Mi madre es de Málaga, del pueblo de Frigilhana para ser exactos. Siempre fui muy unido a mi abuelo, el padre de mi madre. Desde pequeño me llevaba con él a todos lados, incluso a su trabajo. Me encantaba escucharle contar historias, relatos y vivencias que tuvo a lo largo de su vida.
Una vez le pregunté si había visto duendes. Me dijo que no, pero que sí había visto brujas y hasta hombres lobo. Yo no sabía qué era un hombre lobo, así que le pedí que me lo explicara. Me contó que eran brujos con el poder de transformarse en animales, incluso podían volar.
Me narró que, tras retirarse del ejército, trabajó como vigilante en unos campos de olivos en Frigilhana. Su labor era custodiar las cosechas para evitar robos. Una noche, mientras hacía su ronda, llegó al terreno cerca de las nueve. Desde el principio notó que algo no iba bien. El ambiente estaba cargado, el aire helaba los huesos, y la luna llena bañaba todo con una luz fantasmal.
Como era costumbre, comenzó a caminar entre los árboles. Pasada la medianoche, se sentó en su silla, pero el cansancio era insoportable. Notó que algo iba a pasar, como un presentimiento oscuro. Un escalofrío le recorrió la espalda, como si algo invisible se acercara.
De repente, escuchó ruidos entre las hojas, como pasos entre los olivos. Sacó su escopeta. Había sido militar y sabía usarla bien; en aquella época, cada uno se defendía como podía. Con el arma en mano, apuntó hacia la oscuridad y gritó: «¿Quién anda ahí?». Solo oyó risas burlonas, que saltaban de un lado a otro, acercándose cada vez más.
Juntando coraje, avanzó entre los árboles con la escopeta lista. Entonces vio salir un cerdo corriendo entre los olivos. Pensó que era un animal perdido y fue tras él. Cuando estuvo a punto de agarrarlo, el cerdo se levantó sobre dos patas y siguió huyendo. Mi abuelo se quedó helado, sin entender lo que veía.
Le apuntó para disparar, pero antes de apretar el gatillo, al animal le brotaron unas alas del lomo y, entre risotadas, alzó el vuelo. El miedo lo paralizó por completo. La escopeta se le resbaló de las manos, golpeándole los pies. El dolor lo sacó del trance. Se santiguó, recogió el arma y echó a correr hacia casa, aún temblando.
Me confesó que hasta entonces solo había oído hablar de los hombres lobo, pero nunca creyó toparse con uno. Incluso ahora, cuando me lo cuenta, se le pone la carne de gallina. Y yo no dudo de su relato… porque cuando lo narra, su mirada se pierde, como si volviera a vivir aquella noche.