Un verdadero hombre
Lucía y Enrique llevaban dos años juntos. La madre de Lucía ya empezaba a preocuparse de que su hija perdiera el tiempo con él, pues el matrimonio parecía no llegar nunca. Enrique decía que no había prisa, que ya tendrían tiempo, que estaban bien así…
Pasó el verano, las hojas cayeron de los árboles, cubriendo las aceras con un manto dorado, y llegaron las lluvias. En uno de esos días fríos y húmedos de octubre, Enrique, torpemente, le propuso matrimonio a Lucía, regalándole un anillo sencillo y pequeño.
Ella rodeó su cuello con los brazos y le susurró al oído: “Sí”, luego se puso el anillo y gritó de alegría: “¡Sí!”, levantando los brazos y saltando de felicidad.
Al día siguiente fueron al registro civil y, nerviosos, presentaron la solicitud. La boda quedó fijada para mediados de diciembre.
Lucía hubiera preferido casarse en verano, para que todos vieran lo hermosa que estaría con su vestido blanco. Pero no discutió con Enrique. Podía retrasarlo hasta el siguiente verano… y quizá después cambiaría de opinión. Ella lo amaba y no soportaría separarse de él.
El día de la boda, una ventisca azotaba las calles. El viento despeinó su cuidadoso recogido. La falda blanca del vestido se hinchaba como una campana, y parecía que el próximo golpe de viento se la llevaría. Enrique la levantó en brazos hasta el coche. Ni la nieve ni el pelo revuelto empañaron la felicidad de los enamorados.
Al principio, Lucía vivía inmersa en amor y dicha. Todo parecía perfecto. Claro, había pequeñas peleas, pero por la noche se reconciliaban y se querían más.
Un año después, nació Daniel, el fruto de su felicidad.
El niño creció tranquilo y despierto, orgullo de sus padres. Enrique, como muchos hombres, apenas ayudaba con el niño; temía cogerlo, y cuando lo hacía, Daniel lloraba y Lucía lo recuperaba enseguida.
“Tú sabes cuidarlo mejor. Cuando crezca, jugaré al fútbol con él. Yo me ocuparé de manteneros”, decía Enrique, aunque su sueldo apenas alcanzaba para los tres.
Daniel creció, empezó el jardín de infancia y Lucía volvió a trabajar. Pero el dinero seguía escaseando. Ahorrar para una hipoteca era imposible. Llegaron los reproches, las peleas, acusándose mutuamente de gastar demasiado. Ya no era tan fácil reconciliarse como antes.
“Ya está bien. Trabajo y trabajo, y nunca es suficiente. ¿Te los comes o qué?”, le espetó Enrique un día, irritado.
“Los comes tú”, replicó Lucía. “Mira esa barriga que has sacado”.
“¿No te gusta? Tú tampoco eres la misma. Me casé con una mariposa y ahora eres una oruga”.
La discusión escaló. Lucía, limpiándose las lágrimas, fue a buscar a Daniel al jardín. De vuelta, escuchando el balbuceo del niño, entendió que no podía perder a Enrique. Al llegar, lo abrazaría, lo besaría y se disculparía. Y él, como antes, respondería al beso y todo volvería a ser como era. “Las parejas que se pelean, se desean”, pensó. Apuró el paso, arrastrando a Daniel.
Pero la casa estaba a oscuras y en silencio. La chaqueta y los zapatos de Enrique habían desaparecido. “Se le pasará y volverá”, pensó Lucía, cocinando patatas con chorizo, su plato favorito.
Pero Enrique no regresó. No contestaba las llamadas. Al día siguiente, exhausta, Lucía dejó a Daniel en la guardería y fue a trabajar. A mediodía, fingiendo estar enferma, fue directamente a la oficina de Enrique.
Al abrir la puerta, lo vio besándose con otra mujer. Sus manos, con uñas pintadas, destacaban sobre su espalda como hojas de arce abiertas.
La mujer abrió los ojos y la vio, pero no se separó. Al contrario, lo abrazó con más fuerza.
