El tren hacia un nuevo comienzo

**Tren hacia una nueva vida**

Julia despertó y escuchó. Por el silencio en el piso supo que Alejandro no estaba en casa. Se levantó, se estiró y fue a la cocina. Sobre la mesa había una nota: *«Perdona, olvidé avisarte ayer. Estaré en el trabajo hasta mediodía»*.

Julia sonrió con amargura, arrugó el papel y lo tiró a la basura. Hacía tiempo que sospechaba que Alejandro tenía a alguien más. Nunca estaba en casa, habían dejado de hablar de corazón y apenas intercambiaban palabras. Su hija se había casado y se mudó a la base militar donde su marido estaba destinado. Solo quedaba la farsa de una familia.

El móvil sonó en la habitación. Era Marisa.

—¿Qué haces? —preguntó su única amiga de toda la vida, desde el colegio.

—Nada. Acabo de levantarme.

—Mira, hace un día maravilloso, primavera, sol… ¿Vamos de compras? Necesito algo bonito y alegre. Espero que no tengas planes.

—Ninguno. Alejandro está trabajando.

—¿En fin de semana? Bueno, arreglate, ponte algo elegante, y en una hora paso a buscarte. —Y Marisa colgó.

Julia puso el hervidor en la cocina y fue al baño. Le encantaba ir de compras con Marisa. Tenía buen ojo para encontrar lo perfecto entre montañas de ropa. A Julia le costaba decidir, pero Marisa, como por arte de magia, sacaba el vestido ideal: talla, estilo y calidad.

Le había enseñado que, para que las dependientas te tomaran en serio, había que ir bien vestida. Así te mostraban lo mejor, y funcionaba. Nunca salían sin comprar nada.

Julia se maquilló, se vistió, se miró al espejo y quedó satisfecha. Ir de tiendas era el mejor antidepresivo. Y ahora lo necesitaba.

Diez minutos después, Marisa llamó para avisar que ya estaba abajo.

—Hola. ¿Buscas algo en concreto? —preguntó Julia al subir al *Seat* de su amiga.

—No. Pero deben estar liquidando la colección pasada. ¿Sientes la primavera, amiga? —dijo Marisa, animada.

—Alejandro me matará. Estábamos ahorrando para las vacaciones…

—No lo hará. Quita las etiquetas, tira los tickets y dile que gastaste la mitad.

—Sí, y así gasto el doble.

—Tengo un truco infalible para despistar a un marido.

—¿Cuál? —preguntó Julia, intrigada.

—Ya lo verás.

Marisa era una mujer imponente. No gorda, sino fuerte, con curvas pronunciadas, pecho alto y caderas anchas. Tenía ojos grandes y oscuros, labios carnosos y pelo castaño hasta los hombros. Los hombres se volvían al verla.

Julia era todo lo contrario. Menuda, delgada, con pelo rubio rizado y ojos verdes. De espaldas, en vaqueros, parecía una adolescente. Junto a Marisa, se sentía pequeña, insegura.

Si Marisa se acercaba a un vendedor, este se desvivía por complacerla. Julia no tenía esa suerte; la trataban con condescendencia, y ella, nerviosa, acababa yéndose sin comprar nada.

Dos horas después, cargadas de bolsas de marca, salieron de una tienda.

—Basta, mi marido me va a matar —suplicó Julia.

—Vamos —Marisa la arrastró hacia la sección de lencería.

—¡No! Alejandro no me hablaría en una semana —protestó Julia.

—Mira estos encajes. Toma este conjunto color granate. Combinará con tu pelo —Marisa sostenía un sujetador precioso—. Podrías llevarlo con un camisón… No, queda demasiado vulgar.

—¿Quién va a apreciar esto bajo la ropa? Además, es caro. No, no lo compro —dijo Julia, firme.

