Por amor eterno

**Por Amor**

“Oye, chica, ¿sabes dónde está la calle Cervantes? Llevo un rato dando vueltas y nadie me sabe decir.”

Ante Lucía se encontraba un chico simpático con una gran mochila negra al hombro.

“¿Es esa tu forma de ligar?” preguntó ella, arqueando una ceja.

“Me llamo Alejandro. ¿Y tú?”

“María,” respondió Lucía con una sonrisa irónica y siguió caminando, pero el chico la alcanzó.

“En serio, estoy buscando la calle. Un amigo me invitó a una boda y no conozco la ciudad.”

Esta vez, Lucía reparó en su camisa a cuadros, los pantalones holgados —nada de ajustados, como se llevaba ahora— y la mochila de viaje. Se notaba que era de fuera.

“Sigue recto y en el semáforo gira a la derecha por el callejón. Ahí está la calle Cervantes,” dijo, suavizando el tono.

“Gracias.” Alejandro sonrió ampliamente, iluminando su rostro. “¿Entonces, cómo te llamas realmente?”

“¿Y tú?”

“A mi madre le encanta Lorca, por eso me puso Alejandro. Podría ser peor, ¿no? ¡Podría haberme llamado Góngora!” Se rio de su propio chiste, una risa sincera que a Lucía le pareció la más bonita que había escuchado.

“No sé si a mi madre le gusta Lorca, pero me llamó Lucía,” contestó, riéndose también.

“¿Y qué tal si vienes conmigo a la boda mañana? Mi amigo se casa. No conozco a nadie aquí.” La miró con esperanza.

Lucía dudó. Parecía sincero, agradable.

“Lo siento, mañana tengo un examen. Debo estudiar.” Intentó marcharse de nuevo.

“Dame tu número y me iré. ¿Cómo voy a decirte a qué hora es la boda si no?”

“¿Acaso he dicho que iría contigo?” preguntó Lucía, sorprendida.

“No, pero… ¿Eres estudiante? Déjame adivinar…” Hizo una pausa dramática. “Vas a ser médica.”

“Sí. ¿Cómo lo has sabido?”

“Mi madre dice que las personas más amables son los profesores y los médicos. No me iré hasta que me des tu número. Seguiré detrás de ti para ver dónde vives, mañana me plantaré en medio de la plaza y gritaré tu nombre.”

Al final, Lucía, resignada, le dictó su número.

“¡Te llamaré!” le gritó él al alejarse.

La madre de Alejandro quería que estudiara, pero no tuvo suficiente nota para una beca, y pagar la universidad estaba fuera de su alcance. A él, como a muchos chicos, le gustaba más el fútbol que los libros.

Vivían en un pueblo pequeño, donde su madre era profesora de lengua. El hospital local solo atendía urgencias; para lo demás, había que ir a la capital.

Alejandro empezó a trabajar en un taller mecánico. La universidad podía esperar. Las chicas se fijaban en él, pero ninguna le había robado el corazón. Su padre había muerto en un incendio. Era albañil y había construido una casa grande para su familia.

Una noche, al volver a casa, vio humo saliendo de una ventana. Ese verano había sido abrasador, y los incendios eran frecuentes. Una mujer corrió hacia él, suplicando ayuda. Su hijo estaba dentro…

Las llamas ya lamían las ventanas. La puerta estaba cerrada por dentro. El padre de Alejandro rompió la ventana y desapareció en el fuego. Encontró al niño, inconsciente por el humo, y lo sacó, pero él no logró salir.

Resultó que el marido de la mujer, borracho, había encerrado a su hijo y se había quedado dormido con un cigarrillo…

Al día siguiente, Alejandro llamó a Lucía. Preguntó por su examen y recordó la boda.

Era sábado, no había clases, y Lucía aceptó acompañarlo. Era mayo, y los pétalos del cerezo cubrían el suelo como nieve. Cuando la vio, Alejandro se quedó sin aliento.

Después de la boda, la acompañó a casa. Hablaron, se besaron bajo su portal.