Lucía salió corriendo. Caminó sin rumbo, tropezando con gente, ciega por las lágrimas. Acabó en casa de su madre.
“Mamá, ¿Por qué me hace esto? ¿Todos los hombres son así?”, preguntó entre sollozos.
“¿Así cómo?”, respondió su madre.
“Infieles. Quizá llevaba tiempo con ella y no me di cuenta. No puede ser de repente, ¿no?”.
“No lo sé, hija. Cuando amas, el mundo entero es ese hombre. Si él te falla, parece que todos lo harán”, suspiró. “Volverá”.
“¿Y si no?”, preguntó Lucía con voz quebrada.
“El dolor pasará. Tienes a tu hijo. Piensa en él. Si no vuelve, quizá sea mejor. Eres joven, encontrarás otra felicidad”.
“Tú no la encontraste”.
“¿Y tú qué sabes? Solo temí que con otro hombre fuera igual. Además, tú ya eras mayor, y me preocupaba por ti. Pero tú tienes un hijo, él necesita un padre…”.
Más calmada, Lucía recogió a Daniel.
“Mamá, vamos a jugar”, pidió el niño.
“Déjame en paz”, le espetó.
“No me gusta cuando hablas así”, dijo él, alejándose en silencio.
Enrique llegó cuando Lucía acostaba a Daniel. Sacó una maleta y empezó a meter sus cosas.
“¿Adónde vas?”, preguntó Lucía, aunque ya lo sabía.
“Me voy. Estoy harto: de las peleas, de este piso, de verte”. Evitaba su mirada.
“¿Y nosotros?”.
“Querías boda, un hijo. Pues quédate con él”. Cerró la maleta, miró la habitación, fijándose en los ojos asustados de Daniel, y salió. La puerta se cerró de golpe.
Lucía lloró desconsolada. Alguien le tocó el hombro. Esperanzada, alzó la vista, pero era Daniel, en pijama.
“Mamá, no llores. Yo no te dejaré como papá”, dijo, acariciándole el hombro.
Ella lo abrazó y lloró más fuerte. Luego lo acostó y se quedó a su lado.
Enrique no volvió. Solicitó el divorcio.
Daniel preguntó una vez por él, pero la respuesta seca de Lucía lo silenció. Poco a poco, la vida mejoró. Cuando Daniel empezó primaria, Lucía conoció a Javier. Era mucho más joven, por eso se llevaba bien con el niño.
Javier le pidió matrimonio varias veces, pero ella dudaba. Querría hijos propios, y temía los celos de Daniel. Además, la diferencia de edad la frenaba. Algún día encontraría a alguien más joven.
Un día, mientras limpiaba, envió a Javier a pasear con Daniel. De pronto, la puerta se abrió: Javier traía a Daniel sangrando. Se había caído de un columpio y necesitó puntos.
Lucía sabía que no era culpa de Javier, pero no podía evitar pensar que, de ser su hijo, no habría pasado.
Poco después, la relación terminó.
“Mamá, no te preocupes. Yo nunca te abandonaré”, repitió Daniel.
Lucía no volvió a salir con nadie.
Daniel creció, se convirtió en un joven atractivo. Lucía estaba orgullosa, pero temía que al casarse, se quedaría sola.
“Es el destino de las madres. Criarlos… y soltarlos. Yo vivo sola. Te acostumbrarás. Llegarán los nietos”, la consoló su madre.
“Tienes razón. Mamá envejece, necesita ayuda. Me mudaré con ella, y Daniel se quedará este piso”, decidió Lucía.
Pero su madre enfermó y murió al año, dejando su piso a Daniel.
Entonces, apareció Enrique. Demacrado, descuidado. Se queEntonces, apareció Enrique, demacrado y descuidado, buscando perdón y un lugar donde quedarse, pero Daniel, ahora un hombre hecho y derecho, lo miró con firmeza y cerró la puerta tras de sí sin decir una palabra, dejando claro que el verdadero hombre de la familia era él, el que nunca abandonó a su madre.