—¿Cuándo aprenderás? Esto no es para llevar bajo el vestido. Es para la noche, para que tu marido vea lo que tiene. Con tu figura, es lo único que deberías usar. Hasta un tronco florecería, y él ni se acordaría de regañarte. Lo compramos —Marisa se dirigió a la caja.

—No puedo más. Vamos a sentarnos a comer. Solo he tomado un café esta mañana —propuso Julia—. Creo que Alejandro me engaña.

—¿Porque ha ido a trabajar en fin de semana? —preguntó Marisa, escéptica, camino de la cafetería.

—Llevo tiempo sospechando…

—Ahí está el sitio, vamos —la interrumpió Marisa.

Se sentaron junto a la ventana. Mientras esperaban al camarero, Julia miró a su alrededor. A dos mesas de distancia, un hombre de espaldas, con el mismo corte de pelo y un jersey blanco, le recordó a Alejandro. Se lo había regalado en Navidad. Pero no podía llevar ese jersey a trabajar. Además, su oficina estaba al otro extremo de Madrid.

Pensó que se equivocaba, pero no podía apartar la vista de él. Como si lo sintiera, el hombre giró la cabeza. Julia vio su perfil y ya no hubo duda: era Alejandro.

Se asustó, como una niña pillada en falta. Pero Alejandro no la vio, y respiró aliviada.

—¿Has visto un fantasma? —preguntó Marisa.

—Baja la voz. Ahí está Alejandro. Vámonos antes de que nos vea —susurró Julia.

—¿Y qué? Él es el que debería preocuparse. Dijiste que estaba trabajando, en la otra punta de la ciudad. ¿Verdad? —insistió Marisa—. Y ahí está, vestido para una cita. Claramente espera a alguien. Mira cómo revisa la hora. ¿Qué decías de tus sospechas?

Julia se levantó.

—¿Adónde vas? —Marisa la agarró del brazo.

—Voy a hablar con él. Si nos ve, será peor.

Julia se acercó a su mesa y se sentó frente a él.

—Hola.

Alejandro no esperaba verla allí. La miró, desconcertado.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Julia—. Dijiste que estabas trabajando. ¿O ahora se le llama así?

—¿Y tú?

—Marisa y yo fuimos de compras. Estábamos cansadas y entramos a comer. Está detrás de ti. ¡Marisa! —Julia sonrió y saludó.

Alejandro no se volvió.

—¿A quién esperas? No dejas de mirar el reloj. ¿Te molestó que llegara antes?

Alejandro recuperó la compostura y contraatacó.

—¿Cuánto dinero gastaste? Habíamos quedado en ahorrar para las vacaciones.

—Tranquilo. Fue poco. Para las vacaciones también necesito ropa —Julia se sentía extrañamente calmada. Era cierto: más vale saber la verdad que sufrir dudas.

En ese momento, el móvil de Alejandro vibró con un mensaje. Lo dejó boca abajo sin mirarlo.

—¿Por qué siempre lo pones así cuando estoy cerca? ¿Qué escondes? —preguntó Julia.

—Nada. Costumbre —respondió él.

—Antes no la tenías. Déjame ver, quizá es importante. —Julia alargó la mano, pero Alejandro apartó el teléfono.

En ese instante, una chica pasó cerca de su mesa y se sentó a poca distancia. Alejandro apartó la mirada, pero no tan rápido como para que Julia no lo notara.

—Ya llegó tu cita. ¿Les traigo el pedido? —Una camarera sonrió cómplice a Alejandro.

—¿Ya pediste, cariño? —Julia tuvo ganas de arrojarle el florero de la mesa—. ¿En cinco minutos? —pidió a la camarera.

Ella asintió y se fue.

—¿Es ella? La que esperabas. Es guJulia respiró hondo, miró a su hija correr hacia ella con los brazos abiertos, y supo que, aunque el dolor no desaparecería de golpe, algún día volvería a sonreír de verdad.

Rate article
MagistrUm
El tren hacia un nuevo comienzo