La llamada del amor…
Lucía dejó su pueblo para mudarse a la ciudad y entrar en la universidad. Después de la escuela rural, los estudios le costaban, pero pasaba días enteros encerrada con los libros para aprobar los exámenes y no perder la beca. Su madre solo podía ayudarla con comida de la huerta.
Cuando empezó a trabajar, se convirtió en ella quien enviaba dinero a su madre. Cada vacación la pasaba en el pueblo. Soñaba con el mar, claro, pero siempre decía que con el aire fresco, el bosque y el río, no necesitaba ninguna playa.
—Lucita, ¿y cuándo te casarás? ¿Es que no te gusta nadie? Me temo que no veré nietos —suspiraba su madre.
—No te preocupes, mamá, me casaré —respondía Lucía, pero las preguntas sobre matrimonio ya la tenían harta. Todos en el pueblo parecían obsesionados con el tema.
Tuvo novios, incluso amores, pero nadie le propuso matrimonio.
Trabajaba en la redacción de un periódico. Una tarde, al terminar su jornada, un aguacero azotaba las calles. El chubasco parecía calmarse, así que se abrigó con un impermeable, preparó el paraguas y salió. Pero apenas pisó la acera, la lluvia arreció con más fuerza. Se refugió bajo el tejadillo de la entrada, observando cómo los coches pasaban a toda velocidad, salpicando charcos.
Las gotas golpeaban el asfalto, y las salpicaduras alcanzaban sus pies. Tiritando, se acurrucó contra la pared. Un todoterreno frenó antes de un gran charco para no mojarla y, después, se detuvo por completo.
—Señorita, suba al coche. Aunque pare la lluvia, las calles están inundadas. Llegará nadando a casa —gritó un hombre joven por la ventanilla abierta.
Y Lucía subió. Medio año después, su salvador le pidió matrimonio. No era que se hubiera enamorado perdidamente, pero ya era hora de casarse, y con Álvaro se sentía segura. Se mudaron con su madre a un gran piso en el centro de la ciudad.
La madre de Álvaro no la aceptó desde el principio.
—No creas, cariño, que vas a quedarte con nuestro piso. Eso no va a pasar —le advirtió sin rodeos.
—No es elegante pasar todo el día en bata. Solo es para ir al baño. ¿Y si viene visita? Cámbiate ahora mismo —ordenaba la suegra.
Y Lucía obedecía. Limpiar y cocinar vestida como para una fiesta era incómodo e impráctico. Doña Carmen, en cambio, siempre iba como para una gala.
En fin, no hubo manera de llevarse bien. Una vez, Lucía escuchó a su suegra insistir a su hijo para que se divorciara antes de que tuvieran hijos. Llorando, Lucía le dijo a Álvaro que su madre tenía razón, que era mejor separarse. Empezó a hacer las maletas.
Pero Álvaro no la dejó ir. Al día siguiente, alquiló un piso y se mudaron. La vida mejoró. Quizá su madre seguía insistiendo, pero por teléfono, sin visitarlos. Y Álvaro no le contaba nada a Lucía. Ahorraban para comprar su propia casa.
Un domingo, fueron al lago con unos amigos. Pesca, barbacoa… Regresaban de noche. El coche de los amigos se adelantó, dejándolos atrás. Álvaro pisó el acelerador para alcanzarlos.
Lucía ni siquiera entendió qué pasó. De repente, un todoterreno se cruzó en su camino. El conductor, quizá dormido o sin control, chocó contra ellos.
Álvaro murió en el acto. Lucía sufrió múltiples fracturas y heridas. Cuatro meses después, le dieron el alta del hospital. Pálida, débil, cojeando, llegó al piso de alquiler, pero otra familia ya vivía allí. Le devolvieron una bolsa con sus cosas. Las pertenencias de Álvaro las había recogido su suegra, que también renunció al alquiler.
Lucía fue a casa de doña Carmen. La mujer abrió la puerta, pero no la dejó entrar.
—Doña Carmen, ¿puedo quedarme un tiempo hasta que encuentre un piso?
—¿Qué más quieres? Por tu culpa murió mi Álvarito. Ni siquiera fuiste al entierro. ¡Lárgate! —La puerta se cerró de golpe.
—¡No tuve la culpa del accidente! Estaba en el hospital… ¡No pude ir! —gritó Lucía, golpeando la madera.
—¡Si no te vas, llamo a la policía! —amenazó la suegra. Y Lucía se rindió.
Ni siquiera intentó pedir la mitad del dinero que habían ahorrado para la casa.
Salió a la calle, pero ¿adónde ir? No tenía amigos. Los del lago eran amigos de Álvaro. No sabía qué mentiras habría contado doña Carmen.
Con lo puesto, volvió a su pueblo. Pero allí le esperaba otra desgracia: su madre había muerto dos meses atrás, mientras ella estaba hospitalizada. Su móvil se rompió en el accidente, y no pudieron localizarla.
La casa parecía congelada en el tiempo, como si su madre hubiera salido un momento y volviera en cualquier instante, exclamando y revolviendo ollas en la cocina… Las lágrimas afloraron.
—Mamá, ¿cómo pudo pasar? Te necesito tanto… —Se sentó en la cama, tomó el jersey de su madre y lo apretó contra su rostro. Aún conservaba su olor. Rompió a llorar. Después, se quedó dormida, abrazando la prenda.
En sueños, oyó golpes en la puerta. «¡Mamá ha vuelto!», pensó, alegre. Pero una voz masculina la sobresaltó: «Lucía, soy yo, Álvaro. Ábreme…» Se levantó de un salto y abrió. En el umbral, Álvaro, con el rostro ensangrentado…
Despertó gritando. El corazón le latía con furia, como si quisiera escapar. La puerta de verdad sonaba. «¿Sigo soñando?», pensó, aterrada.
—Eh, ¿está bien? —preguntó una voz desconocida.
Otro golpe. Se levantó, abrió y retrocedió. Un hombre alto, de barba, la miraba con ojos penetrantes.
—¿Quién es usted? —preguntó él—. ¿Qué hace aquí?
—Yo… vine a ver a mi madre… —aún aturdida, jadeaba como si hubiera corrido—. No soy una ladrona. Esta es mi casa.
—Ah… Le llamaban, pero no respondía.
—Me quedé dormida. —Respiró hondo, intentando calmY en ese instante, mientras la mirada de Román se encontraba con la suya bajo la tenue luz del portal, Lucía supo que por fin había llegado a casa.