—Lucía, ¿vas a tardar mucho? Ahora vienen Sofía y Javier —dijo impaciente Daniel, asomándose al dormitorio.
—Un momentito —contestó Lucía sin volverse, frente al espejo del armario.
Se pintó los labios, sacudió ligeramente la cabeza para despeinarlos con gracia, se ajustó el escote del vestido y solo entonces miró a su marido.
—Lista —le sonrió.
—¡Vaya! Qué guapa estás, preciosa. —Daniel se acercó y la atrajo hacia él.
—Cuidado con el pintalabios —protestó Lucía, apartando la cabeza de su pecho y mirándole con ternura, un poco pícara.
—Lucía… —empezó Daniel con la voz ronca, pero en ese momento sonó el timbre. —Vaya por Dios. —Dejó escapar un suspiro, soltó el abrazo y fue a abrir. Lucía echó un último vistazo al espejo, se alisó el vestido y lo siguió.
En el recibidor ya reía Javier con un gran ramo de rosas. A su lado, Sofía sostenía un regalo.
—¿Dónde está la cumpleañera? ¿Por qué no recibe a sus invitados? —exclamó Javier, agitando el envoltorio del ramo. Al ver a Lucía, dio un paso hacia ella. —Por fin. Lucita, estás radiante, como siempre. Dani, mira, me la llevo. Venga, dame un beso. —Le plantó un sonoro pico en la mejilla antes de entregarle las flores. —Te deseo…
—Bueno, bueno, quítate el abrigo, los brindis los guardamos para la mesa —intervino Daniel.
—Dani, saca las zapatillas, voy a poner las rosas —dijo Lucía, yéndose a la cocina.
El piso se llenó al instante de ruido y bullicio. Javier se frotaba las manos frente a la mesa puesta en medio del salón.
—Lucía, eres una hechicera. Mira qué banquete. Me ahogo en babas. —Javier puso cara de mártir.
—Tendrás que aguantar un poco —respondió Lucía, entrando con el jarrón de rosas. Lo dejó en la mesita junto a la ventana.
—Payaso —murmuró Sofía, levantando los ojos al cielo.
Lucía le puso una mano en el hombro, como queriendo calmarla. En ese momento volvió a sonar el timbre, y Lucía fue a recibir a más invitados.
—Esta es Laura, y ella es mi hermana Lucía —presentó Pablo a las dos mujeres, entregándole un ramo a Lucía.
—Mucho gusto —dijo Lucía, sonriendo. Laura apenas asintió. —Perdón, no quedan más zapatillas.
—No importa, yo le doy las mías a Laura —contestó Pablo.
Lucía lo miró sorprendida. Su mirada decía claramente: «¿Qué tienen en común?»
—Invítalos a la mesa, hermanita —dijo Pablo, ignorando su expresión.
Entraron al salón.
—A mi hermano ya lo conocéis, y ella es Laura, su nueva novia —presentó Lucía. —El resto que lo cuente él —susurró, y se fue con el ramo a la cocina.
No encontraron otro jarrón, así que lo dejó en un tarro de cristal sobre la mesa de la cocina.
Cuando volvió, los invitados ya estaban sentados. Daniel le señaló la silla al frente. Lucía se sentó y notó, extrañada, que Javier y Sofía estaban en lados opuestos.
Daniel servía coñac a los hombres y vino a las mujeres. Laura, recta y seria, parecía ajena a todo. Pablo le puso ensalada en el plato, pero ni siquiera se dio por aludida.
«Vaya tela, parece de hielo. Pablo ha tenido novias, pero ninguna así…» La reflexión de Lucía se interrumpió cuando Daniel alzó su copa y, mirándola con ternura, empezó su brindis.
Todos enmudecieron. Luego, el tintineo de las copas, el ruido de los cubiertos…
Lucía observó a los presentes. Javier comía con entusiasmo, alabando la comida y lanzando miradas a Sofía, que ignoraba su mirada, absorta en su plato. Laura masticaba despacio, sin dirigir la vista a nadie. Pablo le susurraba algo al oído. Daniel se aseguraba de que nadie tuviera la copa vacía. «Ves, todo va bien, y tú preocupada…», decía su mirada.
Lucía se relajó. Cuando los invitados saciaron su hambre y bebieron, Daniel trajo la guitarra del dormitorio. La afinó un momento y empezó a cantar: «Tú me acostumbraste…». Tenía una voz cálida, profunda, y cantaba con sentimiento. Todos sabían que lo hacía por su mujer.
Lucía movía la cabeza al ritmo, luego se unió a él. Sonaba armonioso, bonito. Al terminar la canción, hubo un silencio antes de que propusieran nuevas canciones.
Daniel tocó unos acordes y comenzó «Mediterráneo», la favorita de Lucía.
A mitad de canción, Sofía se levantó y se fue a la cocina, cerrando la puerta tras ella.
—Cantas de vicio, Dani. Por eso hay que brindar —dijo Javier cuando la canción terminó.
—Voy por lo caliente —susurró Lucía a su marido y también salió.
Sofía estaba junto a la ventana abierta, fumando.
—¿Qué pasa? —preguntó Lucía, acercándose.
Sofía exhaló el humo. El cigarrillo temblaba entre sus dedos. La ceniza cayó al alféizar; Sofía la apartó con la mano, pero solo la esparció más.
—Antes te encantaba cuando Daniel cantaba. ¿Por qué te has ido? —repitió Lucía.
—Y me sigue gustando —contestó Sofía, mirando hacia la puerta.
Desde el salón llegaba el bullicio de las voces. «Y no debí enamorarme de ti…», cantaba Javier a todo pulmón.
—¿Me puedes hacer un favor? —preguntó Sofía de pronto.
—¿Dinero? —inquirió Lucía.
—No necesito dinero. —Sofía aspiró hondo, soltó el humo.
—Entonces, ¿qué? ¿Os habéis peleado con Javier?
—Lucía… —Sofía comprobó de nuevo que la puerta estaba cerrada y tiró el cigarrillo por la ventana. —Me he enamorado. He perdido la cabeza.
—Sofi… ¿Y Javier?
—¿Qué tiene que ver Javier? —dijo Sofía, olvidándose del volumen. —¿Qué tiene que ver él? —repitió, esta vez en voz baja.
—Pero… tenéis una familia, un hijo.
—Las cosas con Javier no van bien —susurró Sofía.
—¿Él lo sospecha? —Lucía observó el perfil delicado de su amiga.
—Quizá. —Sofía se encogió de hombros.
Lucía calló, esperando.
—Hace poco llegó un médico nuevo a mi hospital. Viene de un pueblo pequeño. Cuando lo vi, supe que estaba perdida. Cambio turnos para coincidir con él. ¿Me juzgas? —Sofía clavó sus ojos en Lucía.
—Es inesperado. ¿Y luego?
—No puedo vivir sin él. Si no fuera por mi hijo… Nos veíamos en casa de mi madre, pero hace tres días volvió y… ya no tenemos sitio. —Las últimas palabras las dijo como si fueran humo.
Lucía escuchó, mordiéndose los labios.
—Tú y Daniel trabajáis, no tenéis hijos. No tengo a nadie más a quien pedírselo.
—¿Hace falta recordarme lo de los hijos? —replicó Lucía, dolida.
—Perdona, no lo pensé.
—¿Quieres que os dejemos el pLucía suspiró, mirando fijamente a Sofía, y finalmente dijo: “No puedo ayudarte, Sofía, pero espero que encuentres la paz de alguna otra manera”, cerrando así una amistad que, aunque rota, siempre llevaría en su corazón.