**Segunda Oportunidad**
El corazón de Lorena estaba apesadumbrado, como siempre sucedía tras visitar el cementerio. En el autobús viajaban otros pasajeros, cada uno sumergido en sus pensamientos.
El vehículo abandonó la carretera de circunvalación y se adentró en la ciudad. Por la ventana desfilaban casas modestas de una o dos plantas, típicas de las afueras. Pronto desaparecerían para dar paso a nuevos barrios con amplias avenidas y edificios altos.
Lorena, impulsiva, bajó en la siguiente parada. ¿Y si la próxima vez que volviera, el barrio donde creció ya no existiera? Caminó por la calle, flanqueada por casas bajas y descascarilladas, con un nudo en la garganta. Temía no reconocer su hogar, donde vivió los años más felices de su vida.
La mayoría de las ventanas estaban rotas, las puertas de los portales abiertas como bocas gritando en silencio. Los vecinos ya se habían mudado a pisos nuevos, más cómodos. Todo estaba vacío, solo pasaban coches y autobuses. Y allí estaba su casa. Lorena la saludó mentalmente, como a una vieja amiga.
Sin vida dentro, el edificio parecía inerte. Aún quedaba el banco de madera junto a la entrada, ennegrecido por el tiempo. A dos casas de distancia, ya se alzaba la grúa de una excavadora. Pronto derribarían también este lugar.
Lorena cerró los ojos y, por un instante, vio a su madre asomada a la ventana del segundo piso, buscándola entre las niñas que jugaban a la rayuela en el patio. Olía a cebolla frita, se escuchaba el tintineo de los platos y la televisión de algún vecino. Desde la ventana de la tía Carmen salía su voz aguda, regañando a su marido borracho.
—¡Lorena, a comer!— resonó en su memoria la voz clara de su madre.
Lorena se estremeció y abrió los ojos. No había nadie. Solo ventanas vacías que la miraban con indiferencia.
Pero ya no podía detener los recuerdos…
***
—¡Lorena, a comer!— gritaba su madre desde la ventana.
Ella subía corriendo los peldaños gastados del segundo piso, entraba en el piso y, aún en el recibidor, oía su voz: —¡Lávate las manos y siéntate!— Mientras, su padre esperaba entre la mesa y la nevera, leyendo el periódico.
Lorena lo recordaba tan vívidamente que hasta le pareció oler el potaje. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Se las secó con las yemas de los dedos.
También la vio salir de casa con la mochila al hombro. Apenas había dado unos pasos cuando oyó las pisadas de Javier detrás de ella.
—¡Lore, espérame!— gritó.
La alcanzó y caminó a su lado.
—¿Me dejas copiar los deberes de mates?
—¿Por qué no viniste anoche?— preguntó Lorena.
—Tu madre me mira con recelo, como si temiera que le fuera a robar algo.
—No digas tonterías—. Lorena giró levemente la cabeza y observó el perfil de Javier.
Había cambiado durante el verano. Más alto, con el pelo oscuro aclarado por el sol y la piel morena aún más bronceada. Del cuello de su camisa asomaba una vena que latía con fuerza. ¿Acaso podía verla? No, claro. Solo la recordaba.
¿Cuándo se había convertido en esto? A ratos lo reconocía, a ratos no. Javier, su amigo de la infancia, el vecino del primer piso que la había visto por la ventana y salió corriendo tras ella.
Él notó su mirada y la devolvió. Lorena no tuvo tiempo de apartar la vista. Sus ojos color miel la quemaron como agua hirviendo. El rubor le subió hasta las orejas, y el corazón le latió desbocado.
Sus padres trabajaban en la misma fábrica que les había dado aquellos pisos. La madre de Javier era contable allí; la de Lorena, enfermera en el hospital. La fábrica seguía cerca, con sus altas chimeneas echando humo.
—¿Dónde vas a estudiar?— preguntó Lorena de pronto.
—En la Politécnica. Terminaré ingeniería, entraré en la fábrica y algún día seré director. Cambiaré todo esto.
—¿En serio?— Lorena se sorprendió. —Nunca oí a nadie soñar con dirigir una fábrica.
—¿No me crees? Pues ya verás— dijo Javier con seguridad.
—Lo de ingeniero lo entiendo, pero ¿por qué la fábrica? Está a punto de cerrar. Las máquinas son viejas, los talleres se caen a pedazos— comentó Lorena con despreocupación.
—No tienes ni idea. Nunca la cerrarán. Es una de las primeras de España. Patrimonio de la ciudad. Sin ella, miles se quedarían en la calle— respondió Javier serio. —¿Y tú?
—Yo estudiaré en la universidad, pero no aquí. En Madrid. Seré traductora, viajaré. Aunque psicóloga tampoco estaría mal. Todavía no lo tengo claro— dijo Lorena con aire teatral.
El último domingo de septiembre, toda la clase fue a la finca de un compañero a celebrar su cumpleaños. Estaba cerca del río, bajo árboles cuyas hojas doradas crujían al pisarlas. El sol bajo les cegaba entre las ramas.
Las madres y las chicas prepararon la mesa en el jardín, mientras los chicos jugaban al voleibol. Después de comer, se dispersaron por el bosque. Allí, Javier besó a Lorena por primera vez.
¡Qué año aquel! Ambos maduraron de golpe, enloquecidos de amor, besándose hasta agotarse. Una noche, la madre de Lorena tenía guardia en el hospital y su padre trabajaba horas extra. Javier fue a su casa para copiar los deberes.
Entonces ocurrió todo, rápido, torpe. Se miraron confundidos, sin saber qué hacer. Lorena le hizo prometer que no se repetiría. Javier, contrariado, asintió y se fue. Al día siguiente, caminaron juntos al instituto en silencio.
Pasaron días antes de que hablaran del tema.
—Nos casaremos cuando terminemos el instituto— dijo Javier.
—Pero yo me iré— susurró Lorena.
—Pues no te vayas— rogó él.
Fue su primera pelea.
En la fiesta de Navidad, Lorena los vio besarse en un aula a oscuras: Javier y Laura. Huyó llorando a casa. Durante las vacaciones, evitarlo fue fácil… hasta que él llamó a su puerta.
—¿Por qué me esquivas?— preguntó.
—Ahora tienes a Laura— murmuró Lorena, para que sus padres no la oyeran.
—Ella se me tiró encima. ¿Qué iba a hacer, pegarle?— se justificó Javier.
Lorena conocía a Laura. Sabía que no dejaba escapar a ningún chico guapo. Y Javier lo era. La celos la devoraba.
Pero con el tiempo, Laura desapareció de su lado. Lorena se calmó. Durante todo el último curso, ardieron de amor, aunque se contenían, intentando ser solo amigos.
Tras la graduación, alquilaron un barco para navegar por el río. Pararon en una playa rodeada de pinos. Montaron un picnic y alguien llevó vino. Todos bebieron un poco, hasta la profesora. Más tarde, Lorena y Javier se escabulleron al bosque. Y volvieron a besarse.
—No te vayas. Podemos estudiar aquí— insistió él.
—Ven conmigo— respondió ella.
—Mi madre no me dejará. A mi padre le falla el corazón. Además, aquí tengo prácticas en la fábrica. Cinco años pasarán rápido. Volverás y entonces…
—¡Lorena! ¡Javier! ¡Nos vamosEl abrazo entre ellos selló un futuro juntos, entre lágrimas y risas, mientras el sol poniente teñía de oro las ruinas del pasado.