Mi hija y yo tenemos el don de ver a los difuntos. A lo largo de nuestra vida, hemos vivido innumerables experiencias sobrenaturales. He contemplado ángeles, también demonios, y en más de una ocasión, la Santa Compaña se me ha aparecido en sueños. No le rindo culto, nunca lo he hecho.
Mi hija, Lucía, también percibe espíritus. A veces, al dormir, afirma que asciende al cielo y habla con Dios y la Virgen. Al despertar, me relata cada detalle con tal precisión que parece haber estado allí de verdad. Son tantas las cosas que hemos presenciado que la gente ya no nos toma en serio. Nos acusan de inventar historias o de exagerar. Pero no es así. En cualquier sitio al que vamos, ya sea una casa en Madrid o un callejón en Sevilla, escuchamos o vemos algo. Siempre.
Podría decirse que tenemos un don de clarividencia, aunque yo no lo acepto. No deseo este poder. Una vez, una mujer que parecía salida de un cuento de brujas me dijo que mi don era poderoso, que podía potenciarlo si lo deseaba. Pero yo no quiero. Me aterra. En cambio, Lucía quizá lo abrace algún día. Ella no les teme. Cuando ve entidades, les habla, incluso las sigue.
Yo no. Yo solo les pido que no me molesten, que me dejen en paz. Y entonces se quedan… ahí, en el umbral de mi habitación, mirándome fijamente en la quietud de la noche. A veces permanecen días. Otras, se esfuman en minutos. Pero siempre regresan.
Y yo solo anhelo dormir tranquila. La vida nos ha enseñado que algunos dones son también una carga, y que no siempre estamos preparados para llevarlos. A veces, la paz no está en dominar lo sobrenatural, sino en aprender a convivir con él sin perdernos a nosotros mismos.
