Te llamaré mañana.

Juan yacía boca arriba. En el hueco bajo su clavícula descansaba la cabeza de Lucía. Ella había enredado una pierna sobre él y apoyaba la palma de su mano sobre su pecho, justo encima del corazón. Él escuchaba su respiración serena, derritiéndose de felicidad. «Así podríamos quedarnos toda la vida…», pensó Juan y cerró los ojos.

De pronto, un sobresalto lo despertó, como si alguien lo hubiera empujado. A su lado, Lucía se movió.

—¿Ya es hora? —murmuró ella, adormilada.

Desde el sofá no podía ver la ventana, pero por la oscuridad de la habitación supo que había anochecido. Era hora de dejar su refugio temporal. Y no quería.

Se habían conocido tarde, cuando ambos estaban atados por deudas y compromisos con sus familias e hijos. Vivían de encuentro en encuentro, en una espera agridulce por esas horas robadas. Juan suspiró sin querer, y Lucía levantó la cabeza.

—¡Está completamente oscuro! —exclamó, despertando de golpe, y saltó de la cama.

En el lugar donde su mano había estado, ahora había frío. Ella estaba allí, pero su corazón ya latía con añoranza y soledad.

—Levántate, aún tenemos que irnos. ¿Qué le digo a mi marido?

—La verdad. —Juan apartó la sábana y se incorporó.

Se vistieron rápidamente, sin mirarse. A él ya no le importaba lo que le esperaba en casa. Estaba cansado de mentir y esconderse. Ella, en cambio, se ponía nerviosa, molesta por haber perdido el tiempo durmiendo.

—Dile que fuiste de compras, que te encontraste con una antigua compañera del colegio, que hablaste mucho… —sugirió Juan.

—Él conoce a todas mis amigas. Podría llamarles. —Lucía evitaba su mirada.

—Invéntate alguien del pasado, del instituto. Alguien que no sea una amiga cercana.

—¿Y tú qué le dirás a tu mujer? —Lucía dejó de abrocharse la blusa y lo miró fijamente.

Él se acercó, la abrazó y buscó sus ojos.

—Hace tiempo que no me pregunta. Lo sabe. —La besó, y ella se relajó en sus brazos.

La oscuridad se hacía más densa, envolviéndolos como un velo invisible.

Lucía lo apartó con suavidad pero firmeza.

—Si seguimos así, nunca nos iremos. —Se abrochó la blusa con prisas.

Juan quiso decir algo, calmarla. Había propuesto cientos de veces confesarlo todo, romper el círculo de mentiras. Pero los hijos… Él adoraba a su hija Claudia, de diez años, y Lucía temía por su hijo Marcos, de doce.

Cuando empezaron, pensó que sería algo pasajero, pero se convirtió en algo más profundo. Estaba dispuesto a dejarlo todo por ella. ¿Y ella? Lucía siempre evitaba la respuesta, pedía tiempo.

—No te enfades, ya lo hablamos… —Su voz sonaba culpable.

—Baja al coche, las llaves están en el bolsillo de mi chaqueta. Yo arreglaré la cama.

—No tardes —dijo ella desde la entrada.

Las horas habían pasado volando. Ese día, inesperadamente, se habían dormido. Había quedado algo pendiente, sin decirse.

Apagó la luz y salió. En el rellano, se cruzó con una mujer cargada de bolsas. Saludó por costumbre, pero ella no respondió. Sintió su mirada sospechosa clavada en su espalda.

En el coche, miró a Lucía.

—¿Nos vamos?

En la penumbra del vehículo, no distinguió su expresión.

—Tal vez tengas razón. Deberíamos dejar de mentir. Pero… ¿dónde viviríamos?

—Alquilaremos algo. Como este piso.

—¿Igual que este? —Su voz tembló.

No respondió. Al llegar al centro, el tráfico se intensificó. Antes de llegar a su casa, Lucía se inclinó hacia él para un último beso.

—¿Hasta el martes? —Sus ojos brillaban, quizá por las farolas o por las lágrimas.

—Te llamaré mañana.

Ella salió del coche y desapareció entre los edificios.

Juan esperó un momento, como si esperase que cambiase de idea. Luego arrancó y regresó a casa.

***

En casa de Lucía, solo una tenue luz salía de la habitación de Marcos.

—Hola, cariño. ¿Ha venido tu padre? —preguntó al entrar.

—Sí. Se fue otra vez.

—¿No dijo cuándo volvería?

—No. —Marcos no levantó la vista de los deberes.

—Voy a hacer la cena.

Se habían conocido en la calle. Ella salía de la universidad cuando él paró su coche para preguntarle una dirección. Después, empezó a esperarla a la salida.

Cuando él le propuso matrimonio, su madre la convenció:

—Tendrás seguridad. El amor se va, pero la estabilidad queda.

Al principio, creyó que podría aprender a quererlo. Pero no pudo. Cuando supo que estaba embarazada, pensó en abortar. Pero su madre la asustó:

—Tu marido paga mis medicamentos. Sin él, yo no podría caminar…

Un año atrás, conoció a Juan. Y su corazón despertó.

Oyó la puerta. Su marido entró en la cocina y se sentó.

—Casi está la cena —dijo Lucía, sin mirarlo.

Él no respondió. Cuando se giró, lo encontró ensimismado.

—¿Te pasa algo?

Él la miró. Había algo en sus ojos… ¿Miedo?

—¿Y a ti?

—Me encontré con una compañera de colegio… Perdí la noción del tiempo.

No era necesario mentir, pero empezó a justificarse.

Cenaron en silencio.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ella al final.

—Ahora ya nada.

Esa palabra la heló. “¿Ahora?”

De pronto, sintió náuseas. Corrió al baño. Él la siguió.

—¿Te duele el estómago? —preguntó él.

—Algo me sentó mal —mintió.

Él la observaba como si quisiera leer su mente.

Volvió a la cocina, agarró su móvil y marcó el número de Juan. “El teléfono está apagado…”, dijo una grabación.

En la tele, vio la imagen de un coche destrozado. Era el coche de Juan.

—…accidente en la calle Maestro García… un todoterreno colisionó…

El mundo se le vino encima. No podía respirar.

—¿Te conoce? —preguntó su marido.

—¿Qué?

—El hombre que murió.

—¿Murió? —murmuró.

—Lo dijeron en las noticias.

—¡Tú! —gritó, retrocediendo—. ¡Lo mataste!

—¿Estás loca? —él se acercó, enfurecido.

—¡Lo sabías! ¡Lo vigilabas! ¡No puedo seguir contigo!

Marcos apareció en la puerta, asustado.

—¡Vete a tu habitación! —rugió su padre.

—¡Te odio! —gritó Lucía.

Él la golpeó. Todo se volvió negro.

Al despertar, Marcos lloraba a su lado. Su marido se había ido.

Regresó de madrugada, borracho.

Por la mañana, Lucía se vio en el espejo: mejilla hinchada, ojo morado. Llamó al trabajo diciendo que estaba enferma.

Su marido salió sin decir nada.

Era hora de decidir. ¿Irse? ¿Adónde? Juan había muerto…

El timbre del móvil la sobresaltó. Era Juan.

—¡Estás vivo! ——¡Vivo! —gritó Lucía entre lágrimas—, pero debo irme ahora, mi marido lo sabe todo y juré que no volvería a dejar escapar nuestra felicidad.

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MagistrUm
Te llamaré mañana.