Perdóname, mi querida…

**Cuaderno de anotaciones**

*8 de marzo*

Catalina, perdóname…

Esteban entreabrió un ojo y al instante lo cerró. El sol bajo de marzo le apuntaba directamente a la cara con su rayo despiadado, colándose por la ventana. Se retorció en la arrugada cama, intentando esquivar la luz.

—¿Despertaste, borrachín? —la voz de su esposa retumbó—. Ábreme esos ojos sinvergüenzas, quiero mirarte bien. Todos los hombres son normales, regalan cosas, llevan flores a sus mujeres. Y tú ayer te empinaste hasta perder el juicio. ¿Acaso recuerdas qué día es hoy?

Esteban se arrastró hacia la pared y logró abrir los ojos. A través de las estrechas rendijas de sus párpados, como troneras de fortaleza, divisó a Catalina. Estaba plantada, con las manos en las caderas, imponente.

—¿Q-qué día? —preguntó, sinceramente confundido.

—El 8 de marzo, por si no lo sabes. El Día de la Mujer. Yo debería estar celebrando, y tú ahí, hecho un cuba. No me digas que no te da vergüenza. Pensé que tomaríamos algo juntos, un vinito. Mi hija me trajo una buena botella, la guardé para la ocasión. Y tú, desgraciado, la encontraste y te la bebiste solito. ¿No te basta con el aguardiente?

Antes de que pudiera cubrirse, una zapatilla voló con puntería certera y le golpeó la frente.

—Toma… —La segunda zapatilla la esquivó, refugiándose bajo la manta. Menos mal que solo eran dos. Asomó la nariz.

—Catalina, perdóname. Te juro que lo arreglaré… —Esteban eructó e intentó levantarse, pero se enredó en la sábana.

Ella hizo un gesto de desprecio y desapareció en la cocina. El tintineo de los platos delataba su furia; cuando sonaba así, la bronca duraría horas.

Decidió no tentar al diablo y escabullirse de casa. Se deslizó sigiloso hacia el baño, se echó agua en la cara, llenó el vaso (antes lleno de cepillos) y lo bebió de un trago. Alisó sus escasos cabellos con la mano húmeda. Catalina seguía golpeando platos.

Vestido a toda prisa, salió al recibidor. Al calzarse, perdió el equilibrio y casi cae. El ruido hizo asomarse a Catalina.

—¿Adónde vas, borracho?

—Catalina, ahora vuelvo… En un momento… —Arrancó la chaqueta del perchero y retrocedió hacia la puerta.

—¡Espera! —ordenó ella, avanzando con su pecho generoso, pero él ya se había deslizado fuera y cerró de golpe.

—Si vuelves, ya verás… —la voz de Catalina traspasó la madera.

Esteban no esperó a oír más y bajó las escaleras a toda prisa.

Afuera, el sol brillaba, los canalones goteaban con fuerza y el asfalto agrietado asomaba bajo el hielo derretido. Hombres con ramos de mimosa amarilla o tulipanes multicolor cruzaban su camino.

—Oye, compañero, ¿tienes hora? —le preguntó a uno con un ramo esponjoso.

—Hora de curarse la resaca —contestó el hombre sin volverse.

—Eso estaría bien —murmuró Esteban, siguiendo su camino. En realidad, quería saber dónde comprar flores, pero por alguna razón preguntó la hora.

—Chaval, ¿dónde compraste esas flores? —le preguntó a un joven.

—Ahí —señaló hacia atrás.

Pronto vio a una mujer junto al semáforo, con una caja llena de mimosas como cabezas de pollito.

Aceleró el paso. Quería comprar flores para calmar a Catalina y, con suerte, ganarse su copa festiva. Pero al llegar, solo quedaba una ramita raquítica.

—Llévesela, caballero, se la dejo barata —dijo la mujer, con mirada cómplice.

—Quería un ramo… Para mi mujer. ¿No hay más?

—No hay —imitó su tono—. Espere si quiere. Llamo a que traigan más.

Pensó que con esa ramita solo ofendería a Catalina. Los hombres con flores seguían pasando; debía haber otro puesto. Revisó sus bolsillos: solo un billete arrugado de diez euros. Ni idea de cuánto costaban las flores. Al oír el precio de los tulipanes, se desanimó.

—¿Quieres uno? —preguntó un vendedor con acento sureño.

—Solo tengo esto.

—Con esto, solo un tulipán. ¿Lo quieres?

Un tulipán no compensaría su culpa. Se alejó. Recordó que Leandro le debía cincuenta euros. “Que me los devuelva”, decidió, dirigiéndose a su casa. Claro, habían bebido juntos… pero con su dinero, así que la deuda era clara.

—¿Quién es? —preguntó Zulema, la esposa de Leandro, desde detrás de la puerta. Era una mujer imposible, que lo tenía dominado. Leandro la llamaba “la Úlcera” a sus espaldas.

Esteban se identificó.

—¿Qué quieres?

—Que salga Leandro. Me debe cincuenta euros. Los necesito.

Silencio. Luego, la voz áspera de Zulema:

—¡Ahora te doy algo que no podrás cargar!

La puerta se abrió un poco, y una mano mostró un gesto obsceno. Esteban, rápido, tiró de la puerta. Zulema salió despedida. Detrás, asomó Leandro, enclenque, con camiseta de “ALCOHÓLICO ANÓNIMO” y calzoncillos floreados.

—Leandro, sé buen tipo… —gritó antes de que la puerta se cerrara.

—Maldita sea… —”Debí registrar el abrigo de Catalina. Siempre tiene calderilla”, pensó. “Si fuera verano, cogería flores de algún jardín… ¿Quién pone un día de la mujer en marzo, con este frío?”

No podía volver con las manos vacías. Caminó cabizbajo, evitando mirar a los afortunados con sus ramos. Distraído, resbaló en el hielo. Las piernas le temblaron; se sentó en un banco a recuperarse.

Sediento y hambriento—no probaba bocado desde ayer—, dudó si gastar sus diez euros en cerveza. Pero recordó cuando conoció a Catalina, cómo la amaba, la llevaba en brazos. Siempre le regalaba flores… robadas de los parques. Casi lo atrapa la policía una vez. Criaron dos hijos. El hijo vive lejos; la hija los visita con los nietos… ¿Cuándo se perdió todo?

Estaba por ir por la cerveza cuando vio a un joven con un ramo en un cucurucho de papel. El chico, frustrado, iba a tirarlo a la basura.

—¡Espera! —Esteban lo detuvo—. Dámelo a mí. Es para mi mujer.

El joven se lo entregó sin más. Siete rosas rojas. ¡Siete! No unos tulipanes mustios, ¡rosas de verdad!

Las ocultó bajo la chaqueta y corrió hacia casa. Una vecina lo vio:

—¿Qué llevas ahí, Matías? ¿Dejaste la bebida? ¡Bravo! Catalina se pondrá contenta.

—Feliz día… el vuestro —farfulló, entrando al edificio.

Al subir las escaleras, se sintió joven otra vez, casi más alto. Catalina no esperaba esto. Solo faltaba que hubiera salido. Le había regalado rosas solo dos veces: cuando se declaró y cuando nació su hija.

LosAl abrir la puerta, Catalina lo miró con lágrimas en los ojos, y en ese instante supo que, pese a los errores, algún destello de amor seguía vivo entre los dos.

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Perdóname, mi querida…