Cuatro años atrás: un amor en tiempos de estudio.

Hace cuatro años, mi novia Lucía y yo estudiábamos en Salamanca. Una noche, cerca de las diez y media, salimos a visitar a nuestra amiga Marta para cenar juntos. Su casa estaba apenas a una manzana del piso de Lucía, así que fuimos caminando tranquilos. Todo parecía normal, hablábamos distendidos mientras avanzábamos por la calle iluminada por las farolas. Para llegar, debíamos girar a la izquierda en la próxima esquina.

Estábamos a punto de doblar cuando, en medio de nuestra conversación, Lucía me apretó el brazo y me preguntó en un susurro qué era aquello que se acercaba. Miré de reojo y, a unos cincuenta metros, distinguí una figura que avanzaba hacia nosotros. Era alta, ancha de hombros, y caminaba de manera torcida, como arrastrando los pies. Aunque la calle no estaba bien iluminada, noté que se movía con una rapidez antinatural, como si quisiera alcanzarnos.

Pensamos que quizás era un borracho o algún mendigo del barrio, pero algo no encajaba. Seguimos andando y doblamos la esquina. Solo faltaban dos portales para llegar cuando Lucía me clavó las uñas en la mano. “¿Lo ves?” me dijo, temblando. Me di la vuelta y allí, justo en la esquina que acabábamos de pasar, estaba la misma silueta.

Era imposible. Hacía unos segundos estaba lejos, demasiado lejos para haber llegado tan rápido. El pánico nos paralizó. Entonces, la figura reanudó su marcha, avanzando con pasos pesados pero veloces, acortando la distancia entre nosotros.

Corrimos sin mirar atrás hasta la casa de Marta. Golpeamos la puerta con frenesí, y ella nos abrió al instante, alarmada por nuestros rostros desencajados. Entramos sin explicaciones. Su caniche, Luna, empezó a ladrar frenéticamente hacia la calle, el pelo erizado.

Marta pensó que nos habían robado, pero cuando logramos articular palabras, le contamos lo sucedido. Ella y sus padres salieron a comprobarlo, pero la calle estaba desierta, sin rastro de nadie.

Aquella noche no nos atrevimos a volver al piso. Nos quedamos a dormir allí, con el corazón aún acelerado. Hasta hoy, no sabemos qué era aquello que nos perseguía, pero ambos estamos seguros de una cosa: no era humano.

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