**Genes Malditos**
María entró en el piso, dejó las pesadas bolsas en el suelo y exhaló con fuerza.
—¿Hay alguien en casa? —gritó hacia la habitación—. Dos hombres en la casa y yo cargando con las bolsas —refunfuñó—. Todos quieren comer, pero nadie ayuda —volvió a decir, más alto, para asegurarse de que la oyeran.
Se desvistió haciendo ruido, suspirando y quejándose. Al fin, su hijo apareció en la puerta.
—Coge las bolsas y llévalas a la cocina. ¿Está tu padre?
Javier levantó los paquetes del suelo.
—Está viendo la tele —contestó sin mirarla.
Podría haberse callado lo de la tele. Su madre no le había preguntado qué hacía su padre. Pero, ¿por qué iba a ser él el único en recibir el mal humor de su madre? Que le tocara también al padre.
—¿Por qué gritas? —apareció el cabeza de familia en la puerta.
—Nada. Estoy cansada —replicó María secamente—. Ahora descanso cinco minutos y preparo la cena. Todo yo. Como mínimo podíais haber cocido la pasta. —Se puso las zapatillas y apagó la luz del recibidor.
—No nos lo dijiste. Lo habríamos hecho, ¿verdad, Javi? —el padre, olfateando el inicio de una discusión, rápidamente arrastró a su hijo a su bando.
De la cocina solo llegaba el ruido de bolsas y la puerta de la nevera cerrándose. Javier optó por la neutralidad. Era más seguro.
—Ya, pues no lo hicisteis —suspiró María—. Si tuviera una hija, ella sí sabría qué hacer. Pero vosotros no servís para nada —murmuró, pasando junto a su marido camino de la cocina.
—María, estás cansada, lo entiendo, pero ¿por qué descargas con nosotros? No soy adivino, no sé si quieres pasta o patatas. Dínoslo y lo hacemos, o vamos al supermercado. Yo también acabo de llegar del trabajo, por cierto, también estoy cansado. Y… —Hizo un gesto brusco con la mano y desapareció en la habitación.
—Ya lo digo, hay que decíroslo todo. Es más fácil tumbarse en el sofá —siguió quejándose María, pero ahora sin malicia, más para sí misma.
No quería pelea. No le quedaban fuerzas. Simplemente no podía calmarse de golpe.
—Gracias, hijo. Ve, haz los deberes, yo me ocupo del resto…
Javier salió pitando hacia el ordenador. María abrió la nevera y movió la cabeza, reorganizando los alimentos. Después de desahogarse, se calmó. Adoraba a su marido y a su hijo, pero hoy se le había cruzado la vena. Los hombres no son para la cocina.
Tras la cena, guardó las sobras de pasta en un tupper, añadiendo una croqueta. Pensó en poner otra, pero cambió de idea.
—¿Otra vez para los Martín? Mira que la vas a malacostumbrar, luego te quejarás de que se aprovecha —dijo el marido, vengándose por los rezongos anteriores.
—No para los Martín, para Lucía. En su casa no hay ni para comer. Su madre se lo gasta todo en alcohol. La pobre chiquilla. La vi llevando a su madre borracha a casa. La mujer no estaba en condiciones. La niña es lista, buena, pero no ha tenido suerte con sus padres —explicó María mientras se cambiaba de zapatos en el recibidor.
El marido no respondió.
María bajó al tercer piso y llamó a la puerta despintada que inspiraba poca confianza —un empujón con el hombro y se abriría. Pero, ¿para qué? No había nada que llevarse, hasta las cucarachas se habrían mudado del hambre.
—¿Quién? —una vocecita salió desde dentro.
—Lucía, soy la tía María. Ábreme, te he traído comida.
El pestillo sonó, la puerta se entreabrió y María vio el ojo atento de Lucía, de nueve años.
—Toma, come. ¿Tu madre duerme?
La niña abrió un poco más, cogió el tupper y asintió.
—Bueno, me voy. Come. Estás en los huesos —María la miró con lástima—. No le des nada a tu madre.
Lucía asintió de nuevo y cerró la puerta.
«Ojalá tuviera una hija así», suspiró María, subiendo las escaleras hacia su piso.
Entró en la habitación de su hijo. Este cerró rápido la tapa del portátil, pero ella había visto que estaba jugando.
—Vale, no lo escondas. ¿Has hecho los deberes? —preguntó, acercándose al escritorio.
—Hace rato.
—Mañana, después del colegio, invita a Lucía y dale de comer sopa. Su madre lo bebe todo, solo comen pan, si es que lo hay. La niña está siempre hambrienta, flaca como un palillo.
—Vale, mamá —aceptó Javier, de catorce años, sin preguntar más.
—No juegues mucho, acuéstate —dijo María desde la puerta.
—Vale. —Javier abrió el juego y se sumergió en la pantalla.
Al día siguiente, al pasar por la puerta de los Martín, Javier pulsó el timbre.
—Marchaos, mi madre no está —respondió Lucía desde dentro.
—Oye, peque, mi madre me ha dicho que te lleve a casa.
—¿Para qué? —preguntó la niña tras una larga pausa.
—Ven y lo verás —dijo Javier.
La puerta se abrió lentamente. Lucía lo miraba con desconfianza.
—¿Vienes? Si no quieres, como quieras —dijo con indiferencia fingida y dio un paso hacia las escaleras.
—Ahora voy —gritó Lucía y desapareció. Al rato salió con el tupper vacío en la mano.
—Hay una cazuela con sopa en la nevera. ¿Sabes calentarla? —preguntó Javier, subiendo las escaleras e imitando el tono de su madre.
—No soy pequeña —se ofendió la niña, siguiéndolo.
—Calienta dos platos. —Javier abrió la puerta de su piso—. Ve a la cocina, que yo me cambio —ordenó antes de irse a su cuarto.
Cuando entró en la cocina, la sopa humeaba en los platos, con cucharas y pan al lado.
—Bien. A ver quién termina antes. —Javier se sentó frente a Lucía, cogió la cuchara y empezó a comer rápido.
Lucía comía despacio, mirándolo. Después lavó los platos. Javier no ofreció ayuda. ¿Para qué? Si había comido, que limpiara.
—Ven, te enseño un juego en el ordenador —dijo cuando Lucía colgó bien la toalla.
—Enséñame mejor cómo ganar dinero por internet —respondió Lucía.
—Vaya, tú sí que estás al tanto —se rió Javier—. ¿Tienes ordenador?
—¿De dónde?
—Pues ¿cómo piensas ganar dinero?
—Enséñame —insistió la niña.
—La verdad, no sé. Pero le preguntaré a Dani. Él decía que sabía.
Desde entonces, casi cada día, Javier pasaba a buscar a Lucía del colegio, subían a su casa, comían y él le enseñaba cosas del ordenador. Lucía aprendía rápido, sonrojándose con sus elogios.
Una vez, abrió la madre, con Lucía asomando tras ella.
—¿No serás muy joven para andar con chicos? —preguntó la madre con voz ronca, mirando a Javier.
—La ayudo con los deberes —se inventó Javier.
Lucía miraba asustada a uno y a otro.
—Bueno, vete, pero que no sea mucho —Javier sonrió al recordar esos días, mientras abrazaba a Lucía bajo el mismo techo que ahora compartían, demostrando que el amor puede vencer incluso los peores presagios.