Carmen se despertó unos minutos antes de que sonara el despertador. Permaneció un rato en la cama, preparándose para el nuevo día, igual que ayer, la semana pasada, el mes anterior, el año pasado. Todo en su vida seguía igual, sin sorpresas, como una rutina bien establecida.
Aunque no, años atrás, su hijo les había dado un susto. Entró en la universidad y anunció que quería vivir aparte. ¡Cómo se preocupó, cómo intentó disuadirle! Pero él amenazó con dejar los estudios e irse a la mili. ¿Qué podía hacer? Al final cedieron, incluso le pagaron un piso. Tras graduarse, encontró trabajo y rechazó la ayuda de sus padres.
Carmen se levantó con cuidado para no despertar a su marido y se dirigió a la cocina. Pronto, el aroma del café recién hecho, de verdad, no ese sucedáneo instantáneo, invadió la casa.
Cuando su marido, oliendo a gel de ducha, apareció en la cocina, le esperaba una taza humeante y unos bocadillos. Odiaba los huevos revueltos y el porridge. Desayunó en silencio y, también en silencio, abandonó la cocina.
—Hoy me retrasaré, hay junta de facultad—, gritó desde el recibidor.
Carmen salió a su encuentro, le arregló la corbata y el cuello de la camisa, le quitó un pelo invisible del hombro, como si fuera el último trazo de un cuadro. Era un ritual, solo que en invierno ajustaba la bufanda y en verano, la corbata. Y siempre ese gesto de quitar algo inexistente de la chaqueta, el abrigo o el traje, según la temporada.
Tras su marcha, Carmen se arregló, tomó un té con limón y se sentó frente al portátil. Trabajaba desde casa, traduciendo artículos y libros del inglés y el francés.
El trabajo fluía, el libro le gustaba. Consultaba a menudo el diccionario, buscando el término exacto. Un timbre del móvil la distrajo.
—Carmen Fernández, hola. Soy Valentina Ruiz, de la facultad—, se presentó una voz al otro lado.
Al oír el tono apagado de la profesora de la universidad de su marido, Carmen imaginó a una mujer alta, delgada y poco agraciada, de unos cuarenta y cinco años.
—Hola. ¿Pasa algo? ¿Con Luis? —se alarmó.
—No, con él todo bien —hizo una pausa—. Necesito hablar contigo. Resulta que ando por la zona. ¿Puedo pasar en cinco minutos?
—Sí, claro —contestó Carmen, preguntándose qué hacía esa mujer cerca de su casa en horario lectivo.
Exactamente cinco minutos después, llamaron a la puerta. Carmen la abrió y dejó entrar a su invitada.
—¿Un té, café? —ofreció.
—No, gracias. Tengo poco tiempo. Es mi hora libre…
Pasaron al salón y se sentaron en el sofá.
—Te escucho —dijo Carmen.
—Me disgusta decírtelo, pero no puedo callarme. Tu marido sale con una estudiante, una chica dulce de unos veinte años. Vive con su madre, que está enferma —comenzó Valentina.
—Ahórrame los detalles.
—Vale. Le oí hablar por teléfono. En fin, esa chica está embarazada. Y tu marido le prometió que no la abandonaría, que la ayudaría…
Carmen guardó silencio. Al no recibir preguntas, Valentina continuó.
—Antes también hubo otras. Con Vera, la profesora de filosofía, con Nina, de sociología… Perdona, pero ya no podía callar más. Y ahora esta estudiante.
¿Recuerdas cuando tenía que ir a esa conferencia en Alemania hace tres meses? Pues no fue. Alquiló una casita en la sierra y pasó tres días con ella.
—¿Y cómo lo sabes? —Carmen no creía ni una palabra. Venganza de una solterona amargada.
