¡Qué dolor tan profundo!

Qué dolor…

Lucía hablaba por teléfono cuando Javier asomó la cabeza por la puerta de la oficina. Carmen, con una mirada oblicua hacia Lucía, dejó claro que la conversación era importante y que no era momento para él. La cabeza de Javier desapareció tras la puerta cerrada.

Diez minutos después, Lucía terminó la llamada y dejó el móvil sobre la mesa.

—Ha venido Javier a buscarte —dijo Carmen.

—¿A mí? ¿Seguro que no era a ti? —replicó Lucía, irritada.

—Yo estoy casada. ¿No te has dado cuenta de cómo te mira?

—¿Cómo? —Lucía levantó la vista de la pantalla.

—Interesado, muy interesado —respondió Carmen con coquetería.

Claro que lo había notado. No era ciega. Sí, guapo, justo su tipo de hombre. Si no fuera por la diferencia de edad…

Había tanto trabajo que Lucía rechazó ir a comer con Carmen. Javier entró en la oficina y dejó una taza de café sobre su mesa.

—Descansa un poco. ¿Mucho trabajo? —preguntó.

—Sí, como siempre —Lucía le sonrió agradecida y tomó un sorbo del café caliente.

—¿Y si vamos al cine esta noche?

—Lo siento, tengo a mi hija pequeña —Lucía bebió otro sorbo sin mirarle.

—Lo sé. ¿No podrías dejarla con tu madre?

Lucía alzó los ojos hacia Javier. Por fin daba el primer paso, después de tanto mirarla de lejos. Guapo, sonriente. Si solo fuera unos años mayor, no habría dudado en responder a sus atenciones.

Lucía aparentaba menos edad de la que tenía, pero la diferencia con Javier seguía siendo notable. Tras su doloroso divorcio, había pasado años sin fijarse en ningún hombre. Temía cometer errores, sufrir más decepciones. Pero el tiempo, como se sabe, cura y desgasta la cautela. Lucía sentía que estaba lista para algo nuevo. ¿Pero con Javier?

—¿Y bien? ¿Ha venido? —preguntó Carmen al volver de comer.

—¿Quién? —Lucía fingió no entender.

—¿Por qué te resistes? Es un buen chico. Si yo no estuviera casada…

—No digas tonterías —la cortó Lucía—. La diferencia es enorme.

—¿Y qué? No aparentas tu edad. Además, relacionarse con hombres hace bien a cualquier mujer, sobre todo si está sola. Sé que él también te gusta. Cuando aparece, se te iluminan los ojos, te sonrojas y sonríes más. ¿O me equivoco?

Lucía no respondió.

—Llevas años sola. Dices que es hora de volver a intentarlo. Si esperas que aparezca alguien de tu edad, alguna otra se lo llevará. Correspondele. Aunque solo sea por salud, por ánimo.

Lucía calló. Carmen tenía razón. ¿Por qué no ir al cine con él?

Llamó a su madre y acordó dejar a Martita esa noche. La película terminaría tarde, así que la recogería por la mañana antes del cole. Su madre la miró con curiosidad pero no dijo nada.

La velada fue maravillosa. Hacía años que no iba al cine, ni a conciertos ni a ningún plan divertido. Terminó en la cama. ¿Para qué esperar? Ella era libre, él también. Por salud, como decía Carmen.

—¿Y bien? ¿Cómo fue? —preguntó Carmen al día siguiente—. No finjas que no entiendes. Estás radiante.

Lucía no respondió. No quería hablar de su vida privada. Pero el secreto duró poco. Javier entraba en la oficina, le lanzaba miradas cargadas de intención que le aceleraban el corazón y le nublaban la mente. Carmen las notaba, apartaba la vista y sonreía.

La relación avanzaba. Se veían cada día. En su casa, porque Javier vivía con su madre. Al principio, llegaba cuando Martita ya dormía y se iba antes de que despertara. A veces se quedaba. A la niña le gustaba su presencia; con él, Lucía no le gritaba cuando tardaba en vestirse.

