuridad— no habían encendido la luz.
—Quédate. Me gustas. Mucho —susurró Laura con fervor, como si alguien pudiera oírla.
Se acercó a Javier,Javier la miró un instante, luego bajó la cabeza y la besó suavemente, mientras afuera la luna iluminaba el viejo edificio de la residencia como testigo silencioso de lo que sería el principio de un amor que cambiaría sus vidas para siempre.