—No me crees. Crees que soy una vieja envidiosa que quiere arruinarte la vida —dijo Valentina, como si leyera sus pensamientos—. Pero aunque no quieras admitirlo, esto es grave. ¿Y si se entera todo el mundo? Él le saca treinta años, podría ser su abuelo. Es patético.
Carmen reaccionó.
—Gracias, lo he entendido. Si no tienes nada más…
—Sí, sí, me voy —se levantó Valentina.
Carmen la acompañó a la puerta y luego se quedó sentada, mirando al vacío. No podía seguir trabajando. Había durado demasiado la calma en su vida. Algo así ya lo esperaba. ¿Profesoras? Vale, pero ¿una estudiante? ¿Cómo pudo?
Una vez, su padre llevó a casa a un estudiante torpe, flaco, con gafas horribles. Era su tutor de tesis. Pasaron horas hablando en el despacho y luego comieron juntos.
—Es un diamante en bruto. Con talento. Verás, llegará lejos —elogiaba su padre.
El “talentoso” comía sin levantar la cabeza, como si no hablaran de él, y miraba de reojo a Carmen. Ella estaba en tercero de Filología. Se llamaba Luis, venía de un pueblo pequeño de Castilla. Su padre lo tomó bajo su protección. Tras graduarse, le ayudó a entrar en el doctorado, con la tesis. Pronto, Luis fue como de la familia.
Un día, cuando Carmen ya trabajaba como traductora, él apareció en casa.
—Papá está en un simposio en Barcelona. Toda la semana. ¿No lo sabías? —preguntó ella.
—No vine por él. Vine por ti —dijo Luis, ruborizándose y ajustando las gafas.
—¿Ah, sí? ¿Y en qué puedo ayudarte? ¿Traducir algo? —se burló Carmen.
—Quería invitarte a una exposición. Monet, Sorolla…
Ella misma quería ir, pero no tenía con quién; a nadie de su círculo le interesaba el arte. Y aceptó.
Con él fue divertido. Luis no solo hacía comentarios precisos sobre las obras, sino que luego, camino a casa, contaba historias fascinantes. Carmen escuchaba sin creer que fuera el mismo chico torpe de antes. Ni siquiera notaba sus feas gafas. No, no se enamoró, pero sí se interesó.
—Fíjate en él. Tiene futuro. Yo me encargaré. Serás feliz a su lado. Serio, inteligente, te dará la vida que mereces —decía su padre, y ella confiaba en él.
Cuando Luis le propuso matrimonio, aceptó. Pero la boda se pospuso. Su padre murió de repente. Luis asumió su cátedra, trabajó en su tesis. Se casaron un año después.
Tras la muerte de su padre, su madre enfermó. Murió cuando Carmen estaba embarazada. Así cambió su vida. Trabajó desde casa, tradujo, cuidó de la casa y de su hijo. Se acostumbró, lo hizo todo bien. Pero con Luis vivieron bien. Hasta lo de Valentina, Carmen creyó que él la amaba.
—Te equivocaste con él, papá, como yo —murmuró Carmen—. Se ganó nuestra confianza para asegurarse un futuro cómodo. Usó tu nombre, ocupó tu puesto, se instaló en nuestro piso y me fue infiel.
Las clases de Luis eran legendarias. Los estudiantes no se las perdían. Enseñaba con pasión, casi como un actor. Eran espectáculos, no lecciones. Hasta a Carmen le gustaba oírle. Cambió las gafas horribles por lentillas.
Carmen calentó té y añadió dos cucharadas de azúcar, algo que no hacía desde hacía años. Incluso sacó un bollo. Últimamente vigilaba las calorías, pero hoy no importaba.
Luego abrió una maleta, metió las cosas de Luis y la dejó en el recibidor.
—¿Te vas de viaje? —preguntó él al entrar—. ¿Por qué estás a—No, te vas tú —dijo Carmen con calma—, el piso era de mis padres, y ahora es mío, así que llévate tus cosas y vete con tu… Laura, ¿verdad?, la que espera tu hijo.