¡Es un verdadero milagro, mamá! – exclamó ilusionado Ilya. – Pero, ¿no te cansarás de vivir con un milagro? – preguntó irónicamente Alexandra.

—¡Te va a encantar, mamá! ¡Es un encanto! —exclamó entusiasmado Pablo.
—¿Y no te cansarás de vivir con un encanto? —preguntó Alejandra con ironía.

Alejandra estaba frente a los fogones, escuchando. Cuando su marido vivía, siempre preparaba la cena para que estuviera lista cuando él llegaba. Él había fallecido hacía ocho años. Ahora, de la misma manera, esperaba a su hijo.

El chasquido de la cerradura en la puerta y la voz de Pablo desde el recibidor anunciaron su llegada:
—Mamá, ya estoy en casa.
—Ya lo veo —respondió Alejandra, esbozando una sonrisa.

—¿Qué hay hoy? ¿Albóndigas con patatas fritas? —Pablo abrazó a su madre y asomó la cabeza por encima de su hombro, aspirando el delicioso aroma de sus patatas fritas con cebollino.

Alejandra apagó el gas y tapó la sartén.

—Vienes de buen humor. ¿Qué ha pasado? —por los matices de su voz, siempre adivinaba su estado de ánimo.
Pablo se apartó.

—Mamá, me voy a casar.

—Ya era hora. ¿Y por qué Nati no viene por aquí? —Alejandra se giró para mirarle y notó que su rostro se ensombrecía.

—Me caso con Almudena.

Un escalofrío recorrió la espalda de Alejandra. Su hijo era un hombre hecho y derecho. Solo la abrazaba y mostraba cariño en momentos de especial confidencia o alegría.

—Un nombre prometedor. ¿Y Nati?

—Nati se casa el sábado. No quiero hablar de eso, mamá. Vamos a cenar.

—Me alegro de que la boda de Nati no te quite el apetito. Lávate las manos.

Alejandra le sirvió un plato de patatas y se sentó frente a él, apoyando la barbilla en la mano, mientras lo observaba comer.

—Y esta Almudena, ¿quién es?

—Es una buena chica. Lo verás por ti misma. Quiero que la conozcas. ¿Qué tal el sábado? —Pablo dejó de comer y la miró—. Te va a gustar, seguro. ¡Es un encanto! —repitió entusiasmado.

Algo parecido había dicho de Nati. Que esta había elegido a un novio con más dinero, lo supo por su madre, con quien había ido al colegio y mantenía una amistad. Esperaban que sus hijos se casaran. Se toparon en el supermercado, y la amiga le contó la noticia. Hasta se disculpó por la decisión de su hija.

—Los encantos son como los churros: mejor no abusar. ¿No te cansarás de vivir con uno? —bromeó Alejandra.

—Mamá, no tiene gracia.

—Y yo no estoy bromeando. Cuéntame de ella. ¿Qué tiene de especial?

—¿Por qué te obsesionas con esa palabra? —Pablo titubeó—. Es profesora, da clase de Lengua y Literatura, aunque solo lleva un año. Formal, muy leída. Me siento bien con ella.

—¿Y sus padres?

—Su padre es ingeniero, y su madre, ama de casa.

—¿Y ha venido de…? —Alejandra no terminó la frase, esperando que él la completara.

—¿Qué más da de dónde venga? —se molestó Pablo.

—Tienes razón. O sea, no es de aquí. ¿Y viviréis aquí?

—Si te molesta, podemos alquilar un piso —Pablo le buscó la mirada.

—No, en absoluto. Me alegraré. ¿Qué voy a hacer yo sola? Esperaré nietos. Si no nos llevamos bien, ya alquilaréis.

—Almudena no quiere precipitarse con los niños. Quiere ganar experiencia primero.

—Almudena no quiere, Almudena ha decidido… —Alejandra lo imitó—. Vale, invita a tu encanto a comer. —Se levantó y llevó el plato vacío al fregadero.

—Eres la mejor madre del mundo —Pablo también se puso de pie.

—Espero que no lo olvides cuando te cases.

Mientras fregaba, Alejandra reflexionaba. *Profesora, claro. Las tardes corrigiendo exámenes, preparando clases, los fines de semana de excursión con los alumnos…* Suspiró. *Qué rápido ha crecido Pablo, ya se casa. Lástima que su padre no llegara a verlo.*

Desde primera hora del sábado, Alejandra se afanaba en la cocina. Pablo tardó una eternidad en elegir camisa y corbata frente al espejo. Luego salió a recoger a Almudena.

Alejandra intentaba imaginarse a la encantadora profesora, pero solo venía a su mente Carmen Maura interpretando algún papel serio.

Almudena era una chica menuda, de pelo liso y ojos grandes. No era especialmente guapa; si te la cruzabas por la calle, ni la mirarías. Comió poco y elogió cada plato con moderación. El vino apenas lo probó. Y Pablo, mirándola, tampoco bebió.

—No te cortes, Almudena —la animó Alejandra.

*Nerviosa, tiene miedo de mí. Es la primera vez que conoce a la madre de su novio*, pensó. *¿Qué ve Pablo en ella? ¿O se casa por fastidiar a Nati? Ay, Nati, Nati…*

Dos meses después celebraron una boda discreta. Los padres de Almudena llegaron desde su pueblo. La madre, callada y sumisa. El padre bromeó y confesó que, de adolescente, se había enamorado de un personaje de una serie, y por eso llamó así a su hija.

—El personaje lo interpretaba una actriz magnífica. Mejor le hubieras puesto su nombre —soltó Alejandra sin poder evitarlo.

—Yo se lo dije, pero no me hizo caso —musitó la madre de Almudena, mirando a su marido y bajando la vista, callada el resto de la noche.

—¿Y a usted le pusieron Alejandra por alguna reina famosa? —replicó el padre.

—Ojalá. Mis padres querían un niño, y tenían el nombre preparado. Así que me tocó Alejandra.

Eran una pareja peculiar. El padre bebía y alababa a su hija, “lista y guapa”. La madre apenas hablaba, sentada recta como un palo.

Pablo les enseñó la ciudad. De regalo trajeron sábanas, colchas… Vamos, una dote generosa al más puro estilo clásico. El padre mandaba. La madre no respiraba sin su permiso. Algo raro hoy en día. Alejandra correspondió con obsequios antes de su partida.

Tras la boda, Almudena y Pablo se instalaron en casa. Alejandra notó que su nuera no ayudaba en nada: ni fregar, ni cocinar, ni comprar.

*¿No la han enseñado? ¿Va con prisas?* dudaba.

Los días pasaban y nada cambiaba. La irritación crecía. Almudena, acostumbrada a que su madre lo hiciera todo, parecía esperar lo mismo. Pero Alejandra no estaba dispuesta a ser su empleada. Hacer cosas por su hijo era una cosa; por su nuera, otra. Decidió hablar con ella.

Una mañana, Pablo pronunció mal una palabra. Almudena lo corrigió al instante. Él se turbó, calló, y al repetirla, volvió a equivocarse.

Alejandra aguantó, pero le dolió por él.

Cuando Almudena volvió del instituto, Alejandra le agradeció que “educara” a Pablo, pero le sugirió corregirle en privado.

—No soporto oír errores. Me da urticaria —respondió Almudena, imperturbable.

—Tu padre también los comete, y no le corriges —replicó Alejandra.

Almudena no supo qué decir y salió de la cocina. *¿Cómo hablar con ella? Ahora se quejará a Pablo.* Y así fue. Esa noche, élCon el tiempo, Almudena aprendió que el amor no era solo corregir errores, sino también compartir risas y, sobre todo, dejar que Pablo disfrutara de sus patatas fritas sin regañinas.

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¡Es un verdadero milagro, mamá! – exclamó ilusionado Ilya. – Pero, ¿no te cansarás de vivir con un milagro? – preguntó irónicamente Alexandra.