“Me voy mañana. Ven a visitarme. Mi pueblo es precioso. Desde el campanario de la iglesia se ve el valle entero. Tenemos casa propia, mi padre la construyó. El río divide el pueblo.”

Cuando su padre vivía, iban a pescar al amanecer. “El río en calma, la niebla flotando… Traíamos percas, bremas, incluso una vez una lubina ¡de este tamaño!” Abrió los brazos. “Bueno, un poco más pequeña. En el ejército, soñaba con volver…”

“¿Por qué no estudiaste a distancia?” preguntó Lucía.

“Mi madre decía que la formación debe ser completa. Pero creo que solo quería que me fuera del pueblo. Allí no hay mucho trabajo. Ven después de los exámenes. Verás lo hermoso que es.”

No querían separarse. Hablaron hasta que Lucía comenzó a temblar de frío.

A la mañana siguiente, desde el autobús, le escribió: *”Te echo de menos. Te espero.”*

Lucía sonrió al leerlo durante el desayuno.

“¿El chico de ayer?” preguntó su madre.

“¿Nos viste?”

“Claro. ¿Quién es? ¿También estudia?”

“Sí, en la politécnica,” mintió Lucía. Sabía que su madre quería lo mejor para su única hija, y no le haría gracia saber que Alejandro era mecánico en un pueblo.

Desde entonces, hablaban horas por teléfono, hasta altas horas de la noche. Un fin de semana, Alejandro consiguió visitarla. El taller estaba lleno por los veraneantes, así que solo pudieron estar juntos unas horas antes de que él tomara el último autobús.

“Prometiste venir. Te espero,” le dijo al despedirse.

Lucía terminó los exámenes y anunció que visitaría a una amiga.

“¿Qué amiga? No tenías amigas de fuera,” cuestionó su madre.

“Pues ahora sí. Allí hay un río, paisajes bonitos…”

“¿Vas a pescar?” se burló su madre.

“Déjala, es adulta,” intercedió su padre. “Yo tampoco me negaría a un día de pesca.”

Al día siguiente, su padre la llevó a la estación.

“No vas a ver a una amiga, ¿verdad?”

“No se lo digas a mamá. No te preocupes, no haré tonterías.”

“Confío en que sabes lo que haces. Llama.”

Alejandro la recibió como había prometido. El pueblo era encantador. Lucía estaba nerviosa por conocer a su madre.

Esperaba una casa humilde, pero Alejandro la llevó a una de dos pisos. Su padre la había construido pensando en el futuro.

La madre de Alejandro le mostró la casa. Agua caliente, ducha, pero también una chimenea. En la pared, una foto de su padre. Lucía vio el parecido al instante.

Pasearon hasta tarde, hablando sin parar. Esa noche, Lucía escuchó crujir la madera, como si la casa suspirara por su dueño.

Alejandro pidió días libres para estar con ella. Ese día, terminó pronto en el taller y llevó un coche a un cliente al otro lado del río.

En el puente, unos adolescentes gritaban. Uno había caído al agua. Alejandro frenó, listo para regañarlos, pero corrieron hacia él, señalando un hueco en la barandilla.

El niño no salía a la superficie. Sin dudarlo, Alejandro saltó.

En el fondo, una losa de cemento con varillas de hierro. Una le atravesó la espalda. Aun así, logró sacar al niño, pero no podía moverse. Un hombre los rescató.

En el hospital, los médicos no pudieron operarlo. “Necesita un especialista en Madrid.”

La madre de Alejandro lloró. No tenía ese dinero.Lucía, con lágrimas en los ojos, vendió el coche que sus padres le habían regalado para su graduación y, junto con el dinero que su padre logró reunir, consiguieron llevar a Alejandro a Madrid, donde, tras meses de rehabilitación y contra todo pronóstico, volvió a caminar, demostrando que el amor y la determinación pueden superar incluso los obstáculos más difíciles.

Rate article
MagistrUm
Por amor eterno