Antes de casarse, su ex-marido insistía en vender ambos pisos y comprar uno más grande cuando tuvieran hijos. Pero Lucía se negó. Su padre se lo había regalado poco antes de morir. Y al final, el piso le resultó útil.

Con Javier en su vida, Lucía empezó a plantearse un hogar más grande. Su hija crecía. Pero tras el divorcio compró un coche de segunda mano y aún no había terminado de pagarlo.

—¿Has pensado en una hipoteca? —preguntó Javier un día.

—Sí, pero aún debo por el coche.

La conversación no le gustó. ¿Cuánto duraría su relación? Los años pasaban rápido. Si envejecían juntos, bien. Pero Javier estaba en la flor de la vida. ¿Hasta cuándo conservaría ella su aspecto? Maquillaje, tratamientos, cirugía… Todo caro. Y al final, la juventud siempre gana.

Aún así, cada día le gustaba más. Si alguna chica le sonreía, los celos le atravesaban el pecho. Su corazón era libre y quería amar.

Javier se fue dos días por trabajo. Sin tareas urgentes en la oficina, el tiempo se le hizo eterno. Al mediodía salió a pasear. El día era frío pero seco. Caminó hasta un café para calentarse con un café. Al quitarse el abrigo, lo vio. Frente a él, una rubia joven. Se miraban con adoración, casi rozando frentes, sus manos entrelazadas.

No había error: algo había entre ellos. Javier le dijo que iba de viaje. Un dolor punzante le atravesó el pecho. Le faltó el aire. Salió del café antes de que él la viera.

Sabía que esto pasaría, pero no tan pronto. Creía que acabarían en buenos términos. ¿Quién iba a decirle que se enamoraría? ¿Qué hacer? ¿Reclamarle? ¿Echarlo? ¿Vengarse? Pero dolía… dolía tanto.

Esa noche gritó a Martita por portarse mal. La niña lloró. Lucía la abrazó, apretándola contra su pecho, y también rompió a llorar. ¿Nunca tendría una familia normal, alguien con quien envejecer y ver crecer a sus nietos?

Acostó a Martita pero no pudo dormir. Si Javier llegaba, mintiendo sobre su regreso anticipado, quizá le perdonaría. ¿Y si se equivocaba? Solo los vio de perfil. Quizá debió acercarse. Pero no, era él. Esa misma mañana le planchó la camisa. No se contuvo, le soltó todo su rencor.

Durmió poco y despertó con dolor de cabeza. Martita se quejaba, no quería levantarse. Lucía la apuró, le gritó, la niña lloró y se negó a ir al cole.

Javier volvería esa noche «del viaje». No quería que Martita los oyera discutir. Llamó a su madre y le pidió que cuidara a la niña.

Tras el trabajo, esperó inquieta. Al fin sonó el timbre.

—Hola. ¿Dónde está Martita? ¿Con tu madre? Mejor, porque te he echado de menos —intentó besarla, pero ella se apartó.

—¿Qué pasa? —preguntó él, desconcertado.

—Me duele la cabeza, creo que estoy resfriada. Por eso llevé a Martita. ¿Has vuelto hoy? —lo miró fijamente.

—Sí, hace una hora. Vine directo a verte. —La abrazó de nuevo, hundiendo el rostro en su pelo. Ella olió un tenue perfume ajeno.

—Te vi hoy en un café, con una rubia de veinte años. —Lo apartó—. ¿Cuánto llevas mintiéndome? No soy tu esposa. Si amas a otra, díselo. Pero fuiste cobarde. Vete. Traeré tus cosas a la oficina.

—Lucía… —intentó abrazarla, pero ella se apartó bruscamente.

—Por—Por favor, vete —dijo Lucía con voz quebrada, mientras cerraba la puerta tras él y dejaba escapar un suspiro profundo, sabiendo que, al fin, había elegido su dignidad sobre un amor que nunca fue sincero.

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MagistrUm
¡Qué dolor tan